En estos tiempos nada ordinarios, que agrandan la distancia con el terruño para quienes vivimos fuera de él, reconforta adentrarse en parajes familiares y descubrir el arraigo de sus habitantes. He vuelto a Gales en numerosas ocasiones desde que en 2006 entrevistara a uno de los últimos supervivientes de las Brigadas Internacionales que lucharon en la Guerra Civil española para combatir el fascismo en Europa. Con un 20% del territorio declarado parque nacional este pequeño país tiene mucho que ver. Y uno de los lugares más singulares, que empieza a disfrutar de un merecido reconocimiento, es el condado de Pembrokeshire.

Situado en el extremo suroeste de Gales, sus ondulantes colinas no pretenden competir con las imponentes montañas de los parques nacionales de Snowdonia, en el norte, y Brecon Beacons, en el este, que atraen a la mayoría de los turistas. Sus encantos son otros. Como el Parque Nacional Costero, con sus playas e islas y una red de casi 300 kilómetros de senderos sobre los acantilados que perfila el litoral y lo hace accesible a todo tipo de piernas. Y es precisamente la enorme geodiversidad bajo los pies del caminante —desde los salientes volcánicos del norte a los acantilados de caliza del sur— una de las principales razones por las que estas tierras están protegidas desde 1952.

Dependiendo de la ruta elegida, te puedes cruzar con escaladores en busca de una pared en las espectaculares formaciones calizas de Stackpole o Green Bridge, familias embelesadas al divisar focas grises llegadas para criar en las costas de Marloes Head, senderistas deseosos de añadir un toque histórico a la caminata con la visita a la capilla celta de St. Govan’s o incluso amantes de la buena comida dando un paseo de sobremesa cuando el sendero acaricia pueblos pesqueros como Solva o ciudades como la catedralicia St David’s, la ciudad más pequeña de Gran Bretaña. Lo bonito es que, elijas el sendero que elijas, nunca te equivocas. Ya sea una ruta de una hora o de un día, esta costa es lo suficientemente generosa como para regalar siempre paisajes sobrecogedores y avistamientos de aves y animales marinos.

Vivir aquí es otra cosa, claro. Hay que aprender a convivir con un entorno duro que ha forjado modos de vida durante cientos de años, como atestiguan los monumentos megalíticos como Coetan Arthur o las fortificaciones de la Edad de Hierro esparcidas por la costa.

La capilla de San Govan, en el extremo sur de Pembrokeshire. Cuenta la leyenda que el santo viajaba por mar cuando unos piratas intentaron apresarlo. Nadó hacia las rocas, que por arte de magia se abrieron formando una cueva donde pudo refugiarse, y en recuerdo del milagro residió como ermitaño en el lugar hasta el final de su días.

En Freshwater West, donde los acantilados descienden al nivel del mar y se abren en una playa con bandera azul que hace las delicias de los surfistas, hay otra huella de un pasado menos lejano y que me enseña el recolector de algas y cocinero Jonathan Williams. Se trata de una choza restaurada en memoria de una pequeña industria basada en la recolección del alga laver —la Porphyra umbilicalis que también crece en Galicia— y que floreció durante la primera mitad del siglo XX. Las mujeres bajaban a las rocas descubiertas en bajamar y cogían a mano este fruto de mar púrpura, gelatinoso y fino que luego secaban en las chozas antes de venderlo a los negocios de Swansea. En la ciudad se cocía y trituraba hasta obtener un puré que se conoce como laverbread, aunque no tiene una miga de pan. Su sabor es tan delicado que el actor galés Richard Burton lo describió como el «caviar del galés»; también se conoció como el «oro negro galés». Pero lejos de la apariencia de manjar exclusivo al que apuntan esos calificativos, el humilde laverbread pasó a formar parte del nutritivo desayuno de los mineros junto con el huevo, el beicon y los berberechos, hasta el declive irreversible del carbón en los años 50.

Jonathan Williams recolectando algas sobre las rocas durante la bajamar.

Williams creció muy cerca de esta playa y lleva diez años tratando de reintroducir el ingrediente, ahora considerado un superalimento, de una forma sostenible y accesible para el bolsillo. Según él, el laver forma parte del «ADN de los galeses, como el rugby o los coros de voces masculinas». Recolectar —al alba—, además de cocinar, es lo que más le gusta de su trabajo. Salta entre las rocas con la destreza que da la práctica y ejemplares en mano se acerca para mostrarme algunas especies: lechuga de mar, musgo irlandés, quelpo y, por supuesto, la estrella de su cocina: «Está llena de sabor, es saludable, no ocupa terreno de cultivo, no requiere agua dulce y crece a una velocidad tremenda». En verano se le acumula la clientela en el puesto de comida frente a la playa. Pruebo su desayuno tradicional galés y entiendo por qué la gente repite. Después me cuenta que el pastel de chocolate y laver lo hace su madre; su entusiasmo ha contagiado a toda la familia.

El Cafe Môr de Jonathan Williams, donde vende sus productos a pie de playa en Freshwater West.

