Viajeros de todo el mundo llevan ya un tiempo dirigiéndose a Uganda por el atractivo de sus parques y reservas naturales, fascinantes y no tan masificadas como las de algunos países vecinos. Las fuentes del Nilo, Murchinson Falls, el bosque impenetrable de Bwindi… Todos son puntos incluidos en el viaje en grupo que Altaïr Viatges ha diseñado para esta temporada. Y Uganda, como podréis descubrir en esta serie de artículos de Pere Ortín y Jordi Brescó, es también más que su naturaleza: una historia convulsa, gente encantadora y una dosis de (afro)optimismo.

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DA – DA

El 25 de enero de 1971 se hizo de noche en Uganda. La oscuridad duró 3.000 días, hasta el 13 de abril de 1979. Aquel día que fue derrocado el dictador Idi Amin, el personaje más siniestro y también más relevante de la historia contemporánea de este país en el que acabo de aterrizar.

Ya en la fila de los visados del aeropuerto internacional de Entebbe compruebo que casi nada recuerda aquí la Operación Entebbe que la noche del 4 de julio de 1976 convirtió este lugar en zona de guerra y en noticia de portada en todo el mundo. Un comando militar de Israel rescató a 103 pasajeros judíos de un vuelo de la compañía Air France que habían sido secuestrados por el Frente Popular para la Liberación de Palestina, que había amenazado con matarlos si no se excarcelaba a todos los presos palestinos.

En estas dependencias del aeropuerto —hoy tranquilas en medio de la madrugada africana— murieron cuarenta y cinco soldados ugandeses, cuatro de los rehenes, y también el comandante israelí que dirigió la operación de asalto.

Aquella Operación Entebbe fue un triste episodio, otro más, en el currículum de un fornido militar que había sido campeón de boxeo y jugador de rugby, y cuyo logro más destacado en política fue imponer una sangrienta dictadura, mezcla surrealista de terror cruel y dolorosa tragedia humana que estuvo a punto de destruir Uganda: Idi Amin mandó torturar y asesinar a unas quinientas mil personas, expulsó a más de 92.000 asiáticos ugandeses y, además, empobreció a su población y casi exterminó la vida silvestre de este país. Su caída en 1979 —derrotado por el ejército tanzano— provocó que este país sufriera una cruenta guerra civil entre 1981 y 1986.

—Deberías venir a Uganda si quieres conocer a un hombre de verdad.

Le escribió Idi Amin a la reina Isabel de Inglaterra —a la que llamaba «Liz» y consideraba su «amiga»—. Amin era un gigantón de 193 centímetros de altura que se creía un atleta sexual bonachón, pero que también era «sádico», «paranoico», «cruel», «asesino»; «megalómano»; «bocazas», «violento», «caníbal»… según los generosos epítetos con los que definieron al sátrapa las personas que tuvieron la desgracia de conocerlo.

Fuera de las estanterías de la bien surtida librería de este aeropuerto —repleta de libros dedicados al dictador— nada recuerda aquí al sádico que hoy, cuarenta años después, sigue siendo una sombra alargada en la memoria de un par de generaciones de ugandeses. Un personaje siniestro que tenía como segundo apellido el nombre de un movimiento artístico, y que hizo de su ejercicio del poder una obra de terror surrealista: Da-Da, Idi Amin.

Gatos y perros

cats and dogs (gatos y perros)

… Así dirían que llueve hoy si estuviéramos en el condado de Exeter, pero como estamos saliendo de Entebbe y son las 7:03 de la mañana, el conductor sólo me avisa:

Va a llover mucho.

Entre bostezos, con el sueño mezclado con las pocas horas de almohada, sólo puedo responder con un seco, casi antipático, «ya lo veo» .

—¿Preparado para un largo camino?

(Risas)… On the road.

Tiene esa barriguita incipiente con la que muchos africanos muestran el cierto estatus que te da un trabajo más o menos seguro. Fuerte y chaparrito, nació hace 34 años en Rakai, en la frontera de Uganda con Tanzania. Tiene tres hijos y nombre de Lord inglés…

—Godfrey.

Es un tipo serio, simpático, y algo contradictorio: seguidor del Arsenal (como muchos aquí), pero al despedirse de mí —para eso aún tendrán que pasar 10 días más y las 7.698 palabras de esta crónica— vestirá una lustrosa camiseta blanca del mejor Leeds United que han conocido las gradas del estadio Elland Road.

