PAISAJES VIVOS es una serie de Andoni Canela que nos transporta a visitar espacios singulares de todo el Planeta donde descubrir animales salvajes. En este segundo episodio, Andoni viaja hacia la Baja California.


Amanece en Bahía de los Ángeles, un enclave perdido en la península de Baja California, en el oeste de México. Las gotitas finas que ha creado la humedad del mar en la noche se iluminan como pequeños leds anaranjados. Poco a poco, cambian a amarillo. En unos minutos salen todos los tonos posibles para pintar con acuarelas este paisaje marino del golfo de California. Desde la playa observo una pareja de delfines que saltan jugando con unas olas minúsculas. Esta mañana el Mar de Cortés (también llamado golfo de California) está en calma total. Por momentos, es un espejo perfecto que refleja las colinas de esta costa tan montañosa. La espectacular isla Ángel de la Guarda hace de telón de fondo, rodeada de las aguas de este enorme mar interior. El Mar de Cortés tiene más de mil kilómetros desde la desembocadura del río Colorado (cerca de Tijuana, en territorio de Estados Unidos) hasta Los Cabos, en la punta sur de la península de Baja California.

A media mañana el viento sigue en calma y las aguas transparentes dejan ver el fondo del mar a varios metros de profundidad. No se mueve nada. El sol ya muy alto ha comenzado a calentar. El aire huele a mar y a pescado. Los cormoranes vuelan cerca de la costa y hay multitud de pequeños islotes llenos de vida, con la vegetación típica del desierto y playas de arena blanca. Me sorprende encontrar cardones, cactus enormes como árboles, en las mismas playas. A lo lejos, observo como una tortuga marina saca su cabeza para respirar. Se forman unas ondas en el agua y desaparece como si se hubiera evaporado. Estas aguas son refugio para varias especies de tortugas marinas en peligro de extinción: carey, olivácea, verde y laúd. 

Al olor a salitre, se le añade el olor a desierto. Después de un rato en calma y navegando con el motor a velocidad mínima, escucho algo. Es un bufido, seguido de una respiración y una especie de chapoteo. Me giro hacia popa y… ¡allí está!: una ballena gris que deja ver su lomo rugoso antes de girarse, sacar la cola y bucear hacia las profundidades. La imagen de una ballena, la primera del viaje, con las montañas secas de la costa como telón de fondo es un contraste extraordinario y exótico. De hecho, uno de los motivos principales para viajar hasta aquí es, precisamente, la observación de ballenas. Estas aguas son un paraíso para la ballena gris (Eschrichtius robustus). En otoño, estas ballenas empiezan a viajar desde las aguas frías del Ártico (del mismo Estrecho de Bering) hacia el sur. Poco a poco, van llegando a la costa de California. A comienzos de año, las hembras preñadas buscan lagunas tranquilas junto al Pacífico para dar a luz y amamantar a sus ballenatos. Los machos, ballenas jóvenes y otras hembras no embarazadas buscan diferentes enclaves del Pacífico y del Mar de Cortés ricos en pequeños crustáceos o krill, su alimento preferido. Pasan una temporada en estas aguas, donde se alimentan antes de volver a viajar hacia el Ártico en primavera.

Dejo atrás Bahía de los Ángeles y el Mar de Cortés y me adentro en el gran desierto de El Vizcaíno. El nombre le viene por Sebastián Vizcaíno, un explorador español que viajó por «Las Californias». En la época en que este territorio pertenecía a España, era conocido como la Provincia de las Californias y englobaba el actual estado de California de Estados Unidos y toda la península de Baja California (que ahora incluye los estados mejicanos de Baja California y Baja California Sur). Para ello, tengo que atravesar de este a oeste la Reserva de la Biosfera El Vizcaíno, que es una de las áreas protegidas más extensas del mundo. Con más de dos millones de hectáreas es una auténtica joya natural. En la reserva se encuentran varios lugares que son patrimonio de la Humanidad como la sierra de San Francisco. En mi primer viaje a este lugar realicé una travesía de varios días en mula, acampando en la sierra, y quedé maravillado observando unos petroglifos y unas pinturas rupestres hechas, hace más de 10.000 miles de años, por los antepasados de los indígenas cochimíes, que poblaban estas tierras cuando llegaron los colonizadores

El desierto de Vizcaíno tiene una belleza especial y destaca por algunas especies vegetales espectaculares como el cirio, el cardón, la yucca, la chirinola (cactus columnar rastrero) y la cantidad de palmas endémicas de la península (palma de abanico, palma azul, palma colorada y la palma robusta). El promedio anual de lluvia en El Vizcaíno es muy bajo, pero la corriente fría de California aporta mucha humedad del océano Pacífico y provoca frecuentes nieblas, que plantas y animales aprovechan.Los animales que viven en esta región se han adaptado a un clima de condiciones extremas. Entre ellos, están los amenazados berrendo y borrego cimarrón, y también hay coyotes, liebres, gatos monteses y ratas canguros. El hecho de estar entre dos mares, el Mar de Cortés y el océano Pacífico, hace que el desierto de El Vizcaíno sea uno de los más diversos del mundo. 

