A través de la ventanilla del avión pude ver su forma redonda, casi perfecta, como una concha. Su relieve irregular, oscuro. Sus playas de arena clara. La isla de Gran Canaria se extendía como una enorme montaña circular. La miraba y no podía evitar preguntarme si cuando Josefina de la Torre se marchó de aquí en 1939, una vez terminada la guerra civil, se desplegó la misma isla ante sus ojos. Si esta imagen se quedó en su memoria durante los treinta y dos años que estuvo fuera.
Mucho tiempo después, yo hacía el camino inverso: viajaba de Madrid a Las Palmas de Gran Canaria para investigar la vida de una mujer que había sobrevivido a los avatares del siglo XX y que había conseguido ganarse la vida como actriz de teatro, radio, cine y televisión durante el franquismo. Que escribió unas audaces novelas románticas y policiacas en las que había dado vida a las primeras mujeres policías de la literatura española. Que creó una voz propia en el grupo del 27. Que adaptó y tradujo guiones para radio y cine y prestó su voz a Marlene Dietrich, Dorothea Wieck o Martine Carol. Que amó a Juan Chabás y a Luis Buñuel y sufrió por ello. Que aún con todo, nunca se reconoció como feminista y padeció los rigores de su educación y la presión social, pues tanto su madre como su hermano mayor, Claudio de la Torre, preferían que se casara y formara una familia a que trabajara. Que dejó en su archivo casi toda su existencia registrada, a la espera de que alguien se atreviera a escribirla. Muchos eran los que afirmaban que la artista había tenido una vida extraordinaria, pero apenas habían arañado la superficie.
Muchos eran los que afirmaban que la artista había tenido una vida extraordinaria, pero apenas habían arañado la superficie
Era febrero y hacía calor. El viento agitaba el mar mientras lo observaba desde la estación de San Telmo. La calima hacía plomizo el cielo. El agua estaba oscura, turbia. Frente a ella, el blanco de los rompeolas contrastaba como una advertencia. Recordé unos versos que escribió Josefina en 1927: «No quiero mirar la orilla, / no quiero mirar el mar, / que me voy quedando sola». Cerca de allí las fachadas amarillas, azules, violetas, rosas y mentas de las casas modernistas se sucedían a lo largo de la Calle Mayor de Triana. ¿Cuántas veces la habría recorrido ella? ¿A cuántos hombres y mujeres habría dejado admirados la «estrella total», como la llamaba la prensa? Al observar su imagen en los escaparates de las tiendas de esta calle, su cuerpo joven y esbelto, se le apareció un poema: «¡Qué bien me veo pasar / remolino de las brisas / pequeña y grande, confusa / huella blanca en el asfalto!».
Como ella, miré mi reflejo en los cristales y recorrí aquellas calles, próximas a la Casa-Museo Pérez Galdós. Consultar el Fondo Josefina de la Torre (FJT), donado por su sobrina y heredera en 2003, era lo que me había llevado allí. En él se encontraban prácticamente todos sus cuadernos, carpetas, partituras, dibujos, fotografías, vestidos, muebles, espejos e incluso los retratos que pintó de ella el galán portugués Tony D’Algy, otro de sus desafortunados pretendientes. Josefina conservó a lo largo de su vida una enorme cantidad de cartas, cuartillas, sobres, papeles y revistas consciente del interés de su existencia. El hecho de que fuera tan cuidadosa y metódica ha supuesto una gran ventaja. Sus álbumes de recortes, con cientos de noticias en prensa, han resultado esenciales para reconstruir su actividad como poeta, cantante y actriz a lo largo de todo el siglo XX. Como si Josefina fuera consciente de que su vida debía ser contada.
