Cada año se repiten las mismas escenas. Si usted vive en una ciudad grande, con uno de esos aeropuertos que reciben vuelos de todo el mundo, seguro lo ha visto. La última vez que yo lo hice fue hace un par de años, un sábado que llegué al aeropuerto de Los Ángeles a esperar a mi madre, quien vino de México a pasar unos días con nosotros. Y mientras esperaba a que bajara del avión, me puse a observar a las personas que llegaban.

Nada más emocionante que las salas de llegada de los aeropuertos; eso es igual en todo el mundo. Las de salida son horribles; uno sólo ve las lágrimas y los nudos en la garganta de la gente; la sensación del que se queda, por un momento, es de completo abandono —y a veces también la del que se va—. Ah, pero las salas de llegada son de lo mejor: hombres y mujeres que brincan al recibir a sus padres ancianos, y los padres con cara de sorpresa por ver a los hijos convertidos en adultos. Niñitos que corren, a riesgo de ser arrollados por una maleta, para abrazar a su papá. Novios que se ven un poco ridículos sosteniendo unas florecitas mientras ven ansiosos a los que salen, pero que se convierten en apuestos Romeos en cuanto la destinataria del regalo aparece en el corredor.

Abrazos, abrazos por todos lados y en todos los idiomas: dos amigas que se encuentran y se abrazan y se ven y se vuelven a abrazar; parejas que se funden en un abrazo sin importar si impiden el paso de los demás; hombres que pierden el pudor llorando al abrazar a una anciana que llega de no sé dónde. Hay una película hollywoodense que recrea estas imágenes para vendernos la historia del protagonista, y funciona. La de la sala de llegadas del aeropuerto, el que sea, es una sensación con la que muchos nos podemos relacionar.

Nada más emocionante que las salas de llegada de los aeropuertos; eso es igual en todo el mundo. Las de salida son horribles; uno sólo ve las lágrimas y los nudos en la garganta de la gente. Ah, pero las salas de llegada son de lo mejor

A mí, en esta ciudad en la que vivo, me llaman la atención particularmente las familias orientales. Cada día llegan decenas de vuelos provenientes de China, Tailandia o Corea, con gente que viene a ver a sus familiares —Los Ángeles, el mayor puerto comercial del continente americano, recibe gran parte de la mercancía que llega de países orientales a Estados Unidos. Eso ayuda a entender que California tenga una población importante de estos países.

Por mi experiencia viviendo aquí, puedo decir que en general las personas de países orientales son sobrias y poco expresivas. Ah, pero cuando de recibir en el aeropuerto se trata, todo cambia: hombres y mujeres se convierten en enormes sonrisas, esas sonrisas lindas que involucran todo su rostro, y cambian las reverencias cotidianas  por carreritas de pasos cortos para lanzarse en brazos del ser querido que llega. He visto a chicas y chicos por igual llorando sin pudor, y uno no puede evitar pensar cuánto tiempo tendrían sin verse.

Otra escena linda en algunas ciudades de Estados Unidos suele ser la de los militares que regresan a pasar unos días en casa. Cuando uno los encuentra en el avión, o en las salas de abordar del aeropuerto –suelen vestir alguna de las prendas características de su actividad, así que es fácil identificarlos– son todos serios y formales. Pero basta ver a uno de ellos cuando, al llegar, hay una chica con uno o dos niños esperándolo. Los pequeños se lanzarán corriendo al grito de «daddy», y los soldadotes recios no perderán la compostura, pero la sonrisa y la voz quebrada terminarán por delatarlos.

Hombres y mujeres se convierten en enormes sonrisas, esas sonrisas lindas que involucran todo su rostro, y cambian las reverencias cotidianas  por carreritas de pasos cortos para lanzarse en brazos del ser querido que llega

Aunque si a escenas vamos, sin duda los latinos somos los reyes de los aeropuertos: los mexicanos, o los salvadoreños, o los colombianos. Apenas aparece una anciana por el pasillo jalando un maletón, y un montón de niñitos se le deja ir encima soltando «¡abuelita!» a diestra y siniestra. El aeropuerto se entera entonces de que ya llegó la abuelita de Zacatecas, México, o de Ilopango, El Salvador, y también de los nombres de los hijos que vinieron por ella, y de los que no vinieron, y de los que la fueron a dejar al aeropuerto cuando venía para acá. Antes de irse a casa, probablemente se empezarán a hacer las selfies con ella. Pero qué sabroso.

El asunto es que cuando se vive en sociedades diversas como las nuestras, con un gran número de inmigrantes, uno no puede dejar de pensar en aquellos abrazos que no se pueden dar y de los cuales nuestras ciudades, y algunos países también, están tan llenos. Gente que llegó en avión hace años, con una visa, y después se quedó. Gente que cruzó la frontera en un auto, o por el desierto, o por el río, que salgó las montañas o el mar. Gente que llegó pensando que estaría solo unos meses, o unos años, y a la cual se le ha ido la vida. Migrantes que son el sostén de la familia que se quedó atrás, y que han pasado los mejores años de su vida sin dar sus abrazos. Abrazos contenidos, en pausa.

