Publicamos la segunda y última parte de ‘Llegar a Nuquí’, una crónica de Julián Arias con fotografías de Sebastián Ramírez. Puedes leer la primera parte de la crónica aquí.


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Es media noche. Ya nos hemos adentrado en el mar. No hay orillas ni luces ni se escucha el ruido de la ciudad, solamente el golpe del hierro contra las olas y el sonido ronco del motor enterrado en la cubierta.

Octalívar Tabares, campesino, ganadero, albañil, mecánico, pescador y comerciante pereirano de sesenta y seis años, es un tipo delgado de ojos claros que anda con la maleta puesta y habla hasta por los codos.

Sentado en una de las bancas de la cubierta, me narra la historia de cómo llegó por primera vez a Nuquí: en 1998, con su hija de trece años, llegó hasta donde termina la carretera que viene de Pereira y empieza la selva, un pueblito en el departamento del Chocó llamado las Ánimas, dice. Se adentró en el monte, recorrió caminos y cañadas, encontró caseríos y cruzó el río Baudó y luego de ocho o diez o doce días llegó a Nuquí.

—Llegué y me enamoré. Si los extranjeros se enamoran de Nuquí por qué no se va a enamorar uno. Ese es el paraíso de Colombia.

Unos días después estaba vendiendo la finca que tenía en las afueras de Pereira para comprar seis hectáreas de tierra en Nuquí. Desde entonces, vive seis meses en la ciudad y seis en el pueblo.

«Llegué y me enamoré. Si los extranjeros se enamoran de Nuquí por qué no se va a enamorar uno. Ese es el paraíso de Colombia»

—En Nuquí uno vive con poco. Allá llueve casi todos los días, ahí tengo el agua; el mar me trae la leña que necesito para cocinar y en la casa tengo una atarraya, no necesito más. En el 2019 me pasó de todo: desaparecieron a Carlos, el amigo que me llevó a Nuquí y que vivía en una cabaña al lado de la mía; los ladrones me vaciaron la casa y casi me ahogo saliendo de Buenaventura, pero ni así me sacan de Nuquí, yo de allá no me muevo —, dice Octalívar y ajusta los cierres de su chaleco salvavidas. Ahora cuenta la historia del naufragio.

El cuartón de madera que servía de sostén a su litera crujía cada que el barco se inclinaba a la derecha. En su teléfono celular marcaban las 9:40 de una noche opaca sobre la Bahía de Buenaventura. Un golpe fuerte y el cuartón saltó hasta unos bultos de cemento amontonados en el pasillo que conectaba con la cabina del barco. La litera no se cayó, pero aumentó el crujido de los tablones sobre su cabeza. Una melodía espantosa en sincronía con el vaivén del barco.

Octalívar no recuerda en qué momento salió corriendo del camarote ni cuándo recibió el golpe en un costado de la cabeza que le enjuagó de sangre la camisa. Lo que sí recuerda es su cuerpo arrastrado por los viajeros que buscaban salir a la cubierta, mientras en su cabeza se repetía la imagen del chaleco salvavidas doblado y bien acomodado debajo de la litera. Consciente de que no podía regresar al camarote, se dejó llevar por el tumulto que entre alaridos y golpes salían y saltaban al agua. Dice Octalívar que justo cuando iba a saltar recordó que no sabía nadar. Como pudo esquivó el tumulto y alcanzó la proa, en el camino observó al capitán lanzarse al agua aferrado a una vara de madera y a dos marineros cortando a machetazos la cuerda que sostenía el bote salvavidas, el bote cayó al agua boca abajo.

«En el 2019 me pasó de todo: desaparecieron a Carlos, el amigo que me llevó a Nuquí y que vivía en una cabaña al lado de la mía; los ladrones me vaciaron la casa y casi me ahogo saliendo de Buenaventura, pero ni así me sacan de Nuquí, yo de allá no me muevo»

Las luces se apagaron. Octalívar aguantaba asegurado a la barandilla y miraba como la popa del barco desaparecía a sus pies. Luego las imágenes son borrosas. El agua verdosa y turbia. Una linterna que no dejaba de alumbrar. Un empujón que lo sacó del fondo del océano, la mano de Dios, dice, y que lo dejó flotando como un corcho al lado de una nevera de poliestireno.