Hace unos años lanzó una línea de productos gastronómicos que atrajo la atención de grandes supermercados, pero decidió dar marcha atrás y limitar la producción a Gales para mantener la sostenibilidad. «No quería terminar dirigiendo una fábrica de algas ni ver la costa despojada de su riqueza», dice. Un paisaje unido a la memoria y el conocimiento será valorado y protegido. El espíritu emprendedor y el compromiso ambiental definen a este galés que busca ahora un modo de contribuir a la lucha contra el calentamiento del planeta después de aprender que si cubriéramos con algas el 9% de los océanos se absorbería la mitad de las emisiones anuales globales de CO2. Ya está trabajando con biólogos marinos para identificar áreas idóneas para la repoblación y le gustaría implicar a las empresas causantes de la destrucción de los ecosistemas.

Pembrokeshire no es solo marina. También es campera. En contraste con la ordenada campiña inglesa, los paisajes galeses son más asilvestrados, una paleta infinita de verdes y un caprichoso estampado de campos y ovejas hasta donde alcanza la mirada. Para la diseñadora textil Sian O’Doherty, son una fuente de inspiración constante que traduce en texturas y colores. Confiesa que hace fotos de referencia incluso cuando saca al perro de paseo para, cuando tiene un rato —porque el negocio requiere otras tareas menos creativas pero igualmente importantes—, sentarse ante su máquina tejedora a «dibujar» con hilos. Los tejidos artesanales tienen una larga tradición en Gales y, sin olvidar el pasado, O’Doherty quiere impulsar nuevas técnicas de tejido e introducir otra materia prima que reduce considerablemente el impacto medioambiental.

La diseñadora Sian O’Doherty trabajando en su taller.

Nacida en la pintoresca localidad de Tenby, destino vacacional de numerosos artistas y escritores desde el siglo XIX, ahora vive con su familia en una granja-estudio no lejos de allí donde crea sus colecciones, enseña a tejer a máquina y cría alpacas, cuya suave lana emplea en los tejidos que confecciona y en rellenos de productos de cama hipoalergénicos. Aprovecha toda la fibra que los animales producen. Ocho años después de que diseñara su primera colección en el garaje de sus padres, está alcanzando su objetivo de realizar todo el ciclo de producción en casa: «Quería que el origen de la fibra fuera visible, mostrar la conexión del producto con la tierra, y mantener la huella de carbono al mínimo», explica mientras me enseña ejemplos de su trabajo. Sin embargo, todavía utiliza lana merino, importada de otros países, para completar diseños y gama de colores, porque la fibra que producen las ovejas autóctonas es demasiado tosca para estos tejidos. Hoy tiene 30 alpacas, cada una con su nombre y casi la mitad de ellas rescatadas o reubicadas, que se acercan curiosas cuando entramos en el prado. Estos camélidos se adaptan bien a la vida en el Reino Unido y su impacto sobre el medio ambiente es mínimo, pero solo dan a luz una vez al año, por lo que criarlas requiere una paciencia que no todo el mundo tiene.

Parte de la cabaña de alpacas que nutren la producción de lana de O’Doherty.

Hay una línea divisoria invisible que cruza Pembrokeshire de este a oeste y explica la ausencia de nombres galeses en las poblaciones de la mitad sur del condado. Es la línea Landsker, una frontera lingüística que separa la región anglófona o «la pequeña Inglaterra más allá de Gales» como se la conoce aquí, del resto del país. Según la explicación más consensuada, fue la conquista de los normandos y los asentamientos flamencos lo que empujó a los nativos a las tierras del norte. Los hechos ocurrieron en los siglos XI y XII pero su influencia es todavía patente hoy día. En este área es fácil toparse con galeses que no hablan el idioma, aunque les da rubor reconocerlo, y muchas personas están haciendo un esfuerzo por aprenderlo. Según las últimas cifras oficiales, el número de hablantes de galés en Pembrokeshire se sitúa en el 30,6%, casi un punto por encima de la media del país aunque muy por debajo del 77% que se habla en Gwynedd, al norte.

Sala interior y barra del Dyffryn Arms.

En el norte del condado, el pub Dyffryn Arms ilustra una historia muy diferente. Situado en las profundidades del valle de Gwaun, este modesto comercio regentado por la misma familia desde hace 180 años está ahora en manos de la octogenaria Bessie y es uno de los lugares más auténticos del país, además de ser el alma de la comarca. Sólo sirve un tipo de cerveza, templada y sin gas, como es costumbre beberla, a través de una ventana abierta en la cocina. En mi primera visita, las paredes de la pequeña sala-bar estaban parcialmente decoradas con billetes donados por turistas de todo el mundo. Era una fría noche de febrero y los lugareños se arrancaron, para mi deleite, con un repertorio de canciones galesas que iban traduciendo al inglés por cortesía hacia una extranjera a la que hicieron sentir como en casa. Al día siguiente un incendio obligó a cerrar el pub durante meses, pero este año, y con un ligero cambio de decoración, ha vuelto a abrir sus puertas. En lugar de Bessie, son su nieta o su yerno quienes atienden ahora el negocio, cómo no mermado por la pandemia. Para mi sorpresa, reconozco al barbudo cliente sentado a una mesa así que tras pedir una pinta —y a unos dos metros de distancia— recordamos aquella noche memorable.