«A los trastornos de la memoria van ligadas las intermitencias del corazón (…) Un hombre que duerme está rodeado por el hilo de las horas, el orden de los años y de los mundos. Los consulta al despertarse por instinto, y lee en ellos en un segundo el punto de la tierra que ocupa y el tiempo transcurrido hasta su despertar, pero sus filas pueden mezclarse, romperse (…) Hay errores ópticos en el tiempo como los hay en el espacio (…) Así como hay una geometría del espacio, hay una psicología del tiempo en la que los cálculos de una psicología plana ya no serían exactos, porque en ellos no se tendría en cuenta el tiempo y una de las formas que adopta, el olvido (…) El amor es el espacio y el tiempo hechos sensibles al corazón», reflexiona uno.

«¿Existe algún uranio mental cuya descomposición pudiera utilizarse para medir la edad de un recuerdo?»

«Cuando, a mediados del siglo XX, emprendió la reconstitución de su más lejano pasado, no tardó en darse cuenta de que el modo más apropiado (y, frecuentemente, el único modo) de tratar los recuerdos de su infancia realmente significativos (en cuanto al objeto particular que se proponía dicha reconstitución) que reaparecían en diversos períodos de su adolescencia y de su juventud, era el de verlos en yuxtaposiciones imprevistas que, al reavivar los detalles, vivificaban el conjunto (…) Si se percibe el Pasado como un almacenamiento del Tiempo, y si el Presente es el proceso de esa percepción, el futuro, por el contrario, no es un elemento del Tiempo, no tiene nada que ver con el Tiempo y la gasa vaporosa de su textura física. El futuro no es más que un charlatán en la corte del Tiempo (…) ¿Existe algún uranio mental cuya descomposición pudiera utilizarse para medir la edad de un recuerdo? (…) Y, ya que hablamos de evolución, ¿podemos imaginar el origen del Tiempo, y los escalones o vados por los que transitó, y las mutaciones que desechó? ¿Ha habido alguna vez una forma de Tiempo «primitiva», durante la cual, por ejemplo, el Pasado, aún no claramente diferenciado del Presente, dejase aparecer sus formas y fantasmas a través de un «ahora» todavía blando, largo y larval? ¿O es que la evolución no ha afectado más que a la medida del tiempo, del reloj de arena al reloj atómico, y de éste al pulsar portátil? ¿Y cuánto tiempo necesitó el Tiempo Antiguo para convertirse en el Tiempo de Newton?… Tiempo Puro, Tiempo Perceptivo, Tiempo Tangible, tiempo libre de todo contenido, contexto y comentario corriente —ése es mi tiempo y mi tema (…) En ese sentido, tanto la memoria como la imaginación son negaciones del tiempo», teoriza el otro.

El primero se ha lanzado a la búsqueda del tiempo perdido escribiendo en un cama en una habitación cuyas paredes están revestidas por planchas de corcho para aislar todo ese ruido del presente, ahí fuera, distrayéndolo de la armonía circular del pasado. 

El segundo se ha propuesto tocar y hacernos sentir la tan ardiente como enamorante «textura del tiempo» a la que va redactando/palpando en fichas que escribe de pie, junto a un atril de un cuarto de hotel a las orillas de un lago suizo.

Y ninguno de los dos son científicos locos u hombres de ciencia cuerdos sino dos de los escritores más talentosos del siglo XX y de todos los siglos que lo precedieron y de todos los siglos que lo sucederán. 

Y, sí, ambos son inevitablemente mencionados en el maníaco referencial (su índice onomástico es algo así como la muy poblada portada del Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band de The Beatles elevada a la millonésima potencia; álbum cuya última y definitiva y magnífica canción, «A Day in the Life», cumbre de la conjunción de los genios de Lennon & McCartney, ya está planteada como una suerte de periplo cronosónico a lo largo de un día con vocación de infinito) ensayo Viajar en el tiempo (Editorial Crítica) del divulgador James Gleick.

«El tiempo no es oro. El tiempo es todo»

El muy ameno e ingenioso divulgador Gleick (New York, 1954) ya se había ocupado en su momento con gracia y talento de otras abstracciones como el Caos a disciplinar sin por eso traicionar su naturaleza rigurosamente desordenada, la aceleración de todas las cosas, o el modo en que el bombardeo non-stop de la información (y su siamés oscuro y complementario: la desinformación que provoca tanto ruido) resulta en una de las fuerzas que rige a la vez que define el libre albedrío en el que vivimos y sobrevivimos estos días. Visto así y desde allí, la idea del tiempo como autopista científico-artístico-mental era un tema y una escala en la que Gleick más temprano que tarde iba a detenerse porque incluye y comprende a lo anterior. 

El tiempo no es oro.

El tiempo es todo.

Y, por suerte, Gleick ya lo hizo, lo hace y lo hará según el momento en que uno ya haya abierto o abra o vaya a abrir este libro no muy voluminoso pero que contiene milenios proyectándose hacia atrás o inmóviles o hacia delante en el más pausado de los vértigos. 

Y, claro, no es sencillo (es imposible) que aquí quepan todos y todo. El crononauta que firma estas líneas, sin ir más lejos, extraña la mención en esta Summa Gleickiana a especímenes exquisitos como el Enoch Soames de Max Beerbohm o el Behold the Man de Michael Moorcock; se le hace inexplicable la omisión de ese lugar común que es el A Christmas Carol de Charles Dickens (donde la Navidad se convierte en el combustible para enfrentarse a los errores de antaño y la posible redención por venir); se pregunta dónde habrán quedado algunas de esas esquinas/quiebres espacio-temporales de un pueblo donde siempre sopla el viento llamado Twin Peaks o Donnie Darko, o se queda con apetito de alguna ración de Julio Cortázar o de Adolfo Bioy Casares (sí figura, en cambio, la amplia presencia de Jorge Luis Borges).

