Un escritor (Gabi Martínez), un naturalista (Jordi Serrallonga) y una ilustradora (Joana Santamans) se unen para conjurar a animales que ya no podemos observar o que solo podemos imaginar. El resultado, Animales invisibles (Nórdica, 2021), nos permite conocer un «catálogo de lo que hubo y pudo haber, de lo que pueda existir y desearíamos descubrir», en palabras del prologuista de lujo de esta edición, el actor, fotógrafo y editor Viggo Mortensen. Dividiendo el libro en varias secciones, Martínez y Serrallonga repasan la naturaleza icónica de animales que sucumbieron a la extinción (el dodo, el mamut lanudo, la gacela de Yemen, el moa…), que se aferran con dificultad a la vida (el calamar gigante, el lobo, el león asiático, el delfín rosado…) o que se niegan a desaparecer del inconsciente colectivo (el yeti, el kraken, el monstruo del lago Ness…). Las peculiaridades históricas de la relación del Homo sapiens con cada una de estas especies y el detalle pictórico de las ilustraciones de Santamans convierten Animales invisibles en un volumen de misterios y ensoñaciones, pero también agravios, y una llamada a la acción para atesorar la riqueza natural del planeta. A continuación conocemos a tres de estos animales: el dodo, el búfalo blanco y el ts’ikayo.


Extinción / El dodo, Raphus cucullatus, (Linnaeus, 1758)

Durante una visita a Londres y sus alrededores, además de las rutas turísticas centradas en el Big Ben, el cambio de la guardia o las compras navideñas, cabe la posibilidad de ir tras la pista de un ave que, con el decurso del tiempo, se ha convertido en el estandarte del conservacionismo: el dodo. Para ello debe tomarse el tren en la estación de King’s Cross. Pero no para transportarse a Hogwarts desde el andén 9 3⁄4, como Harry Potter y sus amigos, sino para hacer un viaje hasta el Oxford del siglo XIX.

Allí, cerca de los colegios universitarios, se erige el Museo de Historia Natural. En su interior, Lewis Carroll deambula entre tesoros científicos venidos de Oxfordshire y otros rincones del planeta. Su vitrina favorita: la que contiene los restos de esa extraña ave con un pico grande, grueso y curvado en su extremo. El óleo que se exhibe a su vera recrea las formas y colores chillones del dodo de Oxford. Se le ve rechoncho, exótico, de andares torpes y expresión bonachona. Sin duda, un buen personaje, junto al gato de Cheshire, para su próxima obra literaria: Alicia en el País de las Maravillas.

Un ave que, con el decurso del tiempo, se ha convertido en el estandarte del conservacionismo

El periplo continúa en el siglo XXI. El tren avanza para adentrarse en uno de los documentales conducidos por sir David Attenborough: Natural History Museum Alive. El naturalista se ha escondido en el emblemático museo londinense tras la hora del cierre. Va a pasar la velada con Dippy, el dinosaurio del vestíbulo, un megaterio y otros animales que esa noche cobran vida. Así, le vemos sentado en un banco mientras observa a unas aves que se acercan… ¡son dodos! Los fríos huesos de la colección se han convertido en seres de carne y hueso. Entonces, con su tono jovial, explica que son más ágiles y estilizados de lo que creíamos, y menos coloreados. Pero ¿por qué estas dudas sobre un animal tan conocido? Porque se extinguió sin que antes pudiéramos estudiar su biología.

Dodo – Ilustración de Joana Santamans

Fue un esclavo cimarrón, en 1674, el último humano que observó a un dodo vivo. Nos situamos en la isla Mauricio, océano Índico. Este espécimen, incapaz de volar debido a sus alas atrofiadas, no tenía depredadores naturales. Pero con la colonización de Mauricio llegó también el fin del dodo. Supuso una presa fácil para marinos y colonos en pos de carne fresca y, a finales del XVIII, la especie se extinguió. Por este motivo, el dodo es uno de los grandes símbolos que explican cómo la humanidad, ya desde el Neolítico, tras alterar el medio natural, ha provocado la desaparición de muchos seres vivos que jamás podremos visualizar si no es a través de sus fósiles… o del tren del imaginario.

Vida / El búfalo blanco, Bison bison, (Linnaeus, 1758)

En algún lugar sagrado de la reserva cheyenne, en Dakota del Sur, se halla escondida la Pipa del Ternero de Búfalo Blanco. Cuentan los sioux que esa pipa fue el obsequio de una mujer que apareció de la nada y enseñó a su pueblo a consagrar el tabaco y a fumarlo en la pipa que los conectó con el creador Wakan Tanka. «Nos dijo que mientras cuidemos y respetemos la Tierra, nuestra gente vivirá siempre», afirmó el líder lakota Joseph Caballo. Luego, delante de todos, la mujer se transformó en un búfalo blanco y se marchó.

Entre los indígenas americanos, el búfalo es un animal tan sagrado que los antiguos cazadores se acercaban a las bestias derribadas e inhalaban su último aliento para absorber las esencias de su espíritu. En la tradición, el búfalo es «dador de todo». De carne y abrigos. De fuerza y confianza. Manadas compuestas por miles de animales que a veces pesan más de una tonelada han nutrido a los aborígenes durante siglos.

