En el territorio de Aponte, en los Andes colombianos, viven cuatro mil indígenas ingas. A finales de los 80 abandonaron su agricultura, plantaron inmensos campos de amapolas para heroína y ganaron mucho dinero. A cambio pagaron un impuesto en sangre: el despliegue del narcotráfico, la ocupación de las guerrillas, los ataques paramilitares y las invasiones del Ejército dejaron unos 120 muertos en pocos años. En 2003, jóvenes ingas constituyeron el primer gobierno autónomo del territorio y se reivindicaron como wasikamas (guardianes de la tierra). Lanzaron un comunicado: nosotros somos la autoridad, vamos a erradicar las amapolas, los grupos armados deben marcharse antes de ocho días.
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La primera apuesta para sustituir la amapola fue la arveja (el guisante): los campesinos de Aponte mandaban todas las semanas quince o veinte camionaos a Bogotá. También produjeron aguacates, granadillos, bananos. Recuperaron las chagras, porque muchas familias campesinas habían plantado amapolas hasta el último centímetro de sus tierras y necesitaban comprar papas, cebollas, tomates y verduras del exterior. Consiguieron ayudas públicas para montar la piscifactoría y empezaron a vender una tonelada mensual de trucha; solo una, y no diez, como esperaban, porque tenían que sacar las cargas a lomos de caballo por una trocha de nueve kilómetros. Al cabo de unos años llegó la bonanza del café, cuando los encargados de la cooperativa cafetera del departamento de Nariño descubrieron que la pequeña producción de este remoto territorio indígena daba una calidad extraordinaria. Empezaron a venderlo a clientes coreanos y estadounidenses, los precios subieron y el paisaje de Aponte se transformó otra vez hasta su aspecto actual: laderas y más laderas cubiertas de cafetales.
Al cabo de unos años llegó la bonanza del café, cuando los encargados de la cooperativa cafetera del departamento de Nariño descubrieron que la pequeña producción de este remoto territorio indígena daba una calidad extraordinaria.
En una ladera que cae en picado hacia el río, entre los arbolitos del café se mueve con agilidad una mujer menuda de 70 años, rasgos suaves y gestos amables, de media melena negra, rostro de color café y ojos de miel, vestida con sombrero de paja, blusa blanca de punto, pantalones marrones anchos y botas de goma. Es doña Encarnación Janamejoy. Cultiva café y fruta porque así completa la pensión y porque el trabajo con la tierra, en estas lomas tibias de los Andes, bañadas de luces, trinos y aguaceros, la llena de alegría y sobre todo de paz, un bien escaso en su vida. Cuando era niña, en Aponte no se podía terminar ni la educación primaria. Pero ella tenía tantas ganas de ser maestra que a partir de los 9 años se iba caminando con su papá seis horas, siete horas, ocho horas, hasta el Putumayo. Allá, en el pueblo de Colón, se alojaba en una residencia de monjas, estudiaba y solo regresaba a casa en vacaciones. Terminó sus estudios y trabajó muchos años como profesora en las escuelas del Putumayo y luego, rozando los 40 años, de vuelta en Aponte. Tenía 53 cuando el gobernador Hernando Chindoy, en 2007, le propuso convertirse en rectora del colegio.
—Él quería que nuestras instituciones fueran lideradas por personas comprometidas con la cultura inga. Fuimos formando profesores y profesoras que hablaran inga para la guardería, luego para la educación primaria, para la secundaria. Reforzamos una formación agropecuaria adaptada a nuestro entorno, para que los jóvenes pudieran desarrollar aquí sus proyectos de vida. Decidimos que el vestido tradicional sería el uniforme de nuestra escuela, y muchos muchachos no querían, se avergonzaban, era una cosa de indios, de la que se burlaba la gente de fuera del resguardo, pero hemos ido recuperando un poco de orgullo por nuestra cultura.
Cultiva café y fruta porque así completa la pensión y porque el trabajo con la tierra, en estas lomas tibias de los Andes, bañadas de luces, trinos y aguaceros, la llena de alegría y sobre todo de paz, un bien escaso en su vida.
Janamejoy sufría con la deserción escolar: los niños se iban, desde muy chiquitos, a raspar la amapola. Los adolescentes manejaban dinero fácil, drogas, armas, y en la escuela tensaban el ambiente hasta que parecía a punto de estallar. No había otra autoridad, otro respeto que el que imponían las guerrillas con sus controles y represalias.
Decidimos que el vestido tradicional sería el uniforme de nuestra escuela, y muchos muchachos no querían, se avergonzaban, era una cosa de indios, de la que se burlaba la gente de fuera del resguardo, pero hemos ido recuperando un poco de orgullo por nuestra cultura.
—Usted ya sabe que nos mataron a una profesora, ¿verdad?
Además de rectora, Encarnación Janamejoy fue secretaria del cabildo y luego gobernadora encargada del resguardo entre 2008 y 2014: ninguna mujer había ocupado nunca un puesto tan alto entre los ingas de Aponte. Aquel gobierno de Chindoy se empeñó en incorporar a jóvenes y a mujeres.