Godfrey me conducirá, con paciencia y buen criterio, durante este viaje por Uganda, la «perla verde» de África. Así la describió Winston Churchill en 1908 en su libro Mi viaje por África, por su «magnificencia», su «variedad de formas y colores» y su «profusión de vida», «un cuento de hadas».

—Uganda es una gran sorpresa.

Me confirma Jordi García, de la agencia de viajes Terres Llunyanes, que, como gran conocedor del país, ha organizado este sorprendente recorrido. Hoy ya sabemos que las hadas no existen, pero Uganda y sus gentes siguen siendo, hoy como en los días de Winston Churchill hace más de un siglo, un lugar «maravilloso».

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Sigue lloviendo a cántaros mientras salimos de Kampala. Un cartel gigante anuncia: Dubai-Asia-Uganda International Meeting Show y, de repente, resuena en mi cabeza el Premio Nobel Robert Allen Zimermann cantando que (también en África y aunque no queremos darnos cuenta) los «tiempos están cambiando».

Kampala, la animada capital ugandesa famosa por no dormir nunca, queda ya lejos a nuestra espalda. Avanzamos en paralelo a esa corriente de vida comercial que es el margen de una carretera africana. Mis ojos hacen zoom: mecánicos de bicicletas que arreglan llantas pinchadas, tiendas de cargadores de móviles; casas de apuestas on line aseguran dinero con la próxima victoria del Arsenal; (muchas) iglesias evangelistas, algunas (menos) mezquitas, y también (algunos) comercios que venden placas solares —pequeñas, medianas y grandes—, pero no para calentar agua o alimentar bombillas, sino para cargar teléfonos de esos que, aquí también, llaman «inteligentes».

Godfrey no se arruga frente a los ataques frontales de otros carros que ocupan un tercer e inexistente carril intermedio. Sigue lloviendo y las calles de los pueblos por los que pasamos sudan barro. Ponemos gasolina y veo con sorpresa que un litro de gasolina cuesta 3,623 Ugandan Schillings (algo más de un euro) y me parece muy cara en un país donde mucha gente gana menos de esa cantidad de dinero cada día.

—Sí. Es muy cara —me confirma Godfrey como para despejar cualquier posible duda.

La carretera es una larga línea gris, casi recta y sin baldosas amarillas, que se dibuja entre los verdes permanentes de esta «nueva Escocia»La chimenea de una fábrica de ladrillos echa humo al borde de la ruta. Maíz plantado.

Todo está mojado. Miles de sacos de carbón vegetal se apilan a la venta en las orillas de la carretera. Pequeños campos agrícolas jalonan la ruta y, siempre cerca de humildes casas, mujeres (siempre ellas) le dan duro a la azada.

A mis preguntas, y como para entretenernos en la ruta, Godfrey me cuenta que es del sur del país, de la frontera con Tanzania, y que su familia sufrió mucho durante la guerra de los años ochenta. En Uganda cualquier memoria personal recuerda una guerra más o menos cercana, de aquí o de allá, antes o después, al este o al sur. Hoy la guerra continúa y está cerca. 

Tras pasar por la presa Karuma, otro «milagro» de la ingeniería china en África, nos cruzamos con varios convoyes blancos de la ONU, con sus siglas «UN» grabadas en negro sobre blanco.

—Vienen de Sudán del Sur

Godfrey confirma y me obliga a recordar las lecturas previas al viaje: Uganda, un pequeño país de treinta y nueve millones de habitantes, alberga ya casi un millón de refugiados a los que, a pesar de las dificultades y los muchos problemas de esta sociedad, garantiza, con ayuda de las organizaciones que trabajan aquí, acceso a la sanidad básica. Si alguien en la Unión Europa necesita una lección sobre el significado de la palabra «acoger», podría venir a aprender de este país.

A poco más de 100 kilómetros de aquí están algunos de los campos de refugiados más grandes del mundo: Bidi Bidi, Imvepi y Palorinya. No es el motivo de nuestro viaje, pero no se puede visitar hoy Uganda sin pensar en todo esto. Una van de transporte público se cruza en nuestro camino e interrumpe mis reflexiones. «God is Good» dice en su frontalMe quedo más tranquilo ya que imagino que, si existe ese Dios y sea quien sea, podrá arreglar el problema de los refugiados, ¿no?

