Publicamos la primera parte de ‘Llegar a Nuquí’, una crónica de Julián Arias con fotografías de Sebastián Ramírez


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Comparto el camarote con tres hombres. El más viejo tiene unos sesenta años y viaja a Jurubirá. Hay otro de cincuenta y tantos que va a Tribugá. Y Enrique, de cuarenta y siete, que dice, se quedará mar adentro. 

Recostado en la litera el tiempo avanza lento y aburrido, algún acuerdo tácito mantiene a las personas dentro del camarote en silencio; sin embargo, en la cubierta alta, una especie de azotea rodeada por una baranda de hierro, se juntan los viajeros a compartir historias y bochinches. En el barco que viaja desde Buenaventura hasta Nuquí en el Pacífico colombiano, algunos pasajeros cuentan historias.

El hombre de sesenta años habla de una bióloga suiza que le compró al Tío dos cabañas de madera en la playa de Nuquí por cuatrocientos millones de pesos, unos cien mil dólares. El Tío es un manizaleño que llegó hace más de veinte años al pueblo y que hace parte de ese nutrido grupo de comerciantes que desde los años ochenta, motivados por los proyectos del puerto en el Golfo de Tribugá y la carretera que conectará a Nuquí con el Eje Cafetero, se acomodaron en la zona buscando fortuna.

En la cubierta alta, una especie de azotea rodeada por una baranda de hierro, se juntan los viajeros a compartir historias y bochinches

Otro hombre habla de una reciente reunión de paramilitares con la comunidad de alguna de las veredas del municipio. Los proyectos del puerto y la carretera, además de comerciantes, estimularon la llegada de grupos guerrilleros y paramilitares. Ese día, Indalecio, un hombre de más de setenta años, enfrentó al comandante y le dijo: «Ustedes no quieren paz, ustedes se la ganan muy fácil extorsionando a la gente y no van a soltar esa tetica», el comandante sonrió y le contestó que ellos no estaban para sembrar plátano y yuca.

Otro, cuenta la historia de Éder, un comerciante y pescador del pueblo. El hombre hizo un préstamo en el Banco Agrario para comprar una lancha y llevar pescado hasta Buenaventura. En su primer viaje, un integrante de una de las bandas de la ciudad, le advirtió que por cada venta tendría que pagarles un porcentaje. Esa mañana Éder regresó hasta su casa en Nuquí, llegó con el ceño arrugado vociferando que nunca le pagaría un peso a ninguno de esos grupos. Desde ese día, la lancha está amarrada pudriéndose en la orilla del mar.

Los relatos se mantienen hasta las ocho de la noche: que las bandas en Buenaventura están cobrando quinientos pesos por cada coco que se vende en la galería, que la semana pasada a Leonel le quitaron una tonelada de pescado porque se negó a pagar la vacuna, que a Octalívar una pareja de franceses le quiere comprar una de las cabañas que tiene en la playa de Nuquí. A esa hora, el Cholo, uno de los marineros, se acerca y les pide a los pasajeros apagar los teléfonos. Por alguna razón, las luces de las pantallas sirven de carnada para los piratas que, agazapados en algún estero, armados y con lanchas rápidas, esperan la oportunidad para ocupar y atracar el barco.

Entonces Deli nos narra la última historia de la noche: hace algunos meses zarparon de Buenaventura a las cuatro de la tarde. Los estibadores habían cargado el barco con rapidez y la marea les había permitido salir temprano. Todo estaba listo para llevar las encomiendas. Deli recuerda que tan solo llevaban unas cuarenta toneladas de carga: comida, cerveza, materiales de construcción y un par de motocicletas. El barco puede llevar hasta ochenta toneladas en remesas.