—Antes en el cabildo todo eran hombres, las mujeres solo estaban como secretarias para prepararles la chicha y cocinarles el mote —se ríe—. Ahora tenemos a muchas preparadas en muchos ámbitos.
En la sede del cabildo me recibe Lourdes Jansasoy, secretaria de justicia, para explicarme la recuperación del sistema legal inga: lo recogieron de la tradición oral de los ancianos y lo pusieron por escrito. No hablan de castigos sino de armonización: al culpable de un delito lo mandan a hacer trabajos comunitarios o lo encierran en un local que no llaman calabozo sino centro de reflexión, donde toma ayahuasca con un guía que lo acompaña para repensar su comportamiento, alcanzar el equilibro y emprender el camino correcto. No hablan de castigos pero la justicia inga incluye fuetazos (azotes), exclusiones de la vida social y exilios. Y en los casos más graves, tienen acuerdos con el Estado para enviar a los condenados a la cárcel de Popayán, a doscientos kilómetros.
Fernanda Villota, la secretaria del cabildo, también pertenece a esa generación de jóvenes que consiguieron becas, estudiaron fuera y lo importante es que decidieron volver, porque veían oportunidades de ganarse la vida en su pueblo. Villota estudió en Pasto desde los 18 años hasta los 25: primero el bachillerato y luego la carrera de Tecnología de Producción Agropecuaria Ecológica.
Al culpable de un delito lo mandan a hacer trabajos comunitarios o lo encierran en un local que no llaman calabozo sino centro de reflexión, donde toma ayahuasca con un guía que lo acompaña para repensar su comportamiento.
—Ahora estudio Zootecnia, porque me gustaría montar una granja con cerdos, pollos, algo de ganado. Siento que tengo que trabajar aquí. Mi comunidad me ayudó y yo ahora tengo la formación para devolver esa ayuda, por eso trabajo también como secretaria del cabildo.
Uno de los empeños de Villota consiste en recuperar las antiguas rutas de trashumancia que empleaban los ingas entre las montañas de Nariño y las del Putumayo.
—Los grupos armados controlaron esas rutas durante muchos años. Lo bueno es que las cuidaron, hicieron caminos empalizados, con listones de madera en el suelo, para moverse más fácil con los caballos cargados. Ahora lo aprovechamos nosotros para mover el ganado. Y para contactar otra vez con nuestros hermanos ingas del valle de Sibundoy, donde nace el río Putumayo, porque nos quedamos separados.
Villota me lleva caminando hasta la parte baja del pueblo, al edificio de ladrillo que es sede de la Institución Prestadora de Salud (IPS), el centro médico que los ingas pusieron en marcha en 2011. Y me presenta a la gerente Kelly Tatiana Granda, una mujer de 30 años y seriedad administrativa, rostro ovalado, larga melena negra que le cae por los hombros descubiertos, vestida con atuendo indígena: blusa blanca, falda marrón, pendientes, collar y cinturón de chaquiras multicolores. Estudió en la universidad de Pasto: farmacia y enfermería. En su despacho me explica que en el IPS trabajan más de veinte personas y ofrecen consulta general, enfermería, odontología, psicología y medicina tradicional con plantas. Cerca queda la maloca, el recinto para las ceremonias comunitarias del yagé.
—Muchas personas lo tomamos cuando tenemos algún síntoma, para equilibrar la salud física y mental… La gente de nuestra generación nos quedamos con secuelas de la niñez, con miedos, inseguridad, porque muchas veces nos encerrábamos en casa con nuestros papás días enteros, porque de pronto empezaban los tiroteos, porque llegaban grupos armados a robar, hombres con pasamontañas que sacaban a la gente de las casas para asesinarla, todo ese estrés no lo terminamos de limpiar. Las tomas de yagé y las ceremonias con la comunidad nos hacen mucho bien.
«La gente de nuestra generación nos quedamos con secuelas de la niñez, con miedos, inseguridad, porque muchas veces nos encerrábamos en casa con nuestros papás días enteros, porque de pronto empezaban los tiroteos, porque llegaban grupos armados a robar».
Le pregunto a Freddy Janamejoy Mavisoy, orientador escolar de 43 años, por las dificultades de los jóvenes de Aponte. Dice que muchos crecieron en familias destrozadas por la violencia, arrastran ansiedades, depresiones, trastornos nerviosos, conductas conflictivas, bajo rendimiento escolar, y el movimiento de tierras de 2015 agravó la situación: tras la destrucción de tantos edificios, muchos adolescentes estudian hacinados en las aulas y viven hacinados en las casas. Les faltan espacios propios para respirar, para concentrarse, para hablar en confianza. Reaccionan con ira o con apatía, se atascan con los estudios y se les achatan las perspectivas. Pero Freddy Janamejoy encuentra razones para el optimismo: cada vez más jóvenes ingas salen a estudiar carreras universitarias y técnicas, y la mayoría regresa con la ilusión de emprender sus proyectos en Aponte.
—Estos jóvenes han crecido en una época en la que hemos revitalizado nuestra comunidad, ahora cuidamos el territorio, la salud, la alimentación, la cultura, seguimos los principios de vida ingas, el buen vivir, y ellos quieren participar, quieren fortalecer el territorio. Los jóvenes regresan por una razón: porque acá tenemos un sueño colectivo.