Viajo por carreteras cubiertas de arena con grandes yuccas y cirios a cada lado. Unos kilómetros antes de llegar al poblado de San Ignacio, pueden verse unas palmeras muy altas que dan a esta población el aspecto de un auténtico oasis. Son grandes palmas datileras que rodean muchas antiguas inmisiones de las zonas y no son autóctonas de Baja California. Vienen de Asia y las plantaron los primeros misioneros. De hecho, fue en 1706 cuando el misionero y explorador jesuita Francisco María Píccolo instauró la Misión de San Ignacio de Kadakaamán, la más próspera de Baja California. Este era un enclave habitado por los indígenas cochimíes y conocido como Kadakaamang (arroyo del carrizal). Todo el valle estaba muy poblado por la gran riqueza agrícola que aportaba el agua a sus tierras. Destaca la arquitectura en piedra de la enorme iglesia de la misión, una de las más destacadas y mejor conservadas de las misiones jesuíticas. Su espectacular figura contrasta con las pequeñas casas de adobe del pueblecito. 

Salgo al amanecer en una pequeña embarcación de motor en busca de las ballenas. La laguna San Ignacio es una meca para los amantes de las ballenas de todo el mundo. Aquí, cientos de ballenas grises dan a luz y es también lugar de apareamiento durante los meses de invierno. Navegamos lentamente y vemos madres con ballenatos recién nacidos en las zonas más resguardadas de la laguna. Las hembras paren una vez cada dos o tres años, después de un año entero de gestación. Los ballenatos toman leche de la madre durante más de medio año y pueden estar con ellas hasta cumplir los dos años. Hacia el exterior veo como ballenas adultas dan grandes saltos recortando el horizonte. Allí también se dan las cópulas de los ejemplares maduros (alcanzan su madurez sexual hacia los ocho años de edad). 

Después de pasar unos días en San Ignacio entre ballenas, visito la laguna Ojo de Liebre (junto a la laguna de San Ignacio forman el Santuario de ballenas de El Vizcaíno) y puedo ver los grandes campos de dunas de arena que llegan hacia la costa. Allí, destacan la gran cantidad de lobos marinos, pelícanos y águilas pescadoras. Desde Guerrero Negro, regreso hacia al Mar de Cortés. Vuelvo a pasar por Bahía de los Ángeles a saludar a los delfines, las ballenas y los cormoranes. También a las tortugas. Pero esta vez tengo un interés especial: la vaquita marina, el mamífero más amenazado del mundo.

La vaquita marina (Phocoena sinus) es una especie de marsopa que se parece a los delfines. Es tan escasa que solo habita en el norte del Golfo de California. Se calcula que en 2018 sobreviven menos de cincuenta ejemplares. Las vaquitas se alimentan de crustáceos, calamares y pequeños peces. Suelen vivir en aguas muy turbias como las que se encuentran junto a la desembocadura del río Colorado. Por ello no son fáciles de localizar. Las vaquitas no se acercan a los barcos y cuando suben a respirar a la superficie desaparecen en pocos segundos. Observarlas es una quimera, casi una misión imposible. Pero, al menos, me gustaría ver el lugar donde sobreviven. Para ello, continúo unas pocas horas conduciendo en paralelo al mar hacia el norte, hasta llegar a San Felipe, en frente de la desembocadura del río Colorado. Aquí, el paisaje y el color del agua cambian por completo. Ya no hay aguas tan transparentes. En la actualidad, estas aguas turbias son la casa de esas escasas 50 vaquitas que quedan en el planeta. Hay iniciativas para intentar que se recupere, pero será realmente complicado. La principal amenaza de las vaquitas marinas viene de la pesca ilegal de un pez llamado totoaba (con gran demanda en el mercado negro de China). Las vaquitas mueren al quedar atrapadas en las redes. Cada año que pasa quedan menos vaquitas y, por desgracia, parece que su extinción es inevitable. Ojalá que me equivoque y se puedan recuperar