«No quiero mirar la orilla, / no quiero mirar el mar, / que me voy quedando sola»
Seguí por la calle Cano para llegar a la plaza de San Bernardo «con sus laureles viejos» y su suelo adoquinado. Quería ver la casa en la que nació la artista. Está en una esquina con la calle Viera y Clavijo. Una placa recuerda que allí vivió Claudio de la Torre. Nada más. No queda ni rastro de las casas terreras ni de las aceras empolvadas de su infancia, como tampoco existe ya su casa en la playa de Las Canteras. No hay memoria más quebradiza que la de las ciudades. Bajé por la calle del General Bravo. Dejé atrás la Plaza de San Francisco y el Gabinete Literario hasta desembocar en la plaza de Santa Ana. Ahí está la catedral en la que su tatarabuelo, Cristóbal José, fue nombrado organista mayor. Me senté a contemplarla con la misma devoción con que la observan las esculturas de los perros que el artista francés Alfred Jacquemar erigió frente a ella en 1895. Esa noche, mientras intentaba dormir, seguían resonando en mi mente sus versos: «El murmullo de la playa / entra a oscuras / por la ventana cerrada, / […] Y se llena la estancia / de olor de arena húmeda, / de mar y de luna blanca».
Este fue solo el primero de muchos viajes para trazar la biografía de Josefina de la Torre. Durante siete años visité Las Palmas de Gran Canaria para bucear en el FJT. Acudí a las Bibliotecas Nacional de España y Francia, a la Fundación Juan March, a la Filmoteca Nacional, al archivo de Radio Televisión Española, al Archivo General de la Administración y al Archivo Histórico Provincial de Las Palmas, además de otras hemerotecas, archivos y bibliotecas para reconstruir sus diversas carreras artísticas. Poco a poco las piezas que configuraban sus múltiples vidas se iban uniendo.
La artista falleció en julio de 2002. No pude conocerla. Pero hablé con algunas de las personas que sí lo hicieron. El poeta Carlos Reyes, que viajó desde Estados Unidos para reivindicar su poesía en abril del año 2000. La periodista Alicia Mederos, que la trató en sus últimos años. Sus sobrinas Paloma de la Nuez, Claudia Hernández, Rocío Carande y Selena Millares. Selena se convirtió en una aliada fundamental para esta investigación. Gracias a ella pude consultar los diarios íntimos que Josefina escribió a lo largo de su vida. La artista se los dejó a su sobrina Elisa y desde entonces permanecen bajo custodia familiar. Los doce cuadernos pertenecen a distintas épocas, ya que Josefina no fue constante en su escritura, pero los numeró para ordenarlos. Su lectura me ha permitido reconstruir algunos de los episodios menos documentados de su vida, como su subsistencia durante la Guerra Civil en Las Palmas de Gran Canaria o su primer matrimonio con el pianista Braulio Pérez Hernández. También fueron fundamentales los tres apuntes de memorias que la actriz escribió para dar cuenta de hechos destacados en su vida: su primer viaje a Madrid en 1924, su experiencia como dobladora en Joinville en 1934 y unas memorias de madurez tituladas Lo que todas callan (Memorias de una mujer). Otro documento crucial fueron las cartas que Juan Chabás, su primer gran amor, le envió entre 1924 y 1931 y que Josefina conservó toda su vida. En septiembre de 2021, visité a Elisa de la Nuez y a su hijo Pablo para recoger los últimos papeles, cuadernos y documentos de Josefina que habían aparecido en un cajón en su casa en Sevilla. Allí se encontraba el epistolario con su segundo marido, Ramón Corroto, y una serie de pequeñas agendas en las que la artista apuntaba gastos y hechos cotidianos. Nunca dejó de coleccionar recuerdos. Llegó incluso a mecanografiar los pasajes de amor de las cartas que le envió Corroto y a guardarlos en un archivador en el que dejó una pista para los futuros lectores: «En estas copias está recogido solo el amor, pero en sus cartas está toda su vida artística que es muy interesante».