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Cada vez que Colombia da un paso hacia la paz, grupos armados responden con oleadas de sangre para afianzar su poder. En 2011 se aprobó una ley para reparar a las víctimas del conflicto y devolver las tierras a las personas desplazadas por la violencia, una iniciativa que chocaba contra los intereses de terratenientes usurpadores de enormes extensiones, explotadores ilegales de bosques, minas y demás recursos naturales, narcotraficantes… Ese mismo año se recrudecieron los ataques: sicarios asesinaron a 45 líderes sociales, incluidos 19 indígenas, que reclamaban los derechos de sus comunidades víctimas de la violencia y el expolio.
—Íbamos a la Policía a denunciar y a pedir protección —dice Hernando Chindoy—. Y luego nos enteramos de que al comandante lo estaban investigando porque colaboraba con los paramilitares.
A las seis de la tarde del 25 de diciembre de 2011, con las últimas luces del día, Hernando Chindoy charlaba en la calle con el gobernador suplente, el que le sustituía en el cargo cuando él estaba fuera del territorio. Dos jóvenes desconocidos se le acercaron caminando rápido, se echaron la mano a la cintura, a Chindoy se le encendieron las alarmas y en cuanto vio asomar las pistolas entró corriendo a la casa del gobernador suplente, oyó un disparo, corrió por el pasillo, otro disparo, entró en una habitación del fondo, salió por la parte trasera de la casa, otro disparo, y corrió por el monte hasta sentirse a salvo. Los vecinos, que en esa época también tenían las alertas siempre encendidas, salieron rápido de sus casas, formaron un grupo y se lanzaron a por los agresores que ya huían en otra dirección monte arriba. Los persiguieron hasta bien entrada la noche pero no dieron con ellos.
Ese mismo año se recrudecieron los ataques: sicarios asesinaron a 45 líderes sociales, incluidos 19 indígenas, que reclamaban los derechos de sus comunidades víctimas de la violencia y el expolio
—Seguro tenían identificado por dónde tenían que correr, cuáles eran las salidas para no encontrarse con nadie, lo tenían bien preparado —dice Chindoy—. Ellos tenían gente informante dentro de la comunidad.
—¿Quién eran ellos?
—Eso lo dirá la sentencia. Sabemos quiénes andaban por ahí en esa época, quiénes pudieron ordenar el atentado, pero es mejor que lo diga la sentencia. Pero bueno, eran sicarios. Dos sicarios de bandas criminales que andaban molestando la vida de la gente en el pueblo. Nosotros como autoridades habíamos denunciado a algunos de ellos, habíamos ayudado en las identificaciones y en las investigaciones de la Fiscalía, y por eso mandaron matarme. Ya me lo habían dicho muy claro muchas veces por teléfono, con amenazas anónimas: que me iban a dar la vuelta como sea.
También fueron dos sicarios los que seis días más tarde, el 31 de diciembre de 2011, mataron a tiros a Jaime Alberto Chatasar, alcalde de la comunidad indígena pasto de Guachavés, también en el departamento de Nariño.
Dice Chindoy que él vivía confiado. La comunidad conocía las amenazas y lo protegía, lo acompañaba. Ya lo habían salvado unos meses antes: un grupo de paramilitares lo sacó de la casa del cabildo indígena para llevárselo y asesinarlo en algún barranco, pero los vecinos se pasaron la alerta a gritos, llegaron por docenas corriendo desde todas partes del pueblo con hachas y machetes, rodearon a los paramilitares y no los dejaron marchar hasta que liberaron a Chindoy.
—Con el atentado de los sicarios ya me quebré. Me dispararon, sobreviví de milagro, y sentí que había llegado a mi tope.
Chindoy salió de su pueblo con la ayuda de un programa estatal de protección de líderes sociales amenazados, y se instaló en otras regiones de Colombia.
—Pero yo ya no puedo estar seguro en ninguna parte. Hay sicarios que asesinan en nuestros territorios indígenas y al cabo de unos meses los detienen por ejemplo en Cota, aquí muy cerca de Bogotá. Se mueven por todo el país. Cuando a uno han intentado matarlo, ya no puede estar seguro nunca más, ni aunque a algunos sicarios los metan en la cárcel, porque al salir se pueden vengar, o compañeros suyos se pueden vengar, ellos siempre van a esperar la oportunidad. Yo nunca voy a recibir un documento de ellos que declare que ya me perdonaron, ¿no?
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Nos sirven una sopa de carne y yuca. La madre se queda en un rincón de la cocina en penumbra y llora en silencio, el padre se planta en mitad de la estancia aguantándose las lágrimas y dice que es una injusticia que su hijo Hernando no pueda vivir en el pueblo, que llevan cinco o seis años sin verlo, que hace unos meses él vino hasta la ciudad de Pasto, a solo ochenta kilómetros, solo cinco horas de camioneta, y que ellos querían ir pero que no consiguieron reunir la plata suficiente para el pasaje, que si viene al pueblo hay algunos esperándolo y le quemarán el carro, que si yo hablo con él por favor le diga que su papá y su mamá tienen muchas ganas de verlo, y rompe a llorar. Los padres de Hernando Chindoy son campesinos ancianos, cansados, dos rostros de cuero con surcos profundos. Viven en una casita arriba en la montaña, a la que se llega por una trocha empinada, y tienen una panorámica espectacular del atardecer que tiñe de naranja el pueblo de Aponte, donde falta su hijo.
