«Postales» es la nueva serie de artículos de Martín Caparrós en Altaïr Magazine, repasando fotografías que ha tomado en sus viajes como reportero. Un punto de partida para escribir con libertad y hacer periodismo que reflexiona contra el público, con honestidad y hondura. 


El ruido a lata de la rueda izquierda, el traqueteo de madera mal juntada, los resoplidos de los bueyes, los pedos de los bueyes, los gritos y chistidos y chasquidos del chico carretero, el choque de sus riendas sobre el lomo de los bueyes: un mundo de sonidos que yo no conocía. La carreta de bueyes rodaba lenta por la pista de tierra despareja, me zarandeaba a cada paso.

El sol ya iba cayendo. En la región de Marovoay, al norte de la isla de Madagascar, yo venía de pasar el día en un pueblo, Nyatanasoa, donde me contaron sus peleas por la tierra: yo preparaba un libro sobre el hambre en el mundo y buscaba historias sobre el hambre de mañana. 

En África, las apropiaciones de tierras son la principal amenaza para la alimentación de un continente ya suficientemente desnutrido. Más de un tercio de los 800 millones de hambrientos del mundo vive en África negra, y Oxfam calcula que, en la última década, empresas y estados extranjeros ya se apoderaron de más de medio millón de kilómetros cuadrados africanos: la superficie de España, por ejemplo. En Marovoay, hacía muy poco, una empresa británica había recibido del gobierno malgache 30.000 hectáreas que siempre usaron los pastores de cebúes. La zona estaba en módico pie de guerra: había habido enfrentamientos, tiros, incendios de casas. Por el momento, los agricultores se peleaban contra los ganaderos, como toda la vida, y los británicos intentaban —como toda la vida— sacar beneficios de ese enfrentamiento prometiendo su apoyo a unos y otros.

Los agricultores eran pobres pobres, y me hablaban mucho de esos ganaderos ricos que no les dejaban siquiera enterrar a sus muertos en las tierras que siempre habían trabajado. Así que yo había ido a ver a Adaniangy, el jefe de los ganaderos, el rico de esas tierras, que vivía en una choza más que miserable y me explicó que la riqueza no consiste en comprar cosas ni en darse vaya a saber qué lujos sino en tener vacas —él, unas cuatrocientas— y en poder construirse la mejor tumba posible. Entonces, cuando yo le pregunté por qué gastarse tanto más en la tumba que en la casa, su lógica no dejó lugar a dudas:

¿Cómo?

Sí, aquí todos saben que los blancos a veces se llevan a alguien para sacarle los órganos, para sacrificarlo. Aquí la empresa ésta, la de los ingleses, cuando llegó sacrificó a un hombre para asegurarse buenas cosechas. ¿No sabías?

Me dijo Tatá, y le pregunté cómo sabía:

Aquí todo se sabe. Están hablando de eso, están muy asustados.

Ahora el susto era mío. Se lo dije:

Espero que no se lo tomen en serio, que no reaccionen.

No te preocupes.

Me dijo Tatá, y me explicó:

Ellos creen que tienes algún poder especial, que no pueden hacerte nada. Sólo esperan que no quieras comértelos, que de verdad estés aquí por lo que les dijiste.

(Días más tarde me contarán que los primeros misioneros cristianos que llegaron a la isla hablaron de «conquistar el corazón de los malgaches», y que esa declaración de dizque amor cristiano fue usada por los sacerdotes locales para convencer a los suyos de que esos hombres también les robarían, con todo el resto, las entrañas. Y que desde entonces subsiste la idea de que los blancos somos ladrones de órganos y las madres malgaches todavía amenazan a sus nenes que se portan mal con mandarles el blanco que les va a sacar el riñón o alguna otra víscera. Hablemos, cuando podamos, del choque de culturas. O de las confusiones que ayudan al despojo.)

Pero yo no terminaba de confiar en la fuerza de ese malentendido. Caía la noche, el miedo se hacía espeso, quedaba mucho trecho todavía. El mundo eran las gibas, ancas, cuernos, lomos húmedos, el yugo de madera, la bosta entre las patas, moscas alrededor, el polvo; la imagen era exótica y monótona, dos cualidades que no suelen juntarse. Yo sólo esperaba que la ilusión de mi poder sobreviviera hasta el final del viaje: que un mito me protegiera de otro mito para llegar, sano y salvo, a alguna parte. El chico carretero me miró una vez más, amenazante y aterrado, y les pegó a sus bueyes para que apuraran.