De las imágenes borrosas al llanto y la confusión. La gente gritaba y movía las manos desesperadamente. Una señora tragaba agua mientras empujaba a un niño de siete años sobre un pedazo de madera. Un marinero cargaba a sus espaldas a una niña de doce. Dos españoles se dejaban llevar por la corriente aferrados a un bidón de plástico. Octalívar alcanzó la nevera y vio a lo lejos los destellos de una tormenta que caía sobre Buenaventura y que impidió que la Armada saliera en busca del naufragio. Entonces, cerró sus ojos castigados por la sal y descansó su cabeza sobre la nevera.

Ocho horas después, en la madrugada del 5 de julio de 2019, un barco de turismo encontró los restos esparcidos de la nave y a diecisiete de los veintiún pasajeros aferrados a neveras repletas de carne.

—El Karol Tatiana era un barco viejo de madera. Ese día lo cargan y sale con todos los defectos, va sobrecargado y mal cargado. Yo estaba hablando con los ciudadanos españoles y les dije: «este barco lo devuelven, esto no lo dejan salir así, nos toca devolvernos, bajar la carga y nivelarlo». Estaba como tres centímetros por encima de la línea de agua. La Armada no le ve problema y lo despacha. Y vea, murieron dos marineros, un maquinista, la cocinera y una señora que murió encerrada en el camarote con el chaleco puesto, se había tomado un mareol, yo creo que ni cuenta se dio.

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Trece horas de Viaje entre Buenaventura y Nuquí. Veo a Enrique levantarse a las 5:20 de la mañana. No ha dormido nada. Empaca sus pertenencias en un maletín negro, camina hasta la cabina y le dice al capitán que detenga el barco a la altura de Cabo Corrientes, ahí lo estarán esperando.

Enrique es alto, fuerte, tímido.

«Estuve nueve años y medio en Estados Unidos. Estuve en la cárcel de Nueva York, en Florida, en Arkansas, en Illinois y en una cárcel en la frontera con Canadá donde había nueve meses de invierno y tres de calor»

Hace catorce años, un día cualquiera a eso de la una de la mañana, de uno de estos caseríos a orillas del Pacífico, Enrique y dos hombres más salieron en una lancha con tres motores fuera de borda de doscientos caballos y una tonelada y media de cocaína rumbo a Centro América. Seis días después, todavía en aguas internacionales, pero a pocas horas de la costa de Oaxaca, en México, dos lanchas rápidas y un helicóptero de la Guardia Costera estadounidense los interceptaron y los capturaron.

—Estuve nueve años y medio en Estados Unidos. Estuve en la cárcel de Nueva York, en Florida, en Arkansas, en Illinois y en una cárcel en la frontera con Canadá donde había nueve meses de invierno y tres de calor. No veía el sol. Me volví más blanco que usted— me dice Enrique y mira hacia Cabo Corrientes buscando la pequeña embarcación que lo llevará hasta un barco camaronero donde permanecerá diez días lanzando y recuperando redes de pesca, seleccionando, empacando y cargando camarones por alrededor de sesenta mil pesos el día.

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A eso de las seis de un amanecer gris navegamos el Golfo de Tribugá. El capitán fondea el barco enfrente de un caserío arrinconado por la selva, así es Arusí, corregimiento de Nuquí: a lado y lado de cuatro o cinco calles de arena se levantan pequeñas casas de cemento y madera. No se ve tanta gente, no se oye ruido. Se ven los botes que salen de la orilla y cercan la nave, unos con poderosos motores de más de cien caballos; otros, botecitos de madera impulsados por brazos quemados por el sol.

Dos bultos de papa y un guacal con tomate, cebolla, zanahoria y pimiento para Nelly Riascos; ocho pipetas de gas propano para Jennifer Díaz; cuatrocientas ochenta botellas de agua, trescientas botellas de gaseosa y trescientas sesenta latas de cerveza para Ervis Moreno.

Ágiles como gatos, las personas suben al barco y se mueven de un lado para otro buscando sus encomiendas.