Que llevan cinco o seis años sin verlo (…) que si viene al pueblo hay algunos esperándolo y le quemarán el carro, que si yo hablo con él por favor le diga que su papá y su mamá tienen muchas ganas de verlo.
Luis Alberto, el hermano pequeño, me acompaña de vuelta al pueblo por el sendero de tierra. Aquí tan cerca del ecuador, el sol cae en picado y la oscuridad nos lame los talones cuando llegamos al pueblo. Recorremos una calle flanqueada por ruinas y vacíos: es la zona más afectada por la grieta que se abrió en 2015.
—Aquí estaba la casa con la bomba de gasolina —dice Luis Alberto, señalando una ausencia—. Una noche vinieron los paramilitares y sacaron al propietario. Lo acusaban de colaborar con los guerrilleros, porque les servía gasolina.
Luego señala unas paredes en ruinas en el otro lado de la calle.
—Esa era nuestra casa. Nos despertamos de madrugada con el alboroto, oímos gritos, sentimos gente moviéndose fuera. Nos asomamos a la ventana y vimos a un montón de hombres armados con ropa de camuflaje y pasamontañas. Gritaban que no saliéramos de casa. Toda la noche anduvieron de un lado para otro. A las cinco de la mañana oímos unos gritos de puro terror, de mucha angustia, y luego gente llorando fuerte. Habían disparado al señor de la gasolina.
Llegamos a la iglesia, una sencilla nave blanca con una fachada que se va estrechando a lo alto hasta el campanario. La reconstruyeron tras los movimientos de tierras de 2015. Luis Alberto señala una losa exacta en el suelo, en la esquina de la fachada.
—Ahí le dispararon al señor y ahí lo dejaron. No permitieron que nadie se le acercara en tres horas. Se llamaba Segundo Armero.
Donde yo solo veo huecos oscuros entre paredes medio derruidas, Luis Alberto revive escenarios del horror. Yo no veo, pero él sí, la antigua casita a la que llegó arrastrándose un combatiente tras un tiroteo entre dos grupos paramilitares. El hombre entró hasta el patio, allí se derrumbó y murió desangrado. A los habitantes de la casa les daba pánico que los rivales de aquel hombre, fueran quienes fueran, pensaran que le habían dado refugio, así que salieron corriendo.
—Y ahí —señala otro hueco— estaba la casa donde atentaron los sicarios contra Hernando.
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—Nuestros abuelos ubicaron el pueblo en esa zona porque era un plano entre montañas —me dice Hernando Chindoy en el bar de Bogotá—, pero justo por aquí pasa la falla del Romeral, que viene desde Ecuador y atraviesa toda Colombia, y en 2015 se activó. Es bien curioso, ¿no? Se agrietó el centro del casco urbano, justo la parte donde los grupos armados mataron a tanta gente, el suelo se hundió justo en esas calles, como si la tierra necesitara tragarse toda esa sangre y lavarse.
Fue un movimiento de tierras lento. Los vecinos descubrieron grietas en las paredes, vieron que poco a poco iban creciendo, notaron que algunos muros perdían apoyo y se torcían, y se marcharon antes de que las casas se cayeran. Una franja de tierra se hundió centímetro a centímetro durante cuatro años, hasta abrir una hondonada de cinco o seis metros de profundidad y un kilómetro de largo. Desde entonces, dicen los geólogos, el movimiento sigue pero de manera casi imperceptible. No hubo muertos, no hubo heridos, pero se quebraron las casas de cuatrocientas familias, la iglesia, el cabildo, la escuela de primaria, el acueducto y el alcantarillado. Ahora los alumnos se apelotonan en la escuela que antes era solo para los de secundaria, cuelgan cortinas del techo para dividir las aulas en dos. Levantaron albergues provisionales para acoger a muchas personas que siguen allí varadas después de nueve años. Los técnicos ya escogieron un terreno más firme en el que se levantarán las casas, un poco más abajo del pueblo actual. Ya dibujaron los planos. Pero no ha llegado ni un peso para empezar a construirlo.
No hubo muertos, no hubo heridos, pero se quebraron las casas de cuatrocientas familias, la iglesia, el cabildo, la escuela de primaria, el acueducto y el alcantarillado.
—Nosotros intentamos levantarnos de nuevo pero el Estado nos ignora.