Cuatro hombres con armas largas apuntaban desde una embarcación impulsada por un motor fuera de borda de doscientos caballos de fuerza

A eso de las nueve de la noche, cuando la vista no alcanzaba más allá de la cubierta, un disparo en la popa alertó a la tripulación. Cuatro hombres con armas largas apuntaban desde una embarcación impulsada por un motor fuera de borda de doscientos caballos de fuerza. Los ladrones recorrieron y escudriñaron el barco y se llevaron todo cuanto les cupo en su nave. Al capitán y al contador, una pistola en la cabeza, los llevaron hasta la entrada a la bodega, allí los amenazaron para que entregaran un dinero que aseguraban llevaban escondido en algún rincón. Los ladrones no se llevaron el dinero, pero les dejaron a los dos tripulantes un recordatorio de más de tres puntos de sutura en la frente. Luego de ese día, Deli, cada que sale a navegar, deja en su casa el teléfono celular smartphone que le regaló uno de sus hijos un día del padre y en cambio se lleva un teléfono viejo y destartalado que solo sirve para llamar.

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El Transportador es un armatoste de hierro recién pintado gobernado por ocho marineros entrados en años, robustos y reservados.

Dos hombres en la sala de máquinas: el primer maquinista es Marcelo, nacido en Buenaventura hace sesenta y siete años, tiene el pelo blancuzco y la piel negra tostada y dura como un tablón de choibá. Terminó de prestar el servicio militar en 1977 y se fue a trabajar en un barco. Ha pasado los últimos cuarenta y seis años navegando en el Pacífico y dice que cuando lleva dos días en tierra ya quiere volver al mar: «con toda la violencia que hay en la ciudad, prefiero estar por acá». Junto a él, Jhony «el Cholo», un mecánico diésel recién salido de la cárcel. El hombre tiene cincuenta años y las marcas en su piel revelan juerga, drogas, exceso. Dice que desde los ocho años su papá, un mecánico reputado del puerto, lo llevaba a navegar. El Cholo se alterna cada tres horas el control del cuarto de máquinas con Marcelo, habla poco, pero cada cambio de turno se le ve manoteando y maldiciendo al viento o al mar o a ese montón de hierros calientes a más de cincuenta grados en la sala de máquinas. Los marineros dicen que el Cholo, después de su paso por la cárcel, habla más con el barco que con la tripulación.

Tres hombres en la cubierta: Deli es un hombre bajo, rollizo, amable. Nacido en Bocas de Satinga, un municipio ubicado a orillas del Pacífico en el sur de Colombia, su cuerpo desde muy pequeño se acostumbró a largas jornadas mar adentro; mientras el padre lanzaba el chinchorro, el hijo con una vasija de plástico sacaba el agua que se filtraba en la barca de madera. Deli tiene sesenta y cuatro años, de los cuales lleva treinta y siete de marinero. A su cara redonda y negra la adorna un pequeño bigote espeso recortado perfectamente a la sombra de la nariz. Trae puesta una gorra roja con la visera hacia atrás, una camiseta sin mangas tensa sobre una generosa barriga, una pantaloneta y unas gastadas chanclas de plástico. Este atuendo se repite en todos los marineros de este barco.

Ha pasado los últimos cuarenta y seis años navegando en el Pacífico y dice que cuando lleva dos días en tierra ya quiere volver al mar

Olíster y Benigno coinciden en sus casi veinte años navegando, los dos tienen cerca de sesenta, son de pocas palabras, bajos, rasgos indígenas, la piel curtida, la postura extraordinariamente erguida y los brazos largos y musculosos. Ambos nacieron a orillas del pacífico en algún pueblo del departamento de Nariño y sólo se les ve en la cubierta cuando deben realizar alguna tarea o a la hora de la comida.  Deli, Olíster, Benigno y el capitán se relevan en el control del timón.

El capitán es alto y atlético que dicen lleva más de treinta años navegando. El tipo sonríe por todo, pero no contesta preguntas. Durante el viaje permanece encerrado en su camarote y sólo se le ve en la cabina cuando revisa los instrumentos de navegación para asegurar que la nave mantenga el rumbo. El capitán entrega el timón luego de atravesar la Bahía de Buenaventura y lo retoma en Cabo Corrientes, en el Golfo de Tribugá, Chocó. Mientras los marineros se juntan en la cubierta para comer, el capitán espera recostado en su camarote a que alguien de la tripulación le lleve la comida.

