Sean bienvenidos a la fiesta reservada con más repercusión de todo el planeta. Olvídense de la noche de los Oscars, de la boda de Harry y Meghan, de la toma de posesión de Trump. No hay trascendencia comparable a la del Mundial de Fútbol, la cita privada más seguida en todo el mundo. Sólo existe un evento que se le acerque a nivel de audiencia, el Mundial de Criquet, aunque el enorme interés que despierta se concentra sólo en una zona del globo, hecho que le resta transversalidad. Lenguaje universal, el fútbol es comprendido y seguido en prácticamente todos los rincones del planeta, y el Mundial es la gran fiesta global que celebra su existencia.

Se que están pensando: ¿qué pasa con los Juegos Olímpicos de verano? La cita deportiva por excelencia tiene más repercusión que el Mundial, cierto; aunque no mucha más: según datos de la FIFA y del COI, 3.200 millones de personas vieron el último Mundial (Brasil, 2014) por los 3.600 millones de espectadores que visionaron los últimos Juegos Olímpicos de verano (Rio de Janeiro, 2016). Datos que cabe siempre contextualizar: los Juegos Olímpicos incluyen 307 eventos —307 ganadores— repartidos en 41 disciplinas deportivas distintas, un abanico que amplía enormemente las posibilidades de interés. En el Mundial de fútbol, en cambio, sólo se juega a fútbol. 64 partidos. Un único campeón. Suficiente para tener al mundo en vilo durante un mes.

El fundamento diferencial entre ambos eventos es, sin duda, la exclusividad. Basta con tener un solo atleta que destaque en una de las 41 disciplinas deportivas para que un país esté representado en unos Juegos Olímpicos. En la ceremonia inaugural de Rio 2016 desfilaron hasta 206 banderas diferentes. Sólo 31 de ellas estarán en Rusia (la número 32 es la inglesa). El Mundial de fútbol es selecto y despiadado: no le importa ni tu peso específico en el mundo, ni tu situación geoestratégica, ni tan sólo tu tradición futbolística. Es un premio cortoplacista a un año de trabajo. Si te duermes en los laureles, estás fuera. Te llames Estados Unidos, China o Italia.

Una de las primeras lecciones morales que el despiadado Frank Underwood ofrece en House of Cards descubre la trascendencia de estar bien situado en los eventos significativos: «El poder es como las propiedades: Importa la localización, la localización, la localización» reza a cámara desde escasos metros del presidente de los Estados Unidos durante su toma de posesión. La gente importante debe ser invitada a los acontecimientos importantes. ¿Parece lógico, verdad? Pues bien, ocho de los 20 países del G-20 no estarán representados en el acontecimiento más seguido del año.

No les descubro nada, lo sé. Aquellos que se quedan fuera de la fiesta son los primeros en preguntarse qué pueden hacer para acceder. Se lo cuestionan con especial fervor aquellos que no están acostumbrados a que les cierren la puerta en la cara. La solución, como siempre, parece fácil: el dinero lo arregla —casi— todo. Pero ahí es donde entra en escena la célebre «mágia del fútbol». No es una ciencia exacta, es caprichoso, algo único. Por eso, quizás, las dos principales potencias deportivas olímpicas (Estados Unidos y China) verán el Mundial desde sus casas. Quizás por eso también, siete países que no consiguieron ninguna de las 974 medallas que se repartieron en Rio (Islandia, Panamá, Arabia Saudí, Costa Rica, Senegal, Perú y Uruguay) sí estarán en Rusia. Es fútbol, no traten de entenderlo. O sí.

Descubre en este mapa interactivo cuántos de los seis últimos mundiales ha disputado cada país

China: El gigante se mueve lento

Habitantes en Islandia: 330.000. Habitantes en China: 1.300 millones. La población china multiplica por 4.000 la islandesa. Si Islandia fuera una ciudad china, sería la número 188 en el ranking de las más pobladas del país. Podríamos encontrar decenas de comparaciones más para ejemplificar la enorme diferencia entre las dimensiones de un estado y otro. Pero ahí va el dato más extraordinario: Islandia estará en el Mundial; China no. ¿Cómo diablos puede ser?