Al Estado le conviene que las comunidades indígenas sean fuertes. «Los narcotraficantes identifican las comunidades indígenas más vulnerables, se infiltran en su tejido social, controlan esos territorios y se esconden allí», explicó Guillermo García, jefe de Desarrollo Alternativo de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), en declaraciones a La Silla Vacía. «Los cultivos ilícitos no se asientan en las comunidades fuertes, en las que han desarrollado una economía sana». Colombia es el mayor productor mundial de cocaína y las cifras crecen a toda velocidad: si en 2012 se cultivaban 48.000 hectáreas de coca, en 2022 alcanzaron las 230.000 (que dan para producir unas 1.738 toneladas de cocaína). El departamento de Nariño, al que pertenece Aponte, es precisamente uno de los mayores productores. Y los cultivos se concentran de manera extraordinaria en los resguardos indígenas y afros, donde las fuerzas estatales tienen un acceso muy limitado. «Si las comunidades indígenas no tienen otros recursos, ninguna política antidrogas funcionará: volverán a la coca y la amapola».
—Las bandas criminales nos han seguido presionando todos estos años —dice Chindoy—, nos amenazan, nos atacan, pero nadie ha vuelto a la amapola. Ese es nuestro mayor orgullo como comunidad. Nos hemos empoderado, esa resistencia ya es parte de nuestra vida.
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En 2016 el Gobierno colombiano y las FARC firmaron un acuerdo de paz que, entre otros puntos, incluía una reforma rural y la erradicación de los cultivos de coca y amapola. Las FARC se retiraron de muchos territorios a los que no llegó el Estado, de modo que el vacío lo ocuparon las bandas criminales al servicio de narcotraficantes, terratenientes, explotadores de recursos naturales. Durante su avance, entre 2016 y 2019 asesinaron a seiscientos líderes sociales, según datos de la plataforma Somos Defensores. Las víctimas eran reclamantes de tierras, impulsores de la sustitución de cultivos ilícitos, autoridades de resguardos indígenas, defensores de espacios naturales protegidos, luchadores por los derechos humanos. Quienes ordenaron sus asesinatos no tenían mucho problema para encontrar ejecutores: en un país que empezaba a desmovilizarse tras un conflicto de seis décadas, miles de antiguos guerrilleros y paramilitares ofrecían sus servicios al mejor postor. «Me sorprendió saber que por cien dólares podías contratar a un asesino a sueldo», declaró Michel Forst, relator especial de las Naciones Unidas para la defensa de los derechos humanos, tras su visita a Colombia en 2018. En su informe, Forst afirmó que el 95% de los asesinatos de líderes sociales queda impune.
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El taita don Querubín Janamejoy me muestra el documento que lo acredita como «enlace étnico», es decir, representante de los ingas ante la Unidad para las Víctimas y para la Reparación Colectiva del Pueblo Inga de Aponte. Asesora a las víctimas de los atentados, los asaltos y los saqueos perpetrados durante años por los diversos grupos armados. Ahora trabaja con las personas que huyeron de la violencia y quieren recuperar sus tierras expoliadas. Presentan sus casos ante las autoridades del Estado colombiano, reclaman devoluciones, señalan a los agresores.
Y los agresores responden.
—Por suerte estábamos toda la familia en el piso de abajo —recuerda Janamejoy—, porque la bomba pegó en el piso de arriba y lo voló enterito. Nos cayeron escombros pero no nos pasó nada grave. Ahí ya la UNP me sacó del territorio.
La Unidad Nacional de Protección (UNP), encargada de velar por las personas amenazadas, le buscó un alojamiento discreto en la ciudad de Pasto y allí pasó varios meses. Volvía a Aponte cada dos o tres semanas para asistir a las reuniones de las autoridades o dirigir las ceremonias del yagé. Cuando por fin volvió al pueblo de manera permanente, le asignaron guardaespaldas.
—Los entraba como obreros, para camuflarlos. Yo les decía: ustedes vayan recogiendo plátano, para que la guerrilla no se dé cuenta. Al final me tocaba a mí cuidar de los guardaespaldas para que no los mataran, les daba remedio, una buena armonización, que es lo único que le protege a uno. Yo tomaba el remedio, veía lo que iba a ocurrir y avisaba a los guardaespaldas: «Cuídese, que usted mañana termina en la caja».
El consumo colectivo de ayahuasca también era una forma comunitaria de aclarar algunos atentados.
—Las organizaciones mandaban a los pelaos a que nos atacaran. Nosotros a veces sabíamos quiénes eran esos pelaos, a veces eran de aquí, y los llamábamos a las ceremonias del yagé. Toda la comunidad tomaba el remedio, entonces les decíamos que delante de todos explicaran qué organización los había mandado, qué habían hecho, y ellos lo contaban. A mí me dijeron: nosotros lo esperamos en tal parte, en la carretera, cuando usted pasó con la moto le echamos tiro y no le pegamos, le teníamos miedo porque si no le pegábamos creíamos que usted iba a acabar con nosotros, y por eso corriendo nos escapamos. Entonces me pedían perdón a mí y a la comunidad, que lo habían hecho por la plata, que necesitaban para la droga, que ya nunca más lo iban a hacer. Uno pues los perdonaba. Cuando uno es espiritual, deja el problema en manos del Señor. Y esos pelaos pues lo iban pagando: unos se jueron del territorio y no volvieron; otros cayeron en la cárcel y pagaron tres años, cinco, ocho, diez; a otros los mataron, porque entre ellos se mataban, salían de la cárcel y se hacían ajustes de cuentas. Tantas cosas que hicieron las acabaron pagando. Trabajaron duro por aquí. Uno se llamaba Aníbal, otro el Ratón, el de los paras cómo se llamaba… Ismael… Todos esos murieron. La mayoría ya no existen.
