Viajar es sinónimo de soñar. Buscar. Observar. Encontrar. Descubrir. Conocer. Aprender. Perderse. Quedarse. Partir. Y regresar (o no). Viajar es todo eso por separado pero también lo es todo junto.

¿Y qué puede mover un viaje? Muchas cosas. La necesidad es una razón, pero hay otras. A veces, los objetivos pueden ser más bien concretos: visitar unas pirámides, ver los moais de Isla de Pascua, maravillarse ante el Gran Cañón del Colorado o conocer una tribu de la Amazonía. Otras veces, son tan sólo una quimera: ¿Buscar al yeti? ¿Al monstruo del lago Ness? Y también puede haber aquel tipo de viaje en el que el objetivo final es lo de menos. Cuando la chispa del viaje nace del interés por la naturaleza, ver paisajes abiertos, fijarse en las montañas, adentrarse en los bosques o meterse en el mundo de las plantas microscópicas se convierte en un reto diario. Y lo mismo ocurre con la atracción por los animales, sean grandes o pequeños, vivan en la selva, el desierto o las profundidades del mar.

Recuerdo un viaje a Escocia con mi hijo Unai, cuando él tenía 5 años, en el que acampamos en un prado junto al lago Ness. Era el primer día en las Highlands y habíamos llegado de noche al lugar de acampada. Teníamos el bosque detrás y delante unas vistas directas al lago. Por la mañana, la bruma, las olas grises, la piedras llenas de musgo y los muros del castillo nos mostraron la magia de ese sitio. Entre la niebla vimos también al monstruo, mientras salía a tomar el desayuno. En los siguientes días, nos dedicamos a buscar urogallos y perdices nivales, a disfrutar de los colores otoñales del paisaje, a acampar de lago en lago y a aprender a capear el mal tiempo viendo cómo las gaviotas luchaban contra el viento en la isla de Skye. El monstruo del lago fue la excusa perfecta para descubrir un lugar apasionante.

Años atrás, recién cumplidos los 18, yo había empezado a viajar a diferentes países de África: Madagascar, Malawi, Bostwana, Santo Tomé y Príncipe, Camerún… Entonces no existía Internet ni había teléfonos móviles; cuando marchaba a esos lugares —cada verano, dos o tres meses seguidos— intentaba hacer una llamada desde algún teléfono perdido para dar noticias y preguntar cómo iban las cosas por casa. Las guías de viaje eran muy escasas y, a finales de los 80, el conocimiento de lugares como el Okavango o las selvas de Perinet era muy limitado, así que la emoción y el descubrimiento estaban garantizados del primer al último día. Encontrabas lugares como Isalo (en Madagascar) o islas como las de Likoma, en el lago Malawi, que parecían otros mundos.

Cuando la chispa del viaje nace del interés por la naturaleza, ver paisajes abiertos o adentrarse en los bosques se convierte en un reto diario

Otra cosa que recuerdo de esas primeras aventuras es el tiempo que dediqué a la lectura de libros escritos por viajeros o exploradores famosos como Joseph Conrad o Henry Morton. Las jornadas de más de 48 horas en autobús atravesando Nigeria, Madagascar o Zimbabwe (los tres países, de Norte a Sur, que visité en tres años consecutivos) daban para mucho, incluso para descubrir cómo los pequeños detalles eran la esencia de esos «grandes viajes» de la historia.

Fue entonces cuando se forjó mi pasión por la literatura de viaje. Ese tipo de lectura que te hace soñar y te permite viajar estés donde estés, poniendo énfasis en la importancia del trayecto y no tanto en el destino en sí. Por ejemplo, El leopardo de las nieves, de Peter Matthiessen, es uno de esos libros de viaje y naturaleza fundamentales, que ha maravillado a todos aquellos que conozco que lo han leído. No sólo habla de la búsqueda de un felino en las montañas del Himalaya, sino también de los paisajes y de las sensaciones del lugar. Matthiessen explica su viaje junto al zoólogo George Schaller, que estudiaba los corderos azules del Himalaya, presas principales del leopardo. Pero el viaje de Matthiessen es, sobre todo, un viaje interior y un paseo por el budismo zen. Se fija en cada detalle que forma parte de su trayecto: toma conciencia real del soplo del viento sobre la hierba, del sol que le calienta la cara, de la visión de las montañas o del vuelo de las rapaces. Un estilo que luego llevaría a otros libros excepcionales como Los silencios de África o El árbol en que nació el Hombre.