Podría parecer que sus aproximaciones al fútbol sean absolutamente antagónicas, pero nada más lejos de la realidad. De hecho, el principal elemento diferencial entre ambos casos es el tiempo necesario para transformar realidades, de la misma forma que un colibrí se mueve con mucha más agilidad que un elefante. Islandia y China compartían, no hace muchos años, un desinterés manifiesto por el fútbol. Sus gobiernos decidieron cambiar esta situación, aunque lo hicieron por motivos bien distintos. El crecimiento del fútbol en Islandia fue producto de unas políticas sociales que pretendían alejar a los adolescentes de las garras de las adicciones. En China, fue el propio Xi Jinping —amante confeso del fútbol— quien estableció el objetivo que la superpotencia mundial también lo fuera en el ámbito futbolístico.

La fórmula implementada es sencilla: cuantos más campos de fútbol y más entrenadores cualificados, mejores futbolistas. Y ahí, las cifras chinas vuelven a ser abrumadoras: en 2025, el plan nacional para el fútbol prevé que haya 20.000 centros de entrenamiento y 70.000 campos de fútbol. Deberán los chinos ser pacientes y olvidarse de la reforma exprés islandesa, que pasó del puesto 132 del Ranking FIFA al Top10 en sólo cinco años.

La selección china ha jugado un solo Mundial; fue, curiosamente, el único que se ha disputado en el continente asiático: el de Corea del Sur y Japón en 2002. Sus registros: tres partidos, tres derrotas, cero goles a favor, nueve en contra. Muchos aspectos han cambiado desde entonces, incluyendo un enorme crecimiento de su liga nacional. Diferentes clubes de la Chinese Superleague se han gastado en los últimos mercados lo impensable para hacerse con futbolistas con un cartel más que destacable en Europa, volteando así el papel del viejo continente: de importador a exportador. Aun así, las limitaciones de la competición pretenden, al hilo del plan nacional, fomentar el producto local: de esta forma, sólo pueden inscribirse tres extranjeros por equipo, y el portero tiene que ser chino por regla. Analogía de un concepto futbolístico básico: la solidificación de un proyecto se basa en un buen sistema defensivo.
Estados Unidos: dos caras de una misma moneda

Cuesta encontrar una especialidad deportiva en la que Estados Unidos no sea una potencia mundial. El USA Team ha ganado más de 100 medallas en las últimas cuatro ediciones de los Juegos Olímpicos de verano. Un modelo de éxito basado en allanar el camino al éxito a los grandes talentos, quienes suelen recibir sustentosas becas y basan su desarrollo educativo alrededor de su especialidad deportiva.

A nivel global se suele considerar el fútbol como el deporte más democrático, al hilo de esas estrellas que han llegado a lo más alto aun habiendo aprendido a jugar sin botas. Paradójicamente, el fútbol estadounidense no consigue democratizar su práctica: la cultura pay-to-play («paga para jugar») hace que la práctica del deporte rey se reduzca mayoritariamente a niños blancos de clase media-alta. Del equipo que ganó el Mundial femenino de 2015, sólo una de las 23 seleccionadas — Sidney Leroux— no era blanca. A diferencia de otros deportes de equipo como el baloncesto, el fútbol en Estados Unidos obliga a una importante inversión económica por parte de las familias, cerrando así las puertas a miles de talentos latinos y afroamericanos.

¿Cómo puede un mismo país ganar el Mundial femenino y quedar fuera del masculino?

Aun así, la selección estadounidense había conseguido asentarse en el Mundial de fútbol masculino en las últimas décadas: siete participaciones consecutivas, superando en cuatro de ellas la fase de grupos. La consolidación de un modelo, sumada al firme crecimiento de la Major League Soccer (la liga nacional), ofrecían motivos más que suficientes para considerar a los Estados Unidos como eventual outsider. Hasta que llegó el mayor fracaso de la historia de la selección.

Los estadounidenses dependían de sí mismos para asegurarse, al menos, la repesca, en la última jornada de la fase de clasificación. Jugaban en Trinidad y Tobago, selección que cerraba el grupo con tan sólo tres puntos. La derrota por 2 a 1 supuso la dimisión del seleccionador, Bruce Arena, y el adiós a la posibilidad de disputar un último mundial para auténticos mitos estadounidenses como Clint Dempsey o Tim Howard.