El tiempo como el viaje más iniciático a la vez que definitivo

Pero, más allá de estas minucias, hay mucho con qué entretenerse y ganar el tiempo aquí y aquí vienen a ritmo de tic-tac: Julio César, Philip K. Dick, Harry Potter, Laurence Sterne, Isaac Asimov, San Agustín, los ya invocados Proust y Nabokov, John Banville, Donald Barthelme, Interstellar, Kurt Gödel, Ray Bradbury y su mariposa cambiándolo todo en el influyente relato de 1952 «A Sound of Thunder» (en donde se inaugura eso del «Efecto mariposa» y los viajeros temporales retornan a su época para descubrir que los Estados Unidos ahora tienen un presidente demasiado parecido a… Donald Trump), Francis Scott Fitzgerald y su Benjamin Button, las ucrónicas y distopistas «playas terminales» de J. G. Ballard, Charles Darwin, Fatherland, los Amis (padre e hijo), Poe, Doce monos, rarezas como un libro de 1892 titulado Golf en el año 2000, Carl Sagan, Henry James, Poe, Back to the Future (cuya segunda parte es para mí el espécimen definitivo a la hora de marearte/divertirte temporalmente), Ursula K. Le Guin, Philip Roth, Terminator, Mark Twain, Kurt Vonnegut (quien en esa cumbre del crono-trip que es Matadero Cinco postula la idea de una conjugación total del verbo donde absolutamente todo coexista en sincro y simultáneamente como «momentos maravillosos contemplados al mismo tiempo»), Aristóteles, Jack Finney, Martin Gardner, Virginia Woolf, William Gibson, Haruki Murakami, David Foster Wallace ,Ted Chiang, Charles Yu, Woody Allen y tantos más.

Y está claro que, para Gleick (y, enseguida, para el lector) el tiempo y su tránsito es El Tema. El tiempo como el viaje más iniciático a la vez que definitivo. Una cuestión para la que no pasa el tiempo y está siempre en su punto puntual. Una idea que, paradojalmente, nunca pasa a la vez que no deja de pasar y que —por sus múltiples variantes y alternativas— en el 2011 hasta fue denunciada por la Administración de Prensa, Publicaciones, Radio, Films y Televisión de China como concepto tóxico y subversivo «por la manera en que irresponsablemente propone mitos, incluye a monstruos y a argumentos extraños, hace uso de tácticas absurdas, y hasta promueve el feudalismo, la superstición, el fatalismo y la reencarnación».

De ahí que cualquier trama que lo tenga como núcleo siempre funciona (aunque en más de una ocasión pueda llegar a producir dolor de cabeza a la hora de atar cabos y desenredar nudos). Ya sea pasando por el filtro de la efeméride histórica (esos clásicos de la materia como el retroceder para matar a Hitler o salvar a Kennedy o vender pasajes para ser testigos de la crucifixión en vivo y en directo; y ahí están esas series de televisión como las recientes El ministerio del tiempo o Timeless). O por la idea del hito cultural que populariza algo con lo que se venía ya fantaseando desde el amanecer del hombre (ya hay idas y vueltas en las mitologías orientales; pero es el clásico The Time Machine de H. G. Wells de 1895 que propone la idea de una máquina para avanzar o retroceder todo el trámite y, según Gleick, estrena «una nueva forma de pensar» en un momento en que se suceden los grandes descubrimientos porque allí y entonces, más allá de tanto antecedente, se fija para siempre la comunión entre los término de viaje y tiempo). O en las raíces de reveladoras diferencias culturales (los occidentales se refieren al pasado a las espaldas y al futuro al frente mientras que para los orientales lo sucedido se ubica arriba y lo por suceder abajo). O como anhelo de las últimas hipótesis científicas (donde se advierte que, de ser posible, sólo se podrá ir hacia delante y no hacia atrás) financiadas por magnates y de las que Gleick se ríe un poco.

Lejos estamos de dar saltos por Marte para seducir a una princesa o perdernos y encontrarnos tras la estela de un ominoso monolito

Y también, claro, la muy diferente percepción del Tiempo y de su velocidad viajera que tenemos cuando somos niños o adultos o ancianos y el modo en que lo que pasó ocupa cada vez más el espació de lo que podrá o no pasar teniendo como única certeza de que —tarde o temprano— todos pasaremos más imperfecta que perfectamente. Y que nos sobrevivirá la idea, la nueva forma de pensar, el ingenio tan preciosamente diseñado en la adaptación cinematográfica de la novela de Wells que dirigió George Pal en 1960: ese exquisito artefacto victoriano-nouveau diseñado por Bill Ferrari, tan steampunk, con forma de poltrona con disco giratorio en el que el Viajero Temporal se sienta a contemplar el cambio de modas en un maniquí en el escaparate de una tienda en la acera de enfrente.  

Y al final lo del principio, Gleick concluye con lo que todos saben y muchos lamentan. Lejos estamos de dar saltos por Marte para seducir a una princesa o perdernos y encontrarnos tras la estela de un ominoso monolito. Pero, a modo de consuelo más que consolador, no hay hombre o mujer —que, previo aprendizaje para combinar y decodificar las múltiples combinaciones de menos de medio centenar de signos— no esté mentalmente capacitado para viajar por el tiempo. 

Para ir y volver.

Para retroceder y avanzar.

Para leer y escribir.

Lo sabía Proust y lo sabía Nabokov y lo sabemos nosotros.

La máquina del tiempo existe desde hace mucho tiempo.

Y funciona y tiene forma y fondo de un objeto portátil pero en el que todo cabe y al que llamamos libro.


Imagen de cabecera, CC José Luis Cernadas Iglesias