Recuerdo también las crónicas de los libros de Darwin o los viajes del capitán Cook con su barco Endeavour por todos los océanos de la Tierra. Y me viene a la memoria el placer que supuso —en Cooktown, en Australia— poder admirar los dibujos de Joseph Banks, el naturalista que acompañó a Cook en alguno de sus viajes. En ellos se ve la sensibilidad y el asombro por los detalles, tanto de las plantas como de los paisajes y los animales. Banks hizo lo mismo en otros viajes por Terranova y Labrador, en Canadá, y en las islas del Pacífico.

Sin duda, los libros son fuente de inspiración para antes, durante y después del viaje. Otra obra de referencia para mí es El mundo perdido del Kalahari, de Laurens van der Post. Este sudafricano fue soldado, explorador y también escritor y filósofo. En el libro retrata el desierto africano y la vida de los bosquimanos, pero también su viaje interior y exterior. La profundidad filosófica de van der Post se combina con una descripción preciosa y precisa del paisaje y sus elementos. Por último, hay otro libro fundamental para mí (extraordinario, diría), que es Sueños árticos, de Barry López. Esta lectura me hizo viajar una y otra vez, y sentir la fuerza y las irresistible atracción de las tierras del Ártico.

Una esfinge morada (Deilephila elpenor) en un bosque de robles de la Cordillera Cantábrica. Esta oruga puede superar los 8 cm de tamaño.

Hace poco volví de un largo viaje. Fue un periplo de 15 meses por todos los continentes en busca de animales salvajes: el lobo ibérico, el puma, el bisonte americano, el pingüino papúa, el cocodrilo de agua salada, el cálao bicorne y el elefante del desierto. El viaje se convirtió en una crónica —fotografiada y escrita— que mostraba la belleza de esos animales, pero también los problemas a los que se enfrentan (caza excesiva, destrucción de sus hábitats, tráfico ilegal, cambio climático…). Documentarlos y fotografiarlos era un primer paso para mostrar su situación, valorarlos y concienciar sobre la necesidad de su protección. Pero en el viaje había más. Me atraían con la misma fuerza los lugares que planeaba visitar: la Gran Barrera de Coral, los hielos antárticos, la Patagonia, las Montañas Rocosas, los manglares de Australia, el río Mekong, las selvas del sudeste asiático, el desierto del Namib, el Kalahari y el delta del Okavango.

Sin embargo, este viaje tenía un pequeño gran detalle que lo hacía diferente y me permitió ver el mundo con otros ojos. Conmigo viajó Meritxell, mi compañera, que es escritora y periodista y está también habituada a los largos viajes. Pero además estaban nuestros dos hijos: Unai y Amaia (de 9 y 3 años respectivamente). Compaginar sobre el terreno la búsqueda de los animales con la vida familiar era un nuevo desafío y más de quinces meses seguidos en la carretera han dado para mucho. Lo más interesante ha sido dejarse llevar por otra manera de viajar; otra manera de ver. Con los ojos y el ritmo de unos niños. Adaptarse a la improvisación y dejar fluir los acontecimientos ha sido una de las claves de este singular viaje.

Lo más interesante ha sido dejarse llevar por otra manera de viajar; otra manera de ver. Con los ojos de unos niños

Una vez de vuelta, los recuerdos se mezclan mostrando lo visto, lo sentido, lo vivido sólo y en compañía. Observar y poder fotografiar pumas a la caza de guanacos, a Unai localizando su primer lobo tras intentarlo durante veinte días, a Amaia y Meritxell rodeadas de tortugas marinas que nadaban en torno a nuestra lancha en la Barrera de Coral… Aparte de los animales protagonistas, muchos otros se cruzaron en nuestro camino: coyotes, armadillos, cóndores, águilas calvas, focas antárticas, ballenas, orcas, tortugas marinas, delfines, canguros, casuarios, berrendos, monos, cebras, leones, hienas, jirafas, leopardos, hipopótamos y rinocerontes.

Aparecen también recuerdos más sencillos, pero no menos importantes. Acampar en la gran pradera americana con nuestro amigo dakota Frank. Ver a Unai jugando a fútbol con sus amigos de Botswana, a Amaia corriendo con su amiga Verónica en Chile. Sentir todos juntos el sol primaveral en las llanuras de la Patagonia tras haber pasado semanas bajo cero en las Montañas Rocosas.

Todos esos recuerdos me llevan de vuelta a los libros de viajes. Pero a uno muy diferente de los anteriores, uno fruto de esta aventura. Más visual, pero con el mismo espíritu: Looking for the Wild. La crónica de ese viaje por todos los continentes. Con mis fotografías, pero también con textos de Meritxell, y apuntes y dibujos de Unai. Sí, esta vez seré yo quien cree un libro: para recopilar todos esos detalles que se recogen mientras se hace camino y que sin duda son, ellos sí, el motor de cualquier viaje.