«Toda la comunidad tomaba el remedio, entonces les decíamos que delante de todos explicaran qué organización los había mandado, qué habían hecho, y ellos lo contaban».
En 2019 Janamejoy se construyó una casa en otra comarca del departamento de Nariño, a varias horas de Aponte, para refugiarse de los agresores. Al cabo de pocos meses, unos hombres asaltaron la casa, y como no encontraron a Janamejoy, golpearon a su nuera hasta dejarla en coma. La nuera se recuperó, pero la familia siguió viviendo entre huidas y escondidas. Se marchaban unas semanas a Pasto, volvían a Aponte y se encontraban pasquines amenazantes que les habían deslizado bajo la puerta, se iban una temporada al Putumayo… Cada vez que volvía al pueblo, Janamejoy se jugaba el pellejo.
—En diciembre de 2022 estábamos en Aponte, eran fiestas, con mucha música y cohetes y todo. Entonces vinieron a zumbarme también. No sé qué jue, si jue una granada, una bomba, no sé que tiraron contra la casa, pero sonó durísimo. Yo no le paré bolas, me dio ganas de ir a ver allá abajo y encontré unas esquirlas, vi todo el rastro de la bomba en el sitio donde habían tirado. Eso no sé quién jue. Grupos que no quieren que sigamos trabajando por la comunidad, quieren dominarla ellos para volver a sus negocios de antes.
Janamejoy recibe amenazas frecuentes por teléfono y por escrito. Unas cuantas personas del pueblo se ocupan de su seguridad y le avisan cada vez que algún extraño llega a El Tablón de Gómez, la cabecera municipal, a una docena de kilómetros por una pista de tierra.
—Y como uno maneja la espiritualidad, a veces ve los atentados. Una noche tomé mi vaso de remedio con otro taita, me purgué, me limpié, y a la una de la madrugada miré lo que iba a pasar. Se lo dije al taita: tengo una reunión a las nueve de la mañana en la alcaldía de El Tablón y voy a tener un problema, ayúdeme. Me limpiaron, me dieron protección espiritual, y por la mañana me jui a la reunión con un muchacho que manejaba la moto. Terminé a las dos de la tarde y le dije al muchacho: m’hijo, hay ojos que nos están viendo, damos la vuelta y salimos por otro lado para despistarlos. Pasamos por arriba del pueblo y de pronto, ¡ta!, ¡ta!, ¡ta!, los tiros sonaron, digo acelere, muchacho, acelere, y yo veía los tiros pasar, como chispas pasaban. Más acacito nos plantamos, llamamos a la Policía y en la zona de donde venían los tiros encontraron uniformes, armas, todo lo que tenían allá preparado. Otra vez iba con mi mujer en la moto y nos dispararon un montón de tiros, por todas partes nos pasaban las balas y mi ruana humeando estaba, con puro olor a pólvora, aquella jue terrible, pero jue que la noche anterior yo también había tomado el remedio con los taitas y tenía la protección.
«Pasamos por arriba del pueblo y de pronto, ¡ta!, ¡ta!, ¡ta!, los tiros sonaron, digo acelere, muchacho, acelere, y yo veía los tiros pasar, como chispas pasaban».
A principios de marzo de 2024, agentes de la Policía Judicial rodearon una casa de Aponte, levantaron el suelo y sacaron armas, explosivos y dinero.
—Eso jue alguno que cayó en la cárcel y que confesó dónde dejaban las armas, así consiguen reducción de pena. La señora que vivía en esa casa no tenía ni para la sal, y resulta que vivía con toooda esa plata abajito de sus pies.
La noche del 19 de marzo de 2024, alguien deslizó bajo la puerta de Janamejoy una hoja arrancada de un cuaderno, con un texto escrito a lápiz.
«Lider indigena. De nuevo comiensa a seguir travajando en el cabildo y no lo queremos mirar mas por esos espasios. Porque lo bamos a lebantar a usted o a su Familia o de lo contrario ya tenemos uvicado por donde anda su Familia.
No lo queremos mirar mas en la reuniones. Porque usted es una espina para nosotros. Si uste no sale de su pueblo tendra muerte. Ya savemos que usted tiene una casa en Matituy y mas que facil darle muerte a su hijo. Por el momento chucho queda arbertido. Estos dias estaremos por el pueblo. Pirobo muerte. Ya queda arbertido».
El autor dibujó una calavera al pie del texto, con este remate:
«Cala bera muerte. Asi quedara su cuerpo».
—Yo sé que un día voy a morir —dice Janamejoy—, de eso no se escapa uno. Hay muchas personas que me quieren matar, pero mientras Dios quiera que yo siga vivo, no me voy a morir así me descuarticen.