También fueron fundamentales los tres apuntes de memorias que la actriz escribió para dar cuenta de hechos destacados en su vida: su primer viaje a Madrid en 1924, su experiencia como dobladora en Joinville en 1934 y unas memorias de madurez tituladas Lo que todas callan (Memorias de una mujer)
Sostiene Manuel Alberca que conocer la vida de un escritor o escritora ayuda a comprender mejor su obra, al mismo tiempo que estudiar la obra y su evolución sirven para entender cómo esta fue conformando su vida y acompasándose a ella. En el caso de Josefina de la Torre vida y obra están íntimamente unidas. «Las personas de mis libros son las de mi vida», escribió Marguerite Duras, pero bien lo podría haber hecho la propia Josefina, que hizo de su producción literaria un retablo de vivencias. Conocer ciertos detalles o episodios de su existencia descubren, sin agotarlas, nuevas lecturas. De la Torre practicó una escritura autobiográfica y basó las tramas de varias de sus novelas en su experiencia: muchos de sus personajes y protagonistas están inspirados en ella misma o en hombres y mujeres que se cruzaron en su camino. Esta escritura, secreta, oculta entre los pliegues de la ficción, le permitía indagar en su intimidad, reescribir su existencia y lidiar con el dolor que le provocaba no haberse casado joven, no llegar a ser una gran estrella y, sobre todo, no haber sido madre.
La biografía de Josefina de la Torre no solo nos lleva a conocer e interpretar su obra, sino que también es un valioso testimonio sobre la experiencia de las mujeres en el siglo XX en nuestro país. Sobre los derechos conseguidos durante las primeras tres décadas y sobre la vuelta al ámbito privado tras la guerra con las libertades cercenadas. De cómo una joven con una prometedora carrera como poeta, cantante y actriz tuvo que esperar años hasta que su familia la dejó trabajar; de cómo tuvo que acatar y someterse a la ideología dominante y adaptarse para poder mantenerse en el Madrid del hambre y la miseria desempeñando los más diversos oficios. Anna Caballé defiende que, descubriendo estas vidas, se ponen de manifiesto experiencias que han sido ignoradas durante años y que permiten reescribir la historia de España de una forma más integradora. Por eso, la biografía es una escritura necesaria. Pero reconstruir una vida es una actividad muy compleja: hay que ser fiel a lo real y comprometerse con la verdad; desgranar las experiencias y el interés de una existencia que es única y múltiple al mismo tiempo; separar lo morboso de lo anecdótico; revelar los pequeños detalles que caracterizan una personalidad y tomar distancia para no caer ni en la hagiografía ni en la caricatura. Comparto la opinión de Lytton Strachey de que el hacer del biógrafo es el más delicado y el más humano del arte literario.
De cómo una joven con una prometedora carrera como poeta, cantante y actriz tuvo que esperar años hasta que su familia la dejó trabajar
Me he adentrado en su obra para desentrañar los procesos de creación y mostrar aquellos hechos biográficos que motivaron ciertos poemas, personajes o tramas. Isabel Burdiel propone que la distinción entre vida y obra, entre lo que se hace y lo que se escribe, no es pertinente a menos que creamos que la obra no forma parte de la vida, que no es vida en sentido estricto. Para ello he caminado tras las pistas que la artista conservó de su existencia. He buscado su nombre en índices, catálogos, archivos y hemerotecas. La he recordado con aquellos que la conocieron y he interpretado todos los papeles que desempeñó para asomarme a la complejidad de su existencia.
Antes de terminar el último viaje por su isla, contemplo de nuevo el mar de su infancia en la escondida playa de La Laja en Las Palmas de Gran Canaria. Siento alivio ahora cuando esta investigación, que comenzó hace ya varios años, adquiere forma de libro. En el frío húmedo de la tarde encuentro cierto un verso suyo: «Yo sé que tú no estás sumergida en la sombra».
Fragmento de ‘Josefina de la Torre. Una biografía’
de Marina Patrón Sánchez
(Editorial Renacimiento)