Lo que da valor al viaje es el miedo

Cada año se publican dos listas con los lugares más peligrosos para viajar. Una se refiere a los países; la otra, a la geografía.

Los viajeros responsables pueden consultar el Travel Risk Map con los países más inseguros para el turista: Nepal, Sri Lanka, Corea del Norte, Islas Solomon, Algeria, Marruecos, Eritrea, Mali, Irak, República Centroafricana, Sudán del Sur, Yemen, Afganistán, Libia, Somalia.

Los viajeros intrépidos pueden buscar lugares para la adrenalina: cuevas, playas con tiburones, cráteres ardientes, montañas, caminos sinuosos, cataratas, fosas submarinas, desiertos. En Etiopía está el lugar más caliente de la tierra, una depresión cubierta de lava permanente que arroja géiseres ardientes y nubes de azufre. En el norte de Inglaterra hay un jardín de flores venenosas que matan a cualquiera que las huela. Entre Kenia y Tanzania hay un lago rojo que mata con sus algas a todos sus peces excepto a uno y a los flamencos. En una isla de Brasil hay tantas serpientes que cubren cada centímetro de tierra. En Dominicana hay un lago hirviente y en Camerún, otro que expulsa tanto dióxido de carbono que todo a su alrededor muere. En Kamchatka hay un valle del que nadie puede salir, un festín para los carroñeros y un misterio para la humanidad.

Del otro lado está la eternidad

Un hombre decidió ser el primero en dar solo la vuelta al mundo en barco, uno cruzó América a caballo y otro, el océano con una tabla de windsurf; alguien se lanzó en dirigible sobre el Ártico y uno más, en globo sobre la cordillera; alguien remó en solitario —una vez en el Atlántico y otra vez en el Pacífico— y otro recreó en balsa el cruce de los africanos a América; alguno decidió nadar cuando lo lógico era ir en barco, otro se subió a una bicicleta entre las rocas y uno más quiso recorrer el globo caminando. Muchos de ellos escribieron sus viajes, urdidos como proezas.

¿Por qué imponerse destinos imposibles?

Dice Albert Camus:

Lo que da valor al viaje es el miedo. En ese momento nos sentimos febriles, pero también porosos, y el menor roce nos hace perder pie para caer en las simas de nuestro ser. Atravesamos una cascada de luz y al otro lado está la eternidad. Por este motivo no deberíamos decir que viajamos por placer. No hay ningún placer en viajar.

Hay quienes lo consideran espíritu deportivo y los que saben que en el peligro están buscando otra cosa, probablemente a sí mismos. Desafiar a la naturaleza llevando la resistencia física al máximo puede ser un gesto inútil propio de la humanidad, como el arte que no tiene ningún beneficio inmediato. La palabra clave es hazaña y, mientras más peligrosa, mejor. Qué tipo de viaje es ese que requiere años de entrenamiento, qué tipo de mente se necesita para hacerlo.

Alguno decidió nadar cuando lo lógico era ir en barco, otro se subió a una bicicleta entre las rocas y uno más quiso recorrer el globo caminando.

Geoffrey Moorhouse, periodista, decidió atravesar el Sahara desde el Atlántico hasta el Nilo. Quería «indagar en las raíces del miedo, explorar las simas de la experiencia humana». Contrató guías locales a los que fue perdiendo en el trayecto, se enfermó, soportó tormentas de arena y una sed imposible de contar. A su vuelta escribió The Fearful Void.

La familia Robertson se lanzó a mar abierto en un yate. Navegaron por meses, su embarcación fue destruida por orcas y sobrevivieron en un bote salvavidas hasta que un barco pesquero los rescató. El libro Vida o muerte en el mar, relatado como una odisea con más problemas que literatura, parece haber sido parte del proyecto inicial.

Masanobu Kuno es un kamikaze, uno entre miles de los que sirven a Japón. Están masacrando a los aliados en la batalla de Okinawa, pero falta un esfuerzo más. Conoce su avión como si hubiera nacido en él, ha practicado cada una de las maniobras excepto la última que llegará muy temprano en la mañana. La noche del 23 de mayo de 1945, antes de dormir, Masanobu se sienta a escribir una carta para Kiyoko y Masanori, sus hijos: les asegura que velará por ellos aunque no puedan verlo, les pide que se conviertan en japoneses de bien y que ayuden a su madre con las tareas:

Soy una persona alegre que pilotó un gran bombardero y acabó con todos los enemigos. Sean invencibles como su padre y por favor venguen mi muerte.

