La carretera marginal de la selva Fernando Belaúnde Terry es una serpiente irregular y aletargada con vista a bosques montanos y llanuras. Tras recorrer varios kilómetros con dirección al distrito de Corosha, mis ojos se detienen en las alturas disparejas que dibujan los cerros. Es de noche cuando alcanzamos la localidad de Pedro Ruiz y los autos y camiones nos esquivan. El conductor se detiene en la carretera renegrida y del campo extenso y lóbrego surge un hombrecillo delgado que acerca a la ventana un manojo de carachamas —peces tatuados y prehistóricos— que minutos después nos acompañan en la ruta.

Llegar de noche a un pueblo llamado Beirut sin ver nada y con frío es como adentrarse en un túnel misterioso cuyo fin está al comienzo del siguiente día. Entonces solo cuando despiertas y ves los montes cobijados por árboles y fracciones de nubes blanquísimas enarboladas en el cielo reconoces que finalmente has alcanzado tu destino.

La mañana siguiente es iridiscente y fría en el poblado de Beirut y algunos comuneros se alistan para interrumpir su labor en el campo y guiarnos hasta la parte de bosque que conforma el Área de Conservación Privada de Hierba Buena-Allpayacu, lugar donde viven los osos andinos, pero también los monos choros de cola amarilla y los monos nocturnos peruanos, el loro tumultuoso, el famoso gallito de las rocas y unos hongos inmaculados que bailan, además de cientos de especies que rondan el bosque nuboso cuando nadie los ve.

Panorama del poblado de Beirut, en el distrito peruano de Corosha.

A nosotros, en cambio, ya nos vio todo el poblado, incluyendo los niños que partieron rumbo a la escuela, las señoras que nos sirvieron las arracachas rellenas en el desayuno y el séquito de guías locales que alistó nuestros caballos. Son dos horas hasta el área de Copal, en un trayecto de ascensos pedregosos y fangosos; luego, unas dos o tres horas más hasta la zona de Hierba Buena-Allpayacu. Todo depende del propio ritmo del viajero y de la audacia de cada guía.

Sobre un caballo sin nombre que promete hacer el tramo a ciegas y junto a un guía llamado Víctor, como mi padre, cruzamos el primer puentecillo de madera hasta pasar la quebrada de Goquete. En la lejanía, la vegetación tropical se aferra a los montes. «Si no quiere caerse, debe prenderse de la crin», insiste Víctor mientras el atrevido caballo realiza un ligero escalamiento al paso.

Al costado del camino varios árboles dispersos y otros espigados oscilan con el viento. Convierten el paisaje periférico en una cúpula verdosa. Pregunto por los osos. Víctor Ramos me cuenta que ha visto varias veces a los negritos, pero que ver al dorado es cosa de Dios. El oso andino dorado que todos llaman «Paddy» —por el osito Paddington, que en las historias del británico Michael Bond llega a Londres desde el Perú— y han adoptado como símbolo de la comunidad es un individuo que parece haber tomado el pelaje dorado por una particularidad genética y un gen recesivo. Lo cierto es que todos los que conformamos esta expedición lo tenemos esbozado en la mente y con frecuencia enfocamos la vista para ver si nuestra suerte o, como dice Víctor, Dios, nos lleva a verlo camuflado entre las achupallas.

El día avanza y con él una sábana de nubes grises que reviste el camino de sombras. El caballo acelera su paso cuando cruza San Juan, una zona de bosque cubierto de epífitas que se sujetan de los árboles con sus raíces como si fueran brazos. Me quedo atrás con Víctor y el caballo sin nombre mientras la expedición se adelanta. Y es que la naturaleza tiene la sutil manera de extraer toda la fuerza y el misterio que uno guarda dentro para luego dejarla ir.

Seguimos andando sobre el suelo aluvial, que por ratos se vuelve colinoso y montañoso. En este punto Víctor anuncia que es necesario bajarse del caballo. Empieza el camino a pie. La perspectiva del bosque cambia y cada tanto hay que hacer un alto para reponerse. Mientras Víctor Ramos le grita «bayo, bayo» a su potro y lo empuja a través de suelos lodosos, mis botas de goma se hunden en la arcilla movediza igual que los cascos del caballo.

El camino es duro hasta llegar a Copal, tanto para los humanos como para los equinos. Y cuando al fin llegamos a la cumbre donde está el punto de observación para divisar fauna, la transformación de bosque montano a pastizal nos encandila. Y la palabra «bayo» cobra mayor significado y ya no es solo el término que usa Tito Saubidet cuando se refiere al pelaje del caballo «color blanco amarillo anaranjado» en su Vocabulario y Refranero Criollo, sino que bayo es también el reflejo de todo este campo dorado. Es aquí, sin lugar a dudas, donde vive el oso áureo; pero esta vez no lo vemos.