Alba, la cocinera, ha pasado veinticinco de sus cincuenta y tres años navegando. Nació en Timbiquí, Cauca y la guerra la desplazó hasta Buenaventura. Allí trabajaba cocinando en restaurantes hasta que un vecino del barrio le consiguió trabajo como cocinera en un barco; desde entonces, cada semana, duerme tres noches en su casa en Buenaventura y cuatro en el océano. En el puerto vive con tres sobrinos que le dicen mamá, su hermano murió hace más de veinte años y dejó una niña de ocho, un niño de nueve y otro de diez. Casi todo el viaje Alba permanece en la cocina: un espacio estrecho donde solo caben ella, una estufa a gas, un congelador pequeño, dos cajones de madera y todo el menaje para cocinar. El fuerte vaivén del barco por el mal tiempo obliga a los pasajeros a permanecer sentados y asegurados a alguna barandilla; Alba apuntala su cadera contra el refrigerador mientras destripa un pescado, el movimiento de sus rodillas y del cuchillo en sus manos coincide con el movimiento del barco. Alba tiene una sonrisa grande y blanca en un cuerpo pequeño pero macizo, y cocina el mejor sancocho de pescado de Buenaventura, eso dice el Contador.

Casi todo el viaje Alba permanece en la cocina: un espacio estrecho donde solo caben ella, una estufa a gas, un congelador pequeño, dos cajones de madera y todo el menaje para cocinar

El Contador es un tipo de cincuenta y cinco años, pesado, el pelo rojizo, tiene un tatuaje de un dragón que le cubre toda la espalda y una rara lesión en sus tobillos, una especie de artrosis que lo obliga a caminar con el borde externo del pie. El contador es el responsable de todo el andamiaje alrededor del negocio, en sus manos mantiene un cuaderno donde están los nombres de los clientes y el inventario de mercancías que deben entregar en cada caserío. Aunque el contador es un tipo hosco; luego de cuatro días de viaje, cuando la nave regrese a las aguas calmas de la Bahía de Buenaventura y a lo lejos se vean los caseríos y las pequeñas embarcaciones corriendo de un lado para otro y los buques haciendo fila en el puerto, el hombre mostrará algún indicio de amabilidad.

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Buenaventura es una ciudad colombiana acostada a orillas del Pacífico. Una ciudad llena de pequeños caseríos con el triste aspecto del abandono, junto a uno de los puertos más modernos de Latinoamérica. En Buenaventura las personas dedican sus esfuerzos a combatir con el mar; el mar ataca la ciudad, las personas lo rellenan con escombros y basuras y levantan casas de madera sobre palafitos; así, ganan terreno y un techo. Buenaventura es la ciudad más grande del Pacífico colombiano (un poco más de cuatrocientos mil habitantes) y también, quizás, la que mejor lo representa.

—En esta ciudad usted ve la violencia, la pobreza, la escasez, pero también están el mar, los ríos y toda esa riqueza del puerto—, me dijo Lola, la propietaria de un restaurante dentro del terminal de transportes. Lola y Carmen llevan más de veinte años en el negocio de las comidas, las dos tienen más de sesenta, hablan mucho y se contradicen todo el tiempo; sin embargo, coinciden en que el peor presidente de la historia de Colombia se llama César Gaviria Trujillo. Lola y Carmen trabajaron en Puertos de Colombia, entidad estatal encargada de administrar el puerto hasta 1991.

—Él fue el que nos privatizó el puerto, nos dejó en la calle, sin nada. Nos dijeron que tranquilas, que esperáramos que la nueva empresa nos llamaba y nada, aquí estamos sentadas esperando.

Hoy, por el puerto se mueve más de la mitad del comercio exterior marítimo de Colombia, en el 2022 se movilizaron alrededor de diecinueve millones de toneladas de carga, casi veinte mil millones de dólares en una ciudad donde el ochenta por ciento de sus habitantes viven en situación de pobreza. En Buenaventura algunas veces hay agua potable, algunas veces hay energía, algunas veces hay salud, algunas veces hay comida…

—Y tenemos esta violencia que no se nos acaba—, continúa Lola —la zona del malecón, el centro, donde llegan los turistas y la zona de los puertos las mantienen vigiladas con policías, pero en los barrios usted no se puede ni asomar, allá le cobran a uno hasta por vender un coco.

