La mejor reseña de Sueños árticos, obra de Barry Lopez, no es esta que estás leyendo. Tampoco lo es ninguna de las que ya se han publicado, créeme. La mejor reseña de este libro está en el libro, en la presentación de Robert Macfarlane, discípulo de Barry Lopez. En esas primeras páginas, el escritor británico deja claro cuál es el mayor logro de su maestro: haber inculcado a sus sucesores un modo lírico, documentado y culto de narrar la naturaleza.
«A menudo se sugiere que nos vemos atraídos hacia las tierras vírgenes para experimentar un proceso de sanación y consuelo. Para Lopez, los espacios salvajes no son terapéuticos ni reconfortantes. Son engañosos y el aprendizaje resulta duro», dice ese prólogo tan atinado. Porque Lopez se enfrenta a la exuberancia y la belleza del entorno, pero también a sus aspectos incómodos: a imágenes, cuerpos y comportamientos no aptos para las fotos y a los dilemas que el entorno nos plantea.
«Si bien escribir de la naturaleza a menudo comienza con lo estético, siempre ha de tender a lo ético», dice Macfarlane y por eso el alumno actualiza datos que Sueños árticos, publicado en 1986, no incluye: por ejemplo, que Gazprom está construyendo plataformas y perforando el suelo de ese territorio que tan bien relató Lopez. Es la única pega de este libro: que han pasado muchas cosas desde entonces. Por eso es interesante, en paralelo, echarle un ojo a obras más recientes como por ejemplo la de Francesc Bailón, antropólogo y autor de Los poetas del Ártico (Nova Casa Editorial, 2016) donde narra las condiciones en que viven hoy los inuit, uno de los pueblos más afectados por el calentamiento global.
Un lugar sin perspectiva
«No hay sombras. El espacio no tiene profundidad. No hay horizonte. El suelo del mundo desaparece. Al caminar, tropezamos como cuando creemos bajar un escalón inexistente», dice el autor intentando fijar un marco en el que contar sus historias. Lopez, que es también fotógrafo de paisajes, emplea esas coordenadas básicas y físicas para ir profundizando. No deja espacio sin analizar, ni siquiera el alma humana, ya sea la del esquimal, la de un marinero que llego allí hace dos siglos o la suya.
«En el Lejano Norte, el día no comienza de nuevo a diario», informa mientras demuestra que el tiempo también se narra. Lopez usa como referencia la velocidad, lentísima, con la se fragua el humus y se descompone un ser vivo que muere sobre el suelo helado. También se sirve del metabolismo de los animales, que han desarrollado sistemas muy variados para mantener el calor de sus cuerpos, y que a ratos parece imitar en sus párrafos, morosos, delicados y llenos de información imprescindible.
De ciencia, pero un libro
Sueños árticos es un libro de Historia natural en el que aparecen referencias literarias y filosóficas, relatos históricos y muchos datos. Es un libro didáctico, pero es, ante todo, un libro. En él hay intención de enseñar y de aprender, de llegar al alma del lector, de apelarlo a través de la vida, la carne y la historia de gente que vive tan lejos y de especies que parecen, en principio, tan distantes.
Todas sus llamadas a las Historia del Arte, de la navegación, de la Literatura o de la Filología envían el mensaje, claro y directo, de que todo lo que le pasa a la Humanidad está condicionado por lo que le pasa a la Naturaleza y viceversa. «Con una simple inclinación del torso ante el nido de una alondra cornuda uno puede conectar, nuevamente, su vida con sus sueños», dice en una frase que marca el estilo que aplicará a las más de 500 páginas que tiene el libro.
«Milagros»
Aves de la tundra que hacen nidos en el suelo poniendo al límite su vulnerabilidad; cachorros de oso polar sin olfato que toman leche materna con textura de crema y balleneros que dan luz a las calles de Londres en el siglo XIX tienen cabida en un libro en el que se dedican muchas páginas a los bueyes almizcleros, especie casi extinguida hace un siglo y que hoy cuenta con una población más que abundante. ¿Y cómo ha sido? No se sabe, no con exactitud, pues los biólogos no han encontrado las causas de ese «milagro».
Ese hueco que Lopez deja a lo inexplicable es otro de los aciertos de este texto. Lopez usa la racionalidad para llegar a los límites de la ciencia, a esos lugares donde el microscopio, el análisis químico o la observación empírica no hallan explicación. Siendo un hombre ciencia, Lopez la pone a prueba, no para contradecirla ni caer en la superstición. Lo hace para dar cuenta de lo que aún nos queda por descubrir y por eso, en su búsqueda exhaustiva de información, hay momentos en que lo que logra es aumentar el misterio.
Una tierna crueldad
El autor también habla de una tundra rica en vida, pero pobre en especies; de esquimales que tienen palabras tan específicas como kappia, el temor ante una violencia caprichosa, y llaman a los occidentales «el pueblo que cambia la Naturaleza». Todo lo salpica con experiencias propias, con la observación de animales, plantas y aguas que pasan ante sus ojos y le llevan a preguntarse (y casi se responde) hasta qué punto influye un territorio en la imaginación de las personas que lo habitan.
Así es como narra hermosas suciedades como la de la madre que limpia las heces de sus hijos con el pelo o la tierna crueldad de un hombre que pellizca el corazón de un pájaro atrapado para matarlo sin estropear sus plumas. Durante todo el relato aparecen sus prismáticos, artilugio con el que Lopez se acerca al oso sin arriesgar la vida y aproxima a sus lectores a un lugar, en este tiempo, en el que ocurren cosas que muchos de vosotros no creeríais.