***
El departamento de Nariño, al que pertenece Aponte, es uno de los mayores productores de coca y uno de los que sigue sufriendo la peor violencia: el ELN y varios grupos disidentes de las FARC combaten entre ellos, contra el Ejército y contra la población civil. En la cordillera, algunos pueblos viven bajo la autoridad de las guerrillas, con sus reglamentos, su aplicación de castigos, su control de la circulación, sus toques de queda, incluso con sus exigencias de certificados médicos a las personas que quieren entrar al territorio para demostrar que están libres de enfermedades de transmisión sexual. Según el Comité Internacional de la Cruz Roja, solo en 2023 más de veinte mil personas abandonaron sus pueblos en Nariño. Y aparte de los muertos en enfrentamientos directos, se registraron 55 muertos por bombas y minas, y 44 desaparecidos. Los grupos armados detuvieron autobuses públicos y los quemaron, asaltaron pueblos a tiros, secuestraron a policías y perpetraron todo tipo de crueldades. Carlos Pai Pai, indígena awá de 20 años, recolectaba bananos con su mujer y su suegra en un resguardo cuando se alejó para orinar. Se encontró con un grupo de guerrilleros que lo apresaron. La mujer y la suegra oyeron gritos, se acercaron corriendo y se encontraron con la escena: Pai Pai, que no hablaba español, suplicaba en lengua awapit que lo dejaran marchar, mientras los guerrilleros lo golpeaban, lo zarandeaban y se lo llevaban a rastras. El cadáver de Pai Pai apareció unos días después en la cuneta de una carretera con dieciséis tiros, desmembrado y decapitado.
***
En 2012, Hernando Chindoy dimitió como gobernador del resguardo de Aponte para salvar el pellejo. Tras unos años de retirada y descanso, en 2017 lo nombraron autoridad de la Atun Wasi Iuiai-Organización Nacional del Pueblo Inga de Colombia: era el presidente de los 28.000 ingas que se reparten por varias zonas de Nariño, Putumayo y Cauca. Su empeño principal fue la creación de una universidad indígena panamazónica: una institución que recoja el conocimiento ancestral sobre el territorio y lo combine con los avances técnicos y científicos. Consiguió apoyos de universidades colombianas, británicas y suizas para un plan que se irá desplegando durante quince años. Y ahora Chindoy pasa temporadas en Europa buscando colaboraciones para su proyecto Wasikamas («guardianes de la tierra»), con el que quiere establecer alianzas en varios continentes entre indígenas, campesinos y poblaciones marginales de grandes ciudades.
Su empeño principal fue la creación de una universidad indígena panamazónica: una institución que recoja el conocimiento ancestral sobre el territorio y lo combine con los avances técnicos y científicos.
—Los olvidados, los discriminados —dice Chindoy—. Pongo un ejemplo: la biodiversidad se ha preservado mucho mejor en las zonas donde viven pueblos indígenas, pero esas comunidades no participan en los organismos mundiales que toman las decisiones sobre el cuidado del planeta. Tenemos conocimientos y experiencias que serían muy útiles para la biodiversidad. No somos los salvadores del mundo, pero podemos contribuir, queremos tener voz en las instituciones de las Américas, en las Naciones Unidas…
En estos últimos veinte años los ingas de Aponte han frenado la explotación catastrófica de su territorio y han puesto en marcha una economía más justa, pacífica y sostenible. Según Chindoy, pudieron hacerlo porque armaron una comunidad fuerte, solidaria, con saberes antiguos y educación moderna para defender sus derechos en los nuevos contextos.
—Los bonos de carbono, por ejemplo.
Las empresas de muchos países tienen que compensar sus emisiones de dióxido de carbono, el gas que contribuye a calentar el planeta. Una de sus opciones consiste en pagar a las comunidades indígenas por el mantenimiento de los bosques y los páramos que retienen el dióxido de carbono (las empresas reciben a cambio rebajas en los impuestos). La preservación del ecosistema se convierte así en una fuente de ingresos directa, la venta de aire limpio mueve millones de dólares en todo el mundo. Y es materia para negocios turbios: en el propio departamento de Nariño se dio el caso del resguardo indígena de Cumbal, cuyos líderes habían vendido bonos de carbono a la petrolera estadounidense Chevron sin que sus habitantes se enteraran. En agosto de 2023 un juez suspendió el proyecto hasta aclarar adónde había ido el dinero.
«La preservación del ecosistema se convierte así en una fuente de ingresos directa, la venta de aire limpio mueve millones de dólares en todo el mundo. Y es materia para negocios turbios».
—Si no nos formamos para negociar bien, para conseguir acuerdos que beneficien a todos, nos van a entrar actores externos con capacidad para corromper, para traer violencia y dividir la comunidad —dice Chindoy—. Nosotros defendemos nuestra cultura ancestral pero no nos podemos dormir en el pasado, solo sobreviviremos si sabemos adaptarnos.
En Aponte algunos jóvenes ingas apuestan por cultivar café o criar ganado, pero otros se marchan. No ven oportunidades de prosperar en estas montañas remotas, mal comunicadas, y emigran a las ciudades, a Pasto, a Cali, a Bogotá, o se van a Ecuador para trabajar los hombres en la construcción y las mujeres en el servicio doméstico. También se marchan a los campos de coca y amapola en otras zonas de Nariño y Putumayo. Ahí ganan mucho más dinero. Y a veces se lo reprochan a sus mayores, al taita don Querubín Janamejoy.