¿Cómo puede un mismo país ganar el Mundial femenino y quedar fuera del masculino? La diferencia de rendimiento entre las selecciones estadounidenses de fútbol debe ser analizada desde sus contextos globales. La ley federal Title IX —aprobada en 1972— obliga a las universidades a ofrecer el mismo presupuesto, instalaciones y medios al deporte masculino y al femenino. Esa igualdad de oportunidades —inexistente a nivel futbolístico global— hace que un mismo modelo sea ordinario en el ámbito masculino y extraordinario en el femenino.

Rusia: Todo a una carta

Existe un atajo para garantizarte la asistencia a la fiesta privada más seguida del mundo: montándola tú mismo. Aunque ser el anfitrión siempre conlleva riesgos: mucho que ganar, claro, pero también mucho que perder. Los ojos de medio mundo van a estar observando Rusia durante un mes entero, un mes en el que todo debe salir perfecto, porque un mínimo resquicio será elevado a asunto de estado. Vladimir Putin quiere ofrecer una imagen cuidada de una Rusia moderna y segura, y por ello blindará el país. Ya demostró en los Juegos Olímpicos de Sochi 2014 que es capaz de movilizar un descomunal número de agentes y fuerzas especiales para garantizar que nada se salga del guion establecido.

En Sochi preocupaba fundamentalmente la amenaza terrorista, muy presente en Rusia por aquel entonces tras el atentado en la estación de Volvogrado que provocó 33 víctimas. El propio Doku Umárov, líder del Emirato del Cáucaso, amenazó explícitamente el certamen deportivo. En 2018 el foco está centrado en el hooliganismo, materia en la cual Rusia es país puntero. En la Eurocopa de Francia del 2016, las calles de Marsella se convirtieron en el escenario de una auténtica guerra durante la previa del partido entre Inglaterra —cuna del movimiento— y Rusia —su alumno más aventajado—. Aficionados rusos viajaron exclusivamente para aleccionar a los ingleses, dar un golpe encima de la mesa y exhibir su poderío libremente, a sabiendas que en su Mundial iban a estar bajo lupa.

¿Por qué Putin ha decidido organizar unos Juegos Olímpicos de invierno y un Mundial de Fútbol en cuatro años?

El deporte ha sido utilizado como herramienta de propaganda y cohesión social desde tiempos inmemoriales. En el caso ruso, el orgullo patrio no dependerá tanto de los méritos deportivos que coseche la selección, sino del éxito organizativo del campeonato. Rusia opta como mucho a superar por primera vez en su historia la fase de grupos —sus mejores resultados, como el cuarto puesto en Inglaterra 1966, llegaron jugando como Unión Soviética—. La eventual derrota deportiva entra en los planes de Putin; la derrota organizativa, en cambio, sería una verdadera catástrofe en el intento del presidente ruso de presentar una imagen renovada de su país al mundo, al hilo de lo que hizo Hu Jintao en Beijing 2008.

La organización del Mundial de fútbol es un asunto geopolítico de primer orden, a la altura de la adjudicación de unos Juegos Olímpicos de verano, y es claro signo del nuevo sentido en el que gira el planeta. En 20 años, el campeonato habrá visitado tres zonas del globo por primera vez en su historia: Oriente lejano en 2002, África en 2010 y Oriente Medio en 2022. Históricamente, Europa acogía, como mínimo, uno de cada dos Mundiales. Tras Rusia —¿deberíamos considerarla Europa?—, el campeonato irá a Qatar y en 2026 pondrá a prueba la cohesión de todo un continente, América del Norte, con la candidatura conjunta de Canadá, Estados Unidos y México.

Será la primera vez en que participarán 48 selecciones. El listado de invitados a la fiesta se ampliará, pero el peso específico geopolítico seguirá inherente en el reparto del pastel organizativo: de los 80 partidos que se jugarán, 60 tendrán lugar en territorio estadounidense. Será especialmente interesante ver en qué condiciones deportivas llegarán las superpotencias vigentes, y cómo los actuales países emergentes —¿superpotencias por aquel entonces?— intentarán colarse en la fiesta más exclusiva, en la que estar presente se ha convertido, para muchos, en una cuestión de estado.

Lo más entretenido estará entonces por llegar. Ese momento en el que estar presente no será suficiente; cuando el orgullo nacional y el progreso imparable de estos gigantes geopolíticos les obligue a reinar. Y en un Mundial no hay lugar para el consuelo: sólo puede ganar uno.


Imagen de portada: el estadio Luzhniki de Moscú acogerá la final (CC Kolya Sanych)