& todo porque

no queríamos ser como los otros

felices entre comillas

felices de una manera pequeña

con permiso de la policía.

Mario Santiago Papasquiaro

En tiempos de crisis a algunos les da por ahorrar, entran en pánico, se vuelven más conservadores. Es un error. No sirve de nada conservar lo poco que se tiene. En tiempos de incertidumbre radical, cuando no hay nada que perder, lo más sano es arriesgarlo todo y vivir en permanente fuera de juego.

Es lo que hicieron los poetas que aquí evocamos, entregar la vida a la poesía como un gesto que fue, a su vez, un intento de reinvención de la vida cotidiana. Poetas que caminaron por la vida apostando toda su respiración, toda su alma, todo su cabalgar entre crestas de olas, siempre en perpetua erupción.

Uno de ellos es Samuel Noyola, de actualidad por el estreno de Vaquero del mediodía, el documental que da cuenta de su desaparición. El detective cineasta que lo busca durante diez años es Diego Osorno, quién entrevista a amigos, amantes, conocidos, colegas y demás en un fascinante collage de voces, lágrimas y borracheras que van tejiendo el retrato de alguien a quien no gustaba que lo definieran como poeta maldito, pues se consideraba como un poeta bendito, bendito porque seguía caminando, porque respiraba, porque siempre podía caminar solo, que era su terapia, caminar solo, para caerse él solito.

De todos los cameos presentes en el documental, pondero la dicción siempre impecable, siempre editada, de Juan Villoro, que nos regala un par de intervenciones memorables en las que nos recuerda que si bien escritores como Roberto Bolaño le dieron prestigio al detective salvaje, al investigador radical de la realidad, a aquel que busca en zonas distintas de la experiencia, al poeta en definitiva, también es cierto que estos personajes que rehusan acatar normas externas y viven únicamente en función de su propia sensibilidad corren el riesgo de estallar en su propia luz. Algo así presumimos que le sucedió a Samuel Noyola.

Samuel bebía como si no hubiera mañana, que no lo hay. El poeta Armando Alanís Pulido recuerda que la última vez que lo vio cargaba una anforita, aka una petaca, de metal que tenía grabada la leyenda «Bébete la poesía». Noyola le contó que la ganó en una partida de póker en Buenos Aires y que había pertenecido a Roberto Juarroz. Además del alcohol y la poesía, Noyola se bebió la vida hasta que se fundió en ella y lo perdimos de vista. Salud, carnal.

***

Cuando se ha puesto una vez el pie del otro lado

y se puede sin embargo volver;

ya nunca más se pisará como antes

y poco a poco se irá pisando de este lado el otro lado.

Roberto Juarroz

México es, sin duda, uno de los mejores lugares del planeta para desaparecer. En tierra firme o en aguas territoriales, en los suburbios o bajo el sol del desierto, el territorio mexicano ofrece rincones para toda clase de paladares afilados. Lo sabía bien el poeta Arthur Cravan, de quien se cuenta que, tras despedirse de su amada, la genial Mina Loy, desapareció entre las olas del Golfo de México a bordo de un frágil barco que había restaurado en Salina Cruz y con el que aseguraba iba a llegar a Buenos Aires. Claro que otros dicen que pereció ahogado en un río. Y otros, André Breton y Blaise Cendrars, aseguran que fue asesinado «en un dancing de una puñalada en el corazón». Me inclino por pensar y desear que naufragara en el caribe venezolano, frente a San Juan de las Galdonas, un decir, y se reinventara como productor de ron y cacao bajo las palmeras. Lo cierto es que en sus cortos treinta y un años de vida —«mi felicidad no está en mi cerebro, está en mi juventud»— Cravan tuvo tiempo de sacudir con fuerza la poesía, el arte y el boxeo, adelantándose unos años a la explosión Dadá. El coloso Cravan soñaba con ser lo bastante grande para fundar y formar por sí mismo una república, una república exenta de prejuicios, donde el tedio estaría prohibido y no regiría ninguna escala de valores conocida.

En ninguna reseña se pondera a Ambrose Bierce como poeta, pero su Diccionario del diablo bien puede considerarse anti poesía de la buena, un diccionario que debería desplazar al de la RAE en las escuelas. Si no me creen lean estas dos acepciones:

Loco: Dícese de quien está afectado de un alto nivel de independencia intelectual.