Entre los indígenas americanos, el búfalo es un animal tan sagrado que los antiguos cazadores se acercaban a las bestias derribadas e inhalaban su último aliento para absorber las esencias de su espíritu

Pero el búfalo blanco es aún más sublime. Un ser tan insólito que eleva la idea de lo sagrado a una potencia intocable: no se le puede cazar. Si hubo una vez en la que los cheyenne mataron a uno, fue durante una lluvia de estrellas, el momento que consideraron perfecto para redactar sobre su piel un tratado de paz y comercio. Una excepción absoluta en una situación de emergencia, confiando en que la magia del animal ayudaría a la supervivencia del pueblo.

Búfalo blanco – Ilustración de Joana Santamans

En las inmensas manadas que se extienden como océanos de color negro y marrón, un búfalo blanco es un punto extraño, tan irreal que a menudo hay que volver a mirar para comprender lo que se está viendo. En la noche, cuando pasta con los suyos en los valles fluviales, las praderas y llanuras, su blancura puede iluminar como un faro.

La Asociación Nacional del Bisonte ha calculado que nace una cría de búfalo blanco cada diez millones de partos. Exageración o no, insinúa su extraordinaria rareza, registrada también en los nombres que les dan: Miracle (Milagro), Lightning (Relámpago) o Medicine (Medicina) son algunos recurrentes, dentro de su excepcionalidad.

Escasean tanto que cada una de sus historias es memorable, aunque la del rancho Spirit Mountain de Arizona destaca no solo por haber criado a algún búfalo blanco, sino por haber conseguido su reproducción. En el rancho, han llegado a habitar quince ejemplares. De las vallas que los rodean suelen colgar ofrendas dejadas por los nativos americanos que acuden a ver el rebaño, quizá, más mágico del mundo.

Mito / Ts’ikayo (sin evidencia científica)

Acampamos en el bush de Eyasi, al norte de Tanzania. Una región que recuerda al paisaje árido e inhóspito de otro lago de la Gran Falla del Rift: el Natron. «La tierra de los arbustos… no es lugar para el hombre blanco», le dice el capataz a Karen Blixen en Memorias de África. Pero los habitantes de Eyasi, los hadzabe, no son wazungus —blancos— y están adaptados a vivir en un medio adverso. Son una etnia de cazadores-recolectores que, tras la llegada del Neolítico y la posterior Revolución Industrial, todavía practican la exitosa subsistencia predadora que caracterizó a la evolución humana. En efecto, desde hace siete millones de años hasta el tardío advenimiento de las economías productoras, nuestros ancestros homínidos fueron eficientes oportunistas.

Llevábamos varios días estudiando a este pueblo khoisánido —etnia que habla una lengua de clics y chasquidos, la más antigua que conocen los lingüistas— cuando hicimos un alto para visitar la granja de Nani y Chris en Kisima Ngeda, un oasis a las orillas del Eyasi. Provistos de cervezas Tusker y con la mirada fija en la bella cuenca lacustre, charlamos sobre fósiles, la familia y los hadzabe: los Homo sapiens vivos más estrechamente emparentados con los primeros representantes africanos de nuestra especie. Fue entonces cuando Nani pronunció la palabra Ts’ikayo. Así nombran a una criatura fantástica que es medio elefante, medio humano; resulta extraordinario que estos predadores nómadas fusionen al humano con otro animal de gran inteligencia. Y es que el elefante, junto con los bonobos, chimpancés, gorilas, orangutanes y delfines, es capaz de reconocerse ante el espejo… es consciente de su existencia.

Ts’ikayo – Ilustración de Joana Santamans

Los elefantes muestran complejos comportamientos tras la muerte de un familiar o compañero, algo demasiado frecuente en los últimos tiempos: muchos están sucumbiendo víctimas de la caza y la destrucción de su hábitat natural.

Los hadzabe —quedan unos cuatrocientos divididos en pequeños grupos— también son seres vivos cuya forma de vida se encuentra en grave peligro de extinción. Agricultores y ganaderos, las enfermedades y el alcohol muerden el limitado territorio donde tienen permitido recolectar así como cazar con arcos y flechas y, en breve, podrían llegar a ser tan invisibles como el Ts’ikayo. Por lo tanto, no sería descabellado que, al igual que intentamos proteger a leones o elefantes, pugnemos por salvaguardar su diversidad cultural. Así, la próxima vez que nuestro amigo —del grupo Han’ta— rastree a un eland, y el antílope penetre en el Área de Conservación de Ngorongoro, le evitaremos tener que plantearse por qué el leopardo puede abatirlo y él no. Son incapaces de comprender la prohibición gubernamental.

—Leopardo y humano somos animales —nos dijo un día de rastreo durante un alto que aprovechó para fumar su pipa. «Leopardo y humanos somos animales». Sin estudios universitarios, sin haber leído a Darwin. Mientras en Occidente seguimos situándonos como la especie elegida —evitando la promiscuidad con la animalidad—, los hadzabe, gracias a la academia que supone vivir en plena naturaleza, saben algo profundo, más allá de opiniones y juicios, acerca de nuestro origen común.


Animales invisibles / Gabi Martínez y Jordi Serrallonga, con ilustraciones de Joana Santamans / Nórdica libros, 2021