El aeropuerto se entera entonces de que ya llegó la abuelita de Zacatecas, México, o de Ilopango, El Salvador, y también de los nombres de los hijos que vinieron por ella, y de los que no vinieron, y de los que la fueron a dejar al aeropuerto cuando venía para acá

Por ejemplo, los abrazos en pausa de José. Originario de Guatemala, este jornalero que vive en Los Ángeles ha pasado 26 de sus 61 años de edad en Estados Unidos, la mayor parte de ellos en California. No tiene documentos migratorios que le permitan estar legalmente en el país, así que nunca ha regresado a casa; si lo hiciera, con las medidas de seguridad que hay ahora en la frontera, es poco probable que pudiera volver a entrar. Así que acá estuvo cuando sus padres enfermaron, cuando murieron, cuando nacieron sus sobrinos.

—Es parte de lo que tiene uno que pagar —me dijo resignado una vez que conversé con él—. El buscar el sueño de la prosperidad implica pagar precios muy caros, precios irremediables. Mis padres fallecieron y no pude ir ni en el lecho de muerte; eso se le queda a uno grabado para el resto de su vida.

Para José, el viaje ideal consistiría en ir a ver a sus hermanas, darles largos abrazos. Conoce a sus sobrinas por fotos y videos.

—Pero la sangre es la sangre —dice con una certeza que apabulla.

Pienso también en María, a quien conocí hace un par de años. María tenía entonces 55 años y durante 15 había vivido en Los Ángeles. Esos años había trabajado casi exclusivamente para enviar dinero a la Ciudad de México, donde dejó a su hijo adolescente y a su madre, quien se encargaba de cuidarlo. Un año antes de nuestra charla, María recibió la noticia de la muerte de su madre; debido a que tampoco cuenta con documentos, no pudo viajar a México para despedirse de ella, solo enviar dinero para el funeral. Duele, me dijo, pero no se arrepiente.

Cuando se vive en sociedades con un gran número de inmigrantes como las nuestras, uno no puede dejar de pensar en aquellos abrazos que no se pueden dar y de los cuales nuestras ciudades, y algunos países también, están tan llenos

–Yo de alguna manera cumplí mi sueño americano: les di a mi madre y a mi hijo un techo, una familia unida, la oportunidad de estar bien económicamente, y me siento una triunfadora porque lo logré aún estando lejos —me dijo con orgullo merecido–. Ha sido a costa de mucho sacrificio, así que tal vez es tiempo de volver a México. Mi hijo ya está grande y ya se vale por sí mismo, quiero ir a decirle que lo quiero. Con mi madre se me fueron los años y ya no lo pude hacer.

En el caso de Estados Unidos, tal vez los casos más duros son los de las madres o padres que han sido forzados a volver a su país, cuyos hijos, ciudadanos estadounidenses, se han quedado aquí con el otro padre, o con alguna tía u otro tutor. En Tijuana, donde justo ahora hay miles de migrantes centroamericanos esperando su oportunidad de solicitar asilo político al gobierno de Estados Unidos, hay también un albergue para mujeres, el Centro Madre Asunta. En ese sitio se recibe a las mujeres que van rumbo al norte, para que hagan una pausa en un sitio seguro antes de intentar cruzar, pero también a las que regresan después de que, tras un encuentro con «la migra», han sido deportadas. Ahí, sueñan con volver a abrazar a sus hijos. Podrían hacerlo si los llevaran con ellas de vuelta a su país, pero saben que las oportunidades para ellos son mayores en el país donde han nacido. Privarse de sus abrazos es un sacrificio que el amor está dispuesto a pagar.

Millones de personas llevan años sin dar sus abrazos contenidos, por la falta de un papel, o de dinero, o porque la situación política dice que no

En otros países que son polo de atracción de migrantes, las historias son similares. En España, familias marroquíes o latinoamericanas que no han logrado regularizar el estatus migratorio, o que no cuentan con el dinero para viajar de vuelta a casa, continúan enviando sus abrazos desde locutorios públicos con la esperanza de que no se pierdan en el mar. Las familias que han salido de manera forzada de Cuba, de Venezuela, de Turquía, y que han llegado a alguna ciudad europea, se saben afortunadas por haber tenido la oportunidad de subir al avión y llegar a un sitio donde la vida puede continuar. Los abrazos a quienes se quedan atrás, se quedan en letargo indefinido.

Millones de personas llevan años sin dar sus abrazos contenidos, por la falta de un papel, o de dinero, o porque la situación política dice que no: ellos no pueden ir a casa y los de casa no pueden obtener una visa para viajar, o no cuentan con los recursos económicos o legales. La algarabía de la sala de llegada es algo absurdamente fuera de su alcance.

En las épocas festivas o de vacaciones, cuando hay intenso tráfico en los aeropuertos por las reuniones y los reencuentros, me da por pensar en los abrazos que alguien como María imagina que dará a su hijo, o los que José sueña con dar a sus hermanas, a sus sobrinas, cuando las pueda ver. Seguro serán de esos abrazos ruidosos en los que todos los nombres suenan al mismo tiempo, y las risas, y las lágrimas.

¿Cómo se verían nuestros países de migrantes si, en medio de la noche, prendiéramos una lucecita por cada abrazo que no han podido dar? Cuánto cariño en pausa guardado en el corazón; cuántos abrazos dormidos, hibernando, esperando a que llegue el día. Cuánta fortaleza de carácter; qué hombres y mujeres tan grandes han dado muchos de nuestros países sólo para verlos partir.

La última vez que pensé todo esto en la sala de espera del aeropuerto, no tardó en salir mi madre por la puerta de llegadas. Me acerqué a ella con calma y le di un solo abrazo, bien fuerte y bien largo.


Imagen de cabecera, CC Jonas Bengtsson