El oso andino (Tremarctos ornatus) es el único oso de Sudamérica y es endémico de los Andes tropicales.

Esta vez seguimos a caballo hasta el punto del Área de Conservación Privada. Jorge Meléndez Juárez camina a mi lado. Carga una mochila colosal sobre los hombros y otra más pequeña delante. Tiene el cachete hinchado por el enmarañado de hojas de coca que comprime en su boca. Me cuenta que es Juez de Paz de la comunidad, encargado de solucionar problemas de territorio y discusiones entre los comuneros y habitantes de Beirut. Después me cuenta que aquí hay venadito pudú (el minúsculo Pudu mephistophiles) y seis cámaras trampa colocadas por Yunkawasi, la organización dedicada a la protección de la biodiversidad de estos bosques nublados, que trae biólogos y naturalistas, redactores y fotógrafos a conocer esta ruta y a estudiar la fauna y flora mientras apoya a la comunidad.

Algunos se quedan en Copal cuando iniciamos el ascenso. Tengo que sujetarme con tenacidad de la crin de mi caballo sin nombre para no rodar en el vacío. Le digo a Víctor Ramos que tengo puesta toda mi confianza en él. «El caballo tiene cuatro patas», dice Víctor, «no se va a caer». Subimos más, dejando al resto atrás, a los caminantes y a los caballos con jinetes y cargas.

Después de una escarpada subida y algunos trucos mentales para sobrellevar el miedo a los precipicios llegamos a la cumbre, donde las pompas de nube se deslizan por el cielo con parsimonia. Su mera imagen sugiere una suerte de misterio y atractivo, tan lejano y cercano a la vez que pareciera que pudiese colgarme de ellas. Nos encontramos con una flecha que apunta hacia Peña Blanca, punto que marca el límite con el distrito vecino de Yambrasbamba.

Horas más tarde estamos en nuestro refugio en Hierba Buena-Allpayacu encendiendo la leña para cocinar una sopa improvisada y calentarnos junto al fuego. Cae la noche y la oscuridad se respira, no hay señal de teléfono, pero de una radio portátil que cuelga de algún lugar oculto, se escapa la letra de un huayno que dice: «Cuidado que caigas en la trampa».

Me voy a dormir sin saber si lograré o no despertar al amanecer para ir en busca de los monos choros de cola amarilla. Aquellos que, según las leyes peruanas, están considerados en CITES (Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres) como una especie amenazada de extinción.

A las 5:30 a.m., Lucas Vega Guivin, quien nació en Beirut y ha pasado su infancia contemplando y vigilando monos, nos guía hasta donde están estas criaturas arborícolas que solo se dejan ver cuando cae el sol e ilumina su pelaje ambarino. Esta especie —que en los años setenta se creyó extinta— depende de los bosques para vivir, anda en grupos y se dice que «es el mamífero endémico del Perú más grande que hay». Nadie los conoce mejor que Lucas.

Monos choro de cola amarilla (Lagothrix flavicauda), endémico del Perú y amenazado de extinción.

Los rayos de luz penetran en el bosque e iluminan las hojas briosas, abriéndose paso hasta las ramas que se balancean. Marcan la senda de los primates y la nuestra. Mientras los observamos colgarse, maniobrar y holgazanear sobre las ramas, algo en nosotros se transforma. Seguir su rastro en medio del bosque es una tarea que requiere paciencia. Hay que andar a toda prisa entre pisos musgosos, helechos y líquenes y de pronto detenerse de golpe. «Los machos son los del vello púbico dorado», dice el comunero Demetrio Reyes mientras los señala y juega con el palillo que sumerge en cal viva y luego lleva dentro de su boca —el puru con el que dosifica la cal, catalizadora de los alcaloides de la bola de coca que lleva en la mejilla—. Ese pelaje, que probablemente le sirve al mono de cobertor contra la lluvia, es la misma piel cobriza que llevó hasta Alemania Alexander Von Humboldt en 1812.

Al cabo de unas horas regresamos a nuestra guarida. Alguien hierve agua en el fogón. Sumidos en los ruidos sutiles del bosque rodeamos el fuego, viendo como de las sombras surge de pronto la luz. Las voces se alzan aquí y allá. Entre ellas, una voz afónica que nos revela el descubrimiento de las huellas y los arañazos de un oso a pocos kilómetros de aquí. ¿Será que cada vez estamos más cerca? Lo único que queda claro es que el bosque es un lugar insólito en el que las criaturas más huidizas existimos con mayor intensidad. La tarde apenas comienza.

En 2017, el fotógrafo Michael Tweddle consiguió fotografíar a Paddy, el raro ejemplar de oso andino dorado, utilizando cámaras trampa.

Fotografías de Michael Tweddle