Mal de altura

En marzo de 1996 viajé a Nepal por encargo de la revista Outside con la misión de escribir un artículo sobre una ascensión guiada al Everest. Yo era uno de los ocho clientes de la expedición comercial dirigida por el famoso guía neozelandés Rob Hall. El 10 de mayo coroné el techo del mundo, pero el precio que pagué por ello fue terrible. De mis cinco compañeros que conquistaron la cima, cuatro, incluido Hall, murieron en un temporal que se desató de improviso cuando aún estaban en la cumbre. Para cuando volví al campamento base, nueve alpinistas de cuatro expediciones distintas habían muerto, y aún habría otras tres víctimas antes de que terminara el mes.

El comienzo del libro anuncia la tragedia. ¿O se llama catástrofe, fatalidad, desastre, siniestro? ¿Cuál de todos los falsos sinónimos se ajusta para este caso? El que escribe es Jon Krakauer, periodista, y está acostumbrado a lidiar con el lenguaje de la prensa. Lo que tiene entre manos es una historia para contar.

Los hechos sucedieron en mayo; el libro se publicó en noviembre, casi como una catarsis: «flaco favor a los lectores», reconoció Krakauer. A diferencia de otros relatos de hazañas, Mal de altura se ocupa de lo que salió mal.

Iba a ser una crónica, terminó siendo un descargo.

Krakauer llegó a la cumbre del Everest, que es también la cima del mundo. Eran las 13:17 del 10 de mayo de 1996. Hacía 57 horas que no dormía, unos maníes y una sopa eran lo único que había comido en tres días, el oxígeno llegaba escaso al cerebro, le costaba respirar aun con la máscara, lo que le devolvía la mirada no era claro. Había perdido más de diez kilos de masa muscular, el frío se metía por todos lados y no le quedaba grasa para aguantarlo, las costillas se habían roto con la tos y el ibuprofeno ya no producía ningún efecto. La mochila era una roca y hacía mucho que estaba por su cuenta, como todos, con las fuerzas que cada uno había conservado. Los banderines budistas resistían al viento. No se podía subir más, eso era todo. Cualquiera diría que coronar el Everest le traería una oleada de júbilo, una alegría desbocada, después de todo había soñado con eso desde chico, pero tenía frío, no sentía las piernas y apenas alcanzaba a ver el mundo que se extendía alrededor, todo debajo de él. Tal vez la vista era formidable, pero no era una vista para disfrutar. Tampoco había tiempo. Después de escalar 8.848 metros, se quedó cuatro minutos y sacó cinco fotos. El cielo estaba azul, las nubes al sur no preocupaban a nadie y había que apurarse a bajar, porque venían subiendo manadas de personas con camperas y botas de colores, con idénticas botellas de oxígeno, el mismo cansancio, detrás de los guías. Había sobrevivido a las grietas y las caídas, había zafado de los edemas pulmonares y cerebrales, de la hipotermia y las congelaciones. Otras diez expediciones estaban llegando al mismo tiempo y esperaban su lugar. Filas de escaladores que pagaron 60.000 o 70.000 dólares para ser guiados hasta el pico más alto del planeta. Como a las puertas de un local con ofertas, los clientes del Everest hacían cola, esperando agarrar la soga que Krakauer dejaba libre en su descenso. Se había formado un embotellamiento de turistas en el Everest.

A diferencia de otros relatos de hazañas, Mal de altura se ocupa de lo que salió mal.

A medida que se sube una montaña, el riesgo de morir se va disparando, pero la cima es solo la mitad del camino.

Tres horas después, Krakauer no se acordaba más de los banderines en la punta de la montaña, había bajado apenas 100 metros, descubrió que no le quedaba más oxígeno en su botella, sintió la nieve sobre él y la tormenta encima. Si miraba para arriba, veía la cumbre todavía con sol y a los escaladores sacándose fotos, desplegando carteles, demorándose. Estaba costándole más la bajada que los metros finales del ascenso. Cuando llegó a la base con el último aliento, el miedo a morir se evaporó y se dijo a sí mismo que lo había logrado: coronó el Everest y todo salió bien sin intuir lo que había pasado, porque cayó rendido.