—A mí algunos jóvenes me dicen: pero por qué ustedes abandonaron la amapola, con eso se ganaba harta plata, ahora estuviéramos bien… Y yo les digo: ustedes con la amapola estuvieran bien o seguramente no estuvieran, porque les hubieran matado al papá o a la mamá antes de nacer ustedes, o los hubieran matado a ustedes mismos como mataron a tantos. O yo mismo no estuviera acá para conversar con usted. Les digo: qué es más importante, los cultivos o la vida. Pero yo no sé si lo tienen claro, si empezarán de nuevo con la misma historia.
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A las cinco menos diez del 7 de marzo de 2024, tres bocinazos sacuden la madrugada de Aponte, tres bocinazos largos y graves como los de un buque, que se propagan por las calles dormidas hasta el fondo del valle. Llama tres veces el conductor de la chiva, del camión de colorines verdes, blancos y amarillos, ya preparado para transportar a cuarenta personas en su caja semiabierta de bancos corridos. Se van subiendo los penúltimos, todos con el traje tradicional: los hombres la cusma (la túnica negra sobre camisa blanca) y las mujeres la pacha (la blusa y la falda negras, ceñida con una faja, y collares multicolores). Viajarán cinco o seis horas por pistas de tierra hasta el municipio de San Pablo para acercarse al presidente Gustavo Petro y a la ministra de Agricultura Jhenifer Mojica, que al mediodía presentarán su programa de reforma agraria ante los campesinos de Nariño y Cauca, su intención de seguir devolviendo tierras a los desplazados y de fomentar la agricultura familiar con inversiones en medios técnicos y buenas carreteras.
Se van subiendo los penúltimos, todos con el traje tradicional: los hombres la cusma (la túnica negra sobre camisa blanca) y las mujeres la pacha (la blusa y la falda negras, ceñida con una faja, y collares multicolores).
—No tenemos una cita con el presidente, pero trataremos de acercarnos —dice Hernando Santacruz, el nuevo gobernador del resguardo inga de Aponte desde febrero de 2024. Es un hombre de pelo negro espeso, nariz afilada, labios finos y prietos, con un gesto de responsabilidad y tensión. Él querría hablarle de muchos asuntos al presidente Petro, querría contarle el proceso insólito que llevaron a cabo los ingas de Aponte—. Nosotros le cumplimos al Estado: expulsamos de manera pacífica a los grupos armados, eliminamos voluntariamente los cultivos de amapola y protegimos el 80% de nuestro territorio como reserva natural. Y por todo eso qué recibimos: amenazas y ataques. El Estado no cumple con nosotros. Se olvida de nosotros. Usted ya vio qué mal están las carreteras, cómo hay tantos derrumbes y tantos cortes, se nos cayeron las casas, los jóvenes están hacinados en la escuela, no llega ninguna ayuda para nada. A Petro le queremos pedir que empiecen con la reconstrucción del pueblo, porque tenemos el terreno, el proyecto, los planos, todo listo, pero no llega un peso y llevamos nueve años esperando.
El Estado aparece poco, los grupos armados siempre vuelan cerca.
—Ahora vienen y nos piden un porcentaje de todos los proyectos públicos. Las autoridades recibimos amenazas por teléfono, amenazas contra nosotros, nuestros hijos, nuestra familia. Muchas veces no hacemos nada, porque seguramente es un delincuente común que llama por teléfono, dice que es de tal guerrilla, póngame tanta plata tal día en tal sitio. Nosotros ya sabemos que el jefe guerrillero viene a visitarlo a uno a su propia casa, a cara descubierta, como con buenas maneras, y dice: negociemos. Si uno no acepta, pues luego vienen las amenazas. Pero nosotros somos autónomos desde hace veinte años y nunca nos doblegamos. Antes que a mí ya atacaron a otras autoridades, a Gentil Muñoz, a Querubín Janamejoy, a Hernando Chindoy, pero ya llevamos unos años sin ataques, ya recuperamos el control del territorio, y ahora no me voy a doblegar yo, ¿verdad?
Cuando le pregunto por sus preocupaciones principales como gobernador, me habla de la gestión del territorio. Muchas familias viven ahora del café, un producto con prestigio, pero teme que se convierta en otro monocultivo. En Bogotá le explicaron que algunos países como Estados Unidos o Suiza no comprarán café de zonas donde sea un monocultivo, para cuidar la diversidad. Y dice que en cualquier caso les conviene que haya otras agriculturas intercaladas entre los cafetales, que haya aguacate, granadillo, frutales, chagras, de todo, para no depender de un solo producto y para que nunca falte comida, como pasó en los tiempos de la amapola. También le preocupan los jóvenes: les tenemos que dar perspectivas, dice, les faltan oficios, posibilidades, ilusiones para implicarse en el territorio, a muchos les sobra tanto alcohol, tanta droga, tanta violencia. No sienten arraigo con la comunidad, se sueltan de todo y se quedan solos.
—Es importante tener una idea que nos una, y en Aponte la tenemos. Nosotros somos wasikamas: guardianes de la tierra.
En la imagen de cabecera, Encarnación Janamejoy