Hoy, por el puerto se mueve más de la mitad del comercio exterior marítimo de Colombia, en el 2022 se movilizaron alrededor de diecinueve millones de toneladas de carga

En los años ochenta las guerrillas llegaron a la zona rural de Buenaventura y empezaron los desplazamientos; comunidades negras e indígenas huyeron a la ciudad y construyeron barrios al lado del puerto, a orillas del mar. La violencia incrementó y en el año 2000 los paramilitares entraron a la ciudad para desterrar a la guerrilla. Según el Centro de Memoria Histórica, en ese año asesinaron a cuatrocientas cuarenta personas. En el 2004, luego de la desmovilización del bloque Calima, las bandas criminales empezaron a disputarse el control del comercio ilegal. Paralelo a la violencia, el puerto creció próspero y seguro. Ahora, Shotas y Espartanos, las dos bandas más grandes de la ciudad, se disputan el territorio.

Allí, en el año 2022, se presentaron ciento once homicidios, treinta y siete desapariciones forzadas, doscientas dieciocho extorsiones y ochocientas nueve amenazas de muerte, eso dijo la Fundación Paz y Reconciliación.

Acá, en el Pacífico colombiano, la cosa funciona más o menos así: Hermer Diaz es un campesino de Nuquí que cultiva, con muchas dificultades en un pedazo de tierra arenosa, plátano y coco. Hermer recoge la cosecha y la envía en un barco hasta Buenaventura donde un amigo suyo, vendedor de verduras en la plaza de mercado, la recibe y la vende. El amigo debe pagar una cuota mensual a la banda que controla la plaza de mercado. Hermer, además del flete del barco, también debe pagar una pequeña parte a la banda. Con el dinero restante, el campesino decide comprar una cama; entonces, llama a la persona encargada de despachar los barcos desde Buenaventura, le pide que le compre una cama y se la entregue en Nuquí. La encargada compra la cama, la carga y la despacha, no sin antes pagar un porcentaje a la banda que controla el barrio y el muelle desde donde salen los pequeños barcos que recorren desde Tumaco hasta Bahía Solano. La zona del muelle, aunque al lado, nada tiene que ver con el gran puerto de Buenaventura. Hermer finalmente recibe la cama con un sobrecosto que en muchas ocasiones alcanza el cuarenta por ciento.

A mediados de agosto de 2023, Shottas y Espartanos, dentro de la propuesta de Paz Total del gobierno y de los denominados diálogos socio jurídicos para la paz urbana, firmaron un compromiso de no agresión vigente hasta el 5 de mayo de 2024

—Acá uno tiene que pagar para poder trabajar y si no paga, ya sabe lo que le pasa—, me dijo a finales de julio de 2023 la mujer encargada de hacer los despachos a la que llamaremos Lina. El trabajo de Lina consiste en transportar en barcos de cabotaje todo tipo de mercancías desde Buenaventura a Nuquí. Lina dijo que tiene más de trescientos clientes en todos esos caseríos a orillas del Pacífico y trabaja con un barco arrendado que despacha cada semana. También dijo que con las vacunas que ha pagado ya se hubiera comprado su propia nave.

—Hace unos meses me tocó entregarles todo lo que tenía, me habían pedido treinta millones y yo les envié quince, les dije que no tenía más, que no les iba a dar más plata. El día del cargue llegaron cuatro tipos armados en una camioneta, la parquearon ahí, al lado del barco, me tocó entregarles todo lo que tenía. Si la situación sigue así, mejor me devuelvo para el pueblo.

A mediados de agosto de 2023, Shottas y Espartanos, dentro de la propuesta de Paz Total del gobierno y de los denominados diálogos socio jurídicos para la paz urbana, firmaron un compromiso de no agresión vigente hasta el 5 de mayo de 2024. Estos diálogos cuentan con el acompañamiento de la ONU, la Misión de Apoyo al Proceso de Paz y la diócesis de Buenaventura, y han servido, dijo hace poco monseñor Rubén Darío Jaramillo, para sacar a la ciudad de la lista de las cincuenta más violentas del mundo.


Imágenes de Sebastián Ramírez

Puedes leer la segunda parte de la crónica aquí