Casi en el cruce de la ciudad de Pawkach, justo antes de entrar al parque nacional Murchison Falls, nos sorprende un gran elefante que, a pesar de tener una profunda herida en la trompa, está comiendo en una tranquila laguna. Cuando entramos, el parque se nos muestra impresionante. Una gran cantidad de animales se observan con facilidad, y muy de cerca, en esta época del año: elefantes, jirafas, búfalos, leones, leopardos…

Murchison no tiene nada que envidiar a los grandes nombres de otros parques más famosos y conocidos del este de África y, sobre todo, aquí no hay aglomeraciones, no hay problemas, no hay colas.

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Estamos en la orilla norte del Nilo Blanco, cerca de la frontera del Congo y en las enormes llanuras de la tierra de los acholi. Un grupo de veinte elefantes aprovecha las últimas luces de la tarde para detener nuestra marcha camino de las ruinas de Pakuba Lodge, el escondite favorito del sanguinario Idi Amin Dada

Sólo quedan algunos restos en muy mal estado. En estos edificios, según dice la leyenda, Amin pasó mucho más tiempo que en su residencia presidencial oficial en Kampala. En Pakuba Lodge cazaba y también torturaba y asesinaba a muchos de sus opositores que, en muchos casos, acabaron sus días devorados por los cocodrilos de las aguas cercanas del Nilo. Aquí también recibía a las delegaciones internacionales y aquí, según dicen, pronunció Idi Amin Dada una de sus más famosas frases: «(En Uganda) hay libertad de expresión, pero yo no puedo garantizar la libertad después de la expresión».

—Uganda es mucho más que gorilas. Pero aún cuesta mucho convencer a una persona que viaja hasta aquí de que Uganda vale mucho más…

La frase de Jordi García resuena con todo su sentido después de una noche en un lugar como Murchison Falls. Hace un buen rato que Uganda me ha convencido. El sueño me vence. Apago el cerebro y se apaga también esa lucecita que, muy de vez en cuando, ilumina mis pensamientos.

Unas cataratas de película

Un grupo de elefantes pasea por la orilla. Unos cocodrilos descansan al sol. Varios hipopótamos enseñan las orejas y los ojos. Llega una gran garza goliat. Esto es navegar por el Nilo Blanco en esta parte del norte de Uganda.

Al poco de tomar el ferry en Parra, los martines pescadores, por decenas, se arremolinan en las paredes del cauce. Vamos a las cataratas Murchison: «La caída de agua más poderosa del mundo» y donde se filmaron algunas escenas de la película La reina de África.

Mientas navegamos por Nilo Blanco Jordi García sentencia…

—No tiene la fama global de otros lugares de Kenya o Tanzania, pero Uganda es sorprendente por su belleza paisajística y por la calidad de sus gentes.

Sus palabras se hacen aún más reales cuando llegamos a los tres grandes saltos de agua en el curso del Nilo Blanco (Nilo Victoria) que forman las cataratas con un desnivel de 43 metros, recorriendo la senda a pie de la Fajao Gorge. La caminata, que dura una hora, remonta por la ribera del río hasta llegar a la cima de la colina donde el agua cae, como vomitada, por una garganta de piedra.

Murchison es el único escape natural del que disponen las aguas del lago Victoria y el primer europeo que las visitó en 1864 fue el explorador británico Samuel White Baker, un «todista» (naturalista, ingeniero, explorador y escritor británico) que fue Gobernador General de esta parte del norte de Uganda y que las bautizó con el nombre de Roderick Murchison, presidente de la Royal Geographical Society.

Al acabar el recorrido, una luz brillante, blanca y poderosa, se adueña del mediodía. Hace mucho calor. Godfrey sonríe. Comemos y hablamos de supuestas diferencias entre «viajeros y turistas». Él, con un sentido común nada amante de la retórica, zanja ese supuesto gran debate inacabable: «Si estás en el parque eres un turista».

Gritos en la noche

Llueve desde hace un buen rato. Llevamos unos 3 kilómetros de trekking por caminos muy bien trazados en la selva de Budongo, pero no vemos chimpancés. Como si fuera el giro final de un guión de película, cuando todo parece indicar que volveremos al centro de recepción de visitantes del parque sin noticias de los primates…

Uuuuuuuuuhhhhhhh!!!

Unos gritos rompen la tarde que se hace noche. Una sinfonía de alaridos nos alerta de la presencia de un grupo de chimpancés.

—¿Están nerviosos?

—Hablan mucho entre ellos. Se comunican así…

—Pero… ¿Siempre gritan tanto?

—No. El problema es que el jefe del grupo no está aquí con ellos y están furiosos porque no lo localizan. Están intentando llamarlo para que responda y poderlo localizar. Por eso están nerviosos.