Matrimonio. Estado o condición de una pequeña comunidad formada por un patrón, una patrona y dos esclavos: en total suman dos.

El anti-poeta Ambrose Bierce desapareció en México entre los disparos de la revolución mexicana. Poco antes de partir, le escribe a su sobrina Lora esta maravilla de nota de suicidio anticipada: «Adiós. Si oyes que he sido colocado contra un muro de piedra mexicano y me han fusilado hasta convertirme en harapos, por favor, entiende que yo pienso que esa es una manera muy buena de salir de esta vida. Supera a la ancianidad, a la enfermedad, o a la caída por las escaleras de la bodega. Ser un gringo en México. ¡Ah, eso sí es eutanasia!»

Para desapariciones míticas, la de Aleister Crowley en la costa portuguesa. La palabra poeta se le quedó estrecha a La Gran Bestia, quién fue también alpinista, pintor o alquimista, y quién creo en Cefalú, Sicilia, la abadía de Thelema, desde donde difundió sus proclamas, que se resumen en un «Haz lo que quieras» en modo imperativo. Crowley se confabuló con otro poeta, Fernando Pessoa, para organizar su desaparición en la Boca do Inferno, un embudo de cortantes rocas, horadado por las olas, a las afueras de Cascais. Cuando el viento sopla fuerte, tras el contacto con la espuma y las rocas, el mar suelta unos alaridos de terror. Huyendo de los acreedores, Crowley llega a Lisboa acompañado su jovencísima amante. Disfrutan de paseos y noches de alquimia sexual desbordante, pero también pelean con furia. Crowley le pregunta a la mar: «¿Qué más nos puede pasar?» Y la mar le responde con rugidos, diciéndole la verdad. A lo que Crowley contesta: «No puedo vivir sin ti ¡Me tendrá la otra boca del infierno, que no será tan ardiente como la tuya. Hjos! Tu Li Yu». Es un texto de despedida. Crowley esconde la falsa nota de suicidio dentro de una pitillera y deja que Pessoa use su ingenio para aumentar la leyenda. El rey de los heterónimos se inventa a un tal senhor Ferreira Gomes, de profesión periodista, que escucha el último grito de desesperación del gigante inglés mientras pasea por la playa. Los medios de comunicación recogen el deceso, Scotland Yard envía un detective, se organizan ceremonias fúnebres para invocar su espíritu mientras Pessoa se ríe para sus adentros, desde su balcón frente a la mítica tabaquería, del fact checking, la objetividad y demás monsergas del reportero concienciado, adelantándose un siglo a los impulsores del periodismo Dadá. Mientras tanto, Crowley reaparece sonriente un mes después en una galería de Berlín. El show debe continuar.

Otro que desaparecía y reaparecía era Mario Santiago Papasquiaro. El poeta infra por antonomasia cuya patria era «este cacto jugoso que arranco de la boca misma del desierto», el inspirador de Ulises Lima, de quien se dijo: «escribe como camina, a ritmo de chile frito»; el amigo de quién Bolaño escribe que «he descubierto que TODO mi teatro lo he realizado para que Mario Santiago haga el papel principal, para que él haga mi papel, protagonice mis sueños», minutos o días antes de enviar al fuego todos esos textos teatrales frente a los ojos comprensivos de otro poeta amigo, el gran Bruno Montané, quien por suerte no ha desaparecido, sino que sigue activo, escribiendo un poema casi cada día, oteando el mundo desde su atalaya del Raval, pensando alguna tarde en el poeta caminante, Mario Santiago, el poeta que renunció a su José Alfredo natal —¡porque sólo puede haber un José Alfredo!—; el poeta que desaparecía en Europa y Medio Oriente pero que siempre volvía, y al que en vida no le hicieron ni puto caso los burócratas culturales que se emborrachan con José Cuervo regalado pero que ahora, años después de su muerte, tiene cada día más acólitos que aseguran era un gran poeta, lo cuál es tan cierto como que, si hemos de vivir, es preciso que sea sin timón y en el delirio (famoso verso de Gilberto Owen que Mario Santiago adoptó y que Roberto Bolaño citaba como muestra de la genialidad de su amigo).