Veinte bultos de cemento y trescientos ladrillos para Adriano; un bulto de comida para perros y un bulto de maíz amarillo para Ana María; cinco guacales con verduras para el hotel Piedra; mil botellas plásticas (para envasar mejunjes y bebidas artesanales) para Diego González; trece bultos de alimento para pollos para Mery; un lavamanos para Epifania; una nevera de poliestireno con carne de cerdo para Kenia Asprilla; una cama para Hermer Díaz.

Hermer Díaz es un tipo desgarbado entrado en años que asegura vivir en el paraíso.

—Mire esa selva, mire el mar, acá se puede sembrar plátano, coco, se puede pescar, están los familiares, los amigos, el traguito, las mujeres, la tranquilidá. ¿Dónde va a vivir uno así? Y así nos quieren hacer un puerto, nos quieren volver como Buenaventura y usted ya sabe cómo es la situación allá.

En el año 2007 la Sociedad Arquímedes inició los trámites legales para construir un puerto aquí, en el Golfo de Tribugá. Hace cinco años, la organización internacional Mission Blue declaró a Tribugá uno de los veinticuatro puntos de esperanza de biodiversidad del planeta. Hace cuatro años, Diana Ruiz Pino, una oceanógrafa del laboratorio L´OCEAN dijo: «Un puerto en Tribugá afectaría todo el océano Pacífico. Estamos hablando de destruir el lugar adonde vienen las ballenas jorobadas desde el Polo Sur a reproducirse, habrá daños sobre el vecino Parque Natural Ensenada de Utría y se pondrán en peligro las comunidades afrodescendientes e indígenas que han mantenido la zona intacta»; en septiembre de ese mismo año la Agencia Nacional de Infraestructura (ANI) archivó la solicitud de concesión portuaria ante la falta de requerimientos legales por parte de la Sociedad Arquímedes.

—Pero ya no van a hacer el Puerto—, le digo a Hermer.

—Eso cree usted—, me contesta; mientras acomoda la cama en su pequeño bote.

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Veinte horas y cuatro paradas después, en medio de un paisaje exuberante, aparecen como incrustadas las casas de madera a orillas del río Nuquí. La desembocadura del río tiene la forma de un lago sucio y tranquilo donde se ven los mangles, los peces, los plásticos que corren hasta el mar. Por todas partes se ve la selva, montañas de verde empujando el caserío hacia la orilla. La entrada al río es estrecha y llena de rocas, el capitán conduce lentamente la nave hasta un muelle improvisado y maltrecho donde una muchedumbre espera sus encargos.

La desembocadura del río tiene la forma de un lago sucio y tranquilo donde se ven los mangles, los peces, los plásticos que corren hasta el mar

En Nuquí hay más de dieciséis mil habitantes (75% afrodescendientes y 22% indígenas según el DANE) desperdigados en diez calles del casco urbano y en los nueve corregimientos levantados en la línea costera desde Cabo Corrientes hasta la Ensenada de Utría. Este municipio sintetiza las paradojas del departamento del Chocó; mientras la naturaleza permanece abundante, cuatro de cada diez personas no tienen agua potable, tan solo el 9% de alcantarillado y la mitad vive sin las necesidades básicas satisfechas. Aquí viven de la pesca, del cultivo de plátano y coco y ahora, según cuentan, el 40% de la población tiene que ver con el turismo.

Son las cuatro de la tarde de un viernes de julio, el día es gris pero bochornoso. A lo largo de la calle del comercio, la única pavimentada del pueblo, se escucha el retumbo de enormes equipos de sonido, se ve la gente que se junta fuera de las casas, los jóvenes que empiezan a ocupar los bares y decenas de personas que caminan con las manos y las espaldas cargadas con mercancías que traen del barco; este lleva un televisor de cincuenta pulgadas, aquel un bulto de cemento, Octalívar un costal con mercado en una mano y una caja de cartón con un par de gansos en la otra.

Aquí viven de la pesca, del cultivo de plátano y coco y ahora, según cuentan, el 40% de la población tiene que ver con el turismo

Sentado en una cafetería al final de la calle, Octalívar vacía una botella de cerveza de dos sorbos y saluda con entusiasmo a Fabio Valois, un tipo grandote de cara amable, que se sienta y nos cuenta la historia de cómo empezó en el negocio del transporte en barco: en 1987, con veintisiete años, consiguió un hacha, taló una ceiba, labró un bote de madera, le adaptó un motor de cuarenta caballos, lo cargó con cuatrocientas raciones de plátano y viajó hasta Buenaventura.