James Katongole es nuestro traductor del lenguaje de los chimpancés, un guía especializado en seguimiento y localización de estos primates. Tiene 29 años y trabaja en el centro de Kaniyo-Pabidi, a 30 kilómetros al norte de la ciudad de Masindi, en el límite meridional del parque nacional Murchison.

Uuuuuuuuuhhhhhhh!!!

Mientras contemplamos entre las sombras a los chimpancés que siguen aullando como poseídos, Katongole cuenta, a manera de justificar lo complicado que ha sido localizarlos, que los chimpancés se mueven mucho todos los días «unos 4-5 kilómetros por estas densas selvas» y siempre «en función de dónde localizan y encuentran la comida».

Uuuuuuuuuhhhhhhh!!!

«No es un trabajo sencillo», sentencia James Katongole, que se muestra contento y orgulloso del hallazgo, tras horas de búsqueda infructuosa. En esta parte del parque, explica, aún están trabajando para acostumbrar a varios grupos (unos 120 chimpancés salvajes) a la presencia humana «no intensiva» para poder «acercarse a ellos, sin problemas, y sin molestarlos demasiado».

Uuuuuuuuuhhhhhhh!!!

Budongo es el bosque de caobas más grande de África: aquí se encuentra la más antigua del continente —con 400 años—, y es, además, uno de los mejores lugares de Uganda para ver chimpancés. Al final, los ves, aunque cueste unas cuantas horas de camino y acabes empapado por esa constante y molesta lluvia tropical. Esto es la selva.

—Es un bosque muy grande, ¿no?

—Sí. Unos 825 Km2.

—¿Cuántos chimpancés viven por aquí?

—Alrededor de 811, pero podrían ser 900 chimpancés, ya que sólo tenemos un censo antiguo, y la población va en aumento, según nuestras observaciones.

—¿Cómo se alimentan?

—Son omnívoros, comen de todo: frutos, hojas e insectos, y también cazan monos como el colobo blanco y negro.

Uuuuuuuuuhhhhhhh!!!

Los chimpancés siguen gritando allá en lo alto, pero no se les ve muy bien. La selva tropical primaria no es el mejor lugar para observar animales salvajes. El ojo humano convive con mucha dificultad con una vegetación tan abundante y densa: es muy difícil enfocar entre tantos árboles y con una vegetación tan intrincada. Además, la mayoría de los animales son más activos durante las primeras y las últimas horas del día, cuando hay menos visibilidad para nosotros. Una selva como la de Budongo es un lugar complejo, difícil, pero siempre interesante.

—Fíjese…

James Katongole me señala uno de los chimpancés que está apilando hojas en la base de una rama grande y, como si fuera un colchón, prueba la parte más mullida. Está construyendo una estructura confortable sobre la que descansará esta noche. En un par de minutos su nido está listo.

—Es bonito —le digo a James. Sonreímos los dos.

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Uuuuuuuuuhhhhhhh!!!

Es un espectáculo natural muy poco habitual de ver para los no especialistas: la familia de chimpancés está haciendo sus nidos para dormir entre las las ramas de los árboles. Mientras, llaman a algunos de los miembros del grupo que parecen seguir, según dice Katongole, «perdidos y no responden a los mensajes».

Cae la noche más oscura sobre la selva de Budongo. Los chimpancés saltan entre las ramas. Gritan. Gritan mucho. Aúllan…

Uuuuuuuuuhhhhhhh!!!

Ningún sonido del bosque tropical africano se compara a una conversación a gritos entre chimpancés nerviosos: alaridos profundos, densos y agudos. Mientras salimos del bosque de Budongo, recuerdo el poema «Escuela», del libro ¡Oh, este viejo y roto violín! (1966). Me lo enseñaron en Guinea Ecuatorial. Pensando en ese lugar lo había escrito León Felipe, el único gran poeta español del siglo XX que vivió en una selva del centro de África, el único que escuchó los mismos gritos que ahora yo dejo ahora a mis espaldas en este bosque de Budongo:

(…)

Y ese niño, ¿por qué ha llorado toda la noche ese niño?

No es un niño, es un mono —me dijeron.

Y todos se rieron de mí.

Yo fui a comprobarlo y era un mono pequeño,

en efecto, pero lloraba igual que un niño,

más desgarrada y dolorosamente que todos los niños

que yo había oído llorar en el mundo.


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Realizado en colaboración con Terres Llunyanes y Turkish Airlines