Para desapariciones tristes la de Darío Galicia, desaparecido, como tantos otros buenos poetas, durante años de la vida literaria de Ciudad de México, a quién encontraron a tiempo para que viera, pocos días antes de morir pobre y solo, la bellísima publicación de La ciencia de la tristeza a cargo de Ediciones Sin Fin. Gran poeta sin suerte fue Darío, más reconocido por sus traducciones que por sus versos, inmortalizado como Ernesto San Epifanio en Los detectives salvajes, y como él mismo en un bellísimo poema de Los perros románticos, titulado «La visita al convaleciente». El poema narra la visita de sus dos amigos, Mario Santiago y Roberto Bolaño, tras la grave operación a la que fue sometido por un aneurisma en el cerebro. Bolaño escribe: «Es el año 1976 y a Darío Galicia le han trepanado el cerebro».

***

¿Y las poetas mujeres? ¿No desaparecen? Faltaría más. Como la mitificada Cesárea Tinajero, una poeta que desaparece sin dejar rastro con cada nueva lectura de Los detectives salvajes, una poeta que, cuando la encuentran, cincuenta años después de su aventura estridentista, se ha transformado en una lavandera de pueblo. Se dice que Cesárea es un personaje de ficción inspirado en Concha Urquiza, una poeta mística que nunca se afilió a ningún movimiento —demasiado terrenales— ni se interesó en publicar sus textos, que prefería escribir en servilletas y regalar a sus acompañantes. Urquiza estaba enamorada de Dios y tal vez pensaba en el cielo cuando desapareció en las aguas de Baja California al lado de un joven seminarista. ¿Suicidio? ¿Accidente? ¿Desaparición? En un poema premonitorio, Una canción de despedida, escribe:

Del vasto mundo, del mundo

ya nada tengo ni quiero;

mas guardado en las montañas

hay un rincón de silencio,

una embriaguez a los ojos,

una ansiedad a los pechos,

y una canción a los labios

que me aguarda en todo tiempo.

Desaparecida también durante mucho tiempo Mara Larrosa, nuestra querida María Font en la ficción, «reapareció» hace pocos años en la antología de poesía infrarrealista Perros habitados por las voces del desierto, organizada por Rubén Medina. Los poemas escogidos de Mara o bien provienen de revistas de los años setenta o bien son inéditos, lo que parece sugerir la necesidad de una pronta publicación de un libro que ponga en contexto y ordene su mundo poético.

Otra que desapareció en vida es la inmensa Nahui Olin, quién tras revolucionar la escena cultural mexicana de hace cien años, se retiró a sus aposentos donde envejeció sola e ignorada, consciente de que «los recuerdos son hechos excepcionales que quieren enmascarar que allí donde no hubo nada en realidad latió algo de vida verdadera que puede visitarse cuantas veces se quiera con una leve inclinación de la memora, el órgano falsificador por excelencia, un palimpsesto que lo que busca con tanta visita a un hecho cualquiera es deformarlo hasta que no quede nada de lo que alguna vez fue». La cita la rescato de Totalidad sexual del cosmos, la novela de/sobre/para la vida de Nahui con la que Juan Bonilla fue galardonado con el Premio Nacional de Narrativa en España. Un texto excepcional a la altura de la descomunal Nahui, la poeta de quien otro poeta, Efrén Rebolledo, escribió que «la ves y sólo piensas en violarla, venderías el alma por poder pagarte un rato de su cuerpo» y de la que ella misma dijo «cuando poso / mejoro a quien me mira / lo vuelvo artista»; una artista que sabía que somos energía cósmica, y que necesitamos buscar otra dimensión, necesitamos buscar la amplitud que este mundo algorítmico y vírico nos constriñe.

Y es que los poetas, ni siquiera los mexicanos, no mueren ni desaparecen, viven en las palabras que nos tatúan en la memoria. Como las de André Breton, quién soñó con desaparecer en México pero no se atrevió, que inspiraron el manifiesto infra de Roberto Bolaño, que copiamos aquí como recordatorio y consejo:

Déjenlo todo.

Dejen Dadá.

Dejen a su esposa, dejen a su amante.

Dejen sus esperanzas y sus temores.

Abandonen a sus hijos en medio del bosque.

Dejen la presa por la sombra.

Dejen si es necesario una vida cómoda, aquello que se les presenta como una situación con porvenir.

Láncense a los caminos.


En cabecera, fotografía de Miguel Fernández de Castro incluida en el monográfico 360˚ de Altaïr Magazine «Los desiertos de Sonora».