Apenas unos metros más arriba, la tormenta se había convertido en huracán y los que venían atrás se desviaron del camino. No encontraron dónde esconderse. Acurrucados, intentaron darse calor entre ellos. Una mujer gritaba que no quería morir y nadie alcanzaba a escucharla.

Los del refugio estaban a 300 metros. Alguno, el más entero, salió en la tormenta a buscar a los perdidos, la nieve pegaba como una ducha violenta de arena, tiró unas bengalas y volvió a entrar. Quiso armar un grupo de rescate, pero no había nadie en condiciones de formarlo. Cuando Krakauer despertó, supo que había muertos y desaparecidos, escuchó las comunicaciones por radio:

Esto es una emergencia. Aquí arriba está muriendo gente. Necesitamos contactar con los supervivientes para coordinar un rescate.

Eran muchas las expediciones que habían alcanzado la cima el día anterior y a todas las sorprendió la tormenta. A su vuelta, Krakauer entrevistó a los sobrevivientes para tratar de reconstruir los hechos y publicar su historia. Supo de un hombre al que los rescatistas encontraron con la mirada fija y los dientes apretados; aún respiraba, pero ya no era un hombre vivo; y de otro que desapareció en un instante, se esfumó en la nieve como un fantasma. Le contaron que un hombre agobiado por el cansancio intentó tirarse al vacío y los que venían con él lo ataron con una soga para mantenerlo vivo contra su voluntad. Le hablaron de una mujer tendida que se incorporó de golpe cuando parecía muerta para caer enseguida y definitivamente. Escuchó a sobrevivientes que no recordaban cómo habían perdido a sus acompañantes y que no distinguían lo vivido de las alucinaciones. Le contaron de unos japoneses que pasaron de largo frente a dos hombres agonizantes y sobre ese cadáver desnudo, un desesperado que se arrancó la ropa frente a la agonía de la muerte. Descubrió también que uno de sus compañeros murió por su culpa y que Hall, su guía, pasó un día y una noche atrapado en un agujero de nieve, que se comunicó por radio con la base, que habló con su esposa en Nueva Zelanda. Le contaron que por radio iba detallando los problemas con su máscara de oxígeno, que preguntaba por cada uno de los desaparecidos y que relató en vivo la decisión de tomar los últimos cuatro miligramos de dexametasona que le ayudarían a aliviar el dolor. Después dijo que ya no podía mover las piernas. Se había quedado sin aire, a setenta grados bajo cero, y venía la noche; en la base lo dieron por muerto y al otro día, con el sol, escucharon su voz en la radio. Tiritaba de una forma incontrolable. Le pedían que se moviera, que intentara bajar. Hall decía que lo iba a hacer en cualquier momento. Volvió a escuchar la voz de su mujer, le preguntó qué hacía, intentó tranquilizarla, dijo que no hacía tanto frío y que teniendo en cuenta la altitud y el escenario, estaba cómodo, que no se preocupara demasiado por él. Fue la última vez que lo escucharon.

Le contaron que un hombre agobiado por el cansancio intentó tirarse al vacío y los que venían con él lo ataron con una soga para mantenerlo vivo contra su voluntad

Mientras tanto, los que quedaban arriba siguieron buscando muertos. De algunos vieron aparecer las manos y los pies bajo la nieve y a otros los encontraron inmóviles bajo una capa de hielo, se acercaron y notaron que todavía entraba y salía el aire. Estaban muertos, solo que aún respiraban. No podían salvarlos. No se atrevían a dejarlos.

Krakauer alucinaba. Se mezclaban los sueños con una nueva tormenta que volaba la tienda. Cuando se recuperó, fue a ver a uno de los muertos vivos: «tenía la cara horriblemente hinchada, las manos y la nariz cubiertas de manchas negrísimas de congelación». Le alcanzaron una cantimplora llena de té, le inyectaron calmantes, dieron media vuelta y empezaron a bajar hacia la base.


Fragmento del libro, Volver para contarlo de Andrea Calamari (Jot Down Books, 2024)

Imagen de cabecera, CC Fondo Antiguo de la Biblioteca de la Universidad de Sevilla