—Me echaba 24 horas para llegar hasta Buenaventura. Llevaba plátano y traía lo que no se produce en la región porque acá no se produce nada, simplemente pescado, banano, plátano y coco, todo hay que traerlo de la ciudad.

Cada tanto, obligado por el éxito del negocio y por la dureza del océano, Valois debía reemplazar el bote. El segundo fue hecho con tablones de choibá y dos motores de cuarenta, cargaba hasta quince toneladas. Al tercero lo llamó El Luchador, un barco de madera para cuarenta toneladas con motor diésel, ensamblado enfrente de su casa, en el muelle donde acabamos de anclar.

Entrada la década del noventa a Nuquí hace rato que llegaban comerciantes y jipis y extranjeros que compraban terrenos baratos para construir casas y negocios. Hoy, la mayoría de las playas son privadas, por cada cuarenta y cinco kilómetros de playa apenas dos pertenecen a la comunidad. Valois recuerda que en esos días Nuquí era un caserío pequeño de casas de madera sin energía eléctrica y con poco comercio.

—Yo estaba solo con el negocio en Nuquí, había mucho trabajo, la gente estaba construyendo el pueblo y estaba llegando gente de afuera a invertir. Entonces un amigo me dijo que estaban vendiendo un barco de hierro abandonado en Buenaventura. Lo compré. Lo llevamos al astillero y lo alargamos, quedó para unas ciento veinte toneladas. Lo llamé el Valois Mar. Al año de estar con ese barco se me quedo pequeño, no me cabían sino mil cuatrocientos tablones de madera y yo quería meterle dos mil, lo alargué seis metros más, me quedó cargando unas ciento sesenta toneladas. Ahí cargué los postes para la energía del pueblo, las redes, los tubos para el acueducto, materiales para el aeropuerto, traje motos, motocarros y cerveza, hice más de mil quinientos viajes y en ninguno faltó la cerveza. Yo bajaba cargado con madera, entraba por el río Baudó y llenaba ese barco con sajo y caucho, cobraba ocho millones de pesos por el viaje hasta Buenaventura y luego regresaba cargado con las remesas.

Transcurría el año 2005, Fabio Valois navegaba por la Bahía de Buenaventura hacia Nuquí cuando hombres armados en una lancha asaltaron el barco cargado con mercancías. Los piratas obligaron a virar la nave hacia el sur. Valois recuerda que a mitad de la noche fondearon el barco a la orilla de alguno de esos ríos que desemboca en el Pacífico. No tenía la menor idea de dónde estaban. Pasaron tres días. Un buque de la Armada Nacional encontró el barco a orillas del río Saija, cerca al municipio de Timbiquí, Cauca, a la tripulación encerrada y amarrada en un camarote y las mercancías amontonadas a un lado del barco listas para cargar en otra nave. Los ladrones huyeron disparando por la selva mientras los oficiales de la Armada contestaban con fusiles y granadas.

En 2019, luego de muchas extorsiones, unos cuantos atracos y algunas amenazas, Valois decidió vender el barco.

—Me tocó salir del barco porque la mujer me decía que era peligroso. Yo a Buenaventura no volví, me vine y no volví por allá, allá a usted lo extorsionan, usted vende una casa, vende algún bien y ahí mismo le caen por la plata. Yo los engañé y me volé, yo dije que el barco estaba arrendado y así me fui, pero el barco no estaba arrendado, estaba vendido. Ellos después se dieron cuenta y dijeron: «por acá vuelve, él aquí cae mansito». Por eso ya casi no salgo, sólo viajo en avioneta cuando voy a visitar a mis hijos que viven en Cali o en Medellín, el resto del tiempo permanezco en Nuquí, acá me conocen, me respetan, nunca he tenido problemas. A pesar de las dificultades y de esos grupos que todavía andan en el monte, acá se vive tranquilo.


Imágenes de Sebastián Ramírez