Publicamos un adelanto editorial de Crónica jonda (Libros del K.O., 2017). Esta road movie flamenca es el primer libro de nuestra colaboradora Silvia Cruz Lapeña, cuyas páginas «huelen al azufre de las minas de La Unión, en Murcia, a dama de noche y a pescado aliñado con ají, limón y cilantro».


Yo sólo quiero caminar, 

como camina el río hacia la mar, 

como cae la lluvia en el cristal…

Paco de Lucía, Solo quiero caminar

El boquinete tiene tres pelos en la frente largos y duros, como cerdas, y es del color del coral. A veces se amarrona, otras reluce, dependiendo de la luz y las alertas. Brilla o se esconde, pues es una especie amenazada, y es, como casi todos los seres que respira, comestible. Para encontrarlo hay que bucear, ir hasta el fondo, no sirve tantear la superficie de las aguas, que tienen que ser cálidas y tranquilas para que el boquinete habite en ellas. Ese pez sencillo es el favorito de Francisco Sánchez, que los pesca de uno en uno, quizás sin saber siquiera que ya no abundan, pero a él, nacido en la España del hambre, no se le ocurre cazar más de los que piensa comerse.

Cuando tiene el boquinete en sus manos, Francisco lo asa, lo fríe o se hace con él un cebiche con especias distintas a las que saboreó en su infancia. Donde él nació, carne y pescado se aliñan con sal, ajo y vinagre; a miles de kilómetros de aquella cuna, donde ahora vive, se usa ají, limón y cilantro. Nadie sabe si mientras los prepara le vendrán a la boca esos sabores o el de la mezcla de aguardiente, azafrán y clavo con la que su madre, cansada de pasar fatigas, intentó abortarlo.

Pero Francisco nació en 1947. Fue el cuarto hijo de Lucía. Nació en la Algeciras del contrabando, sita en la España de Franco. Sus vecinas, Las boqueronas, se metían con él porque era gordo. Lo recuerda ya mayor, después de haber sido flaco casi toda su vida y le da risa. De aquellos años, cuenta que dormía oliendo a dama de noche, especie invasora que pare flores blancas y estrelladas y, que como los flamencos, despierta cuando acaba el día. Francisco dice que aspiraba esa fragancia desde su cama y el olor se le mezclaba con las conversaciones y los cantes de los artistas que su padre, guitarrista en tascas y en juergas de señoritos, se llevaba a casa al acabar su jornada que había empezado, no de noche sino de día y no en los bares sino en el mercado donde tenía un puesto de verduras.

Francisco soñaba con ser cantaor. Pero era tímido y no tenía una gran voz. Su padre, harto de hambre, le divisó un buen oído y le calzó una guitarra a una edad en la que el niño Francisco probablemente no tuviera ni cuajadas las falanges. Pero eso no fue problema para él, tampoco que el instrumento precisara horas de soledad y ensayo, pues ya era desde chiquito un ser inclinado al silencio. Tenía siete años, aún se llamaba Francisco y vivía en la calle Barcelona. Al poco tiempo empezó a recorrer tablaos, bares y ventas con la guitarra y se le asignó un número: el 1423, el de su carné de artista.  Así se convirtió Francisco en un niño trabajador, nada raro en la España de los años 50, donde el sueldo de un cabeza de familia no daba para mantener toda una casa. Críos de su edad, diez años, trabajaban en las fábricas, iban al campo o guardaban pavos. A él al menos, le asignaron un oficio que no estaba entre los más peligrosos: peor hubiera sido una mina, él lo sabía.

De aquellos años, cuenta que dormía oliendo a dama de noche, especie invasora que pare flores blancas y estrelladas y, que como los flamencos, despierta cuando acaba el día

Pasaron los años, le fue bien, tocó con sus hermanos y conoció a un chaval que quiso ser guitarrista pero que acabó cantando. Se llamaba José y se entendieron al instante. Dos hombres callados, criados en la necesidad constante de lo básico y hambrientos de música no tenían más remedio que hacerse hermanos. A esas alturas, Francisco ya no era Francisco, era Paco. Y siempre tuvo una premonición, quién sabe si andaluza o gitana, con ese hermano de vida: «Camarón», le decía a su amigo que tampoco se llamaba ya José, «ten cuidado, no hagas tonterías, que el día que tú te vayas, me voy yo también». No exageraba. Un día José se murió y Francisco dejó de tocar durante un año. Cuando habla de él se pone triste. Le dan ganas de llorar, dice, pero se yergue y se recompone porque le cansa que siempre lo vea la gente tan para adentro, tan hijo de un andaluz, de una portuguesa y del flamenco.

Con José sacaba la chiquillería sempiterna que tienen tantos hombres andaluces, tantos flamencos, fruto de nacer en una tierra y un momento que les impidió ser niños. Francisco, ya Paco, tuvo una imagen pública: pelo largo, camisa blanca, una guitarra pegada al pecho, una pierna cruzada y un gesto de melancolía la componían. Como no se conformaba con lo escuchado, buscaba otros sonidos que no todos entendieron. Le criticaron y le insultaron, pero hace mucho que ya no se escuchan esas voces. No en público. Esa estampa y su genialidad es lo que hoy todos repiten. Ya nadie le honra con alguna arista. «Me escucho en grabaciones de hace años y no me gusto, está todo lleno de errores», cuenta él, pero nadie le hace caso y todos inclinan la cabeza y le llaman «genio». Dice que ya no siente placer ante los halagos, pero tampoco le escuchan cuando lo dice. «A mí me llama la atención la persona que me dice ‘sí, pero no…’ porque estoy deseando que me diga por qué y me descubra algo».

También en privado le cuesta seguir siendo Francisco, pues hasta el quimono que usa para estar en casa y se pone a todas horas ha pasado a ser icono. «He sido un mal padre», dice Francisco, no Paco, siendo ya el único que se pone pegas. Su hija Casilda, que no tiene obligación de velos ni reverencias, lo recuerda salvando a un hámster con el tubo de un bolígrafo. Con ese recuerdo, tierno y minúsculo, parece perdonarle las ausencias. Los padres se flagelan sin saber siquiera que el recuerdo que de él tienen sus vástagos es el de una heroicidad doméstica, un detalle nimio y dulce que los salva, y que hace distinto del resto a quien les creó y al genio. Francisco debería saberlo, a él le pasa lo mismo: de su madre recuerda claramente el sabor de sus natillas y al padre no le reprocha ni una hora de su trabajo infantil.

Francisco, ya Paco, tuvo una imagen pública: pelo largo, camisa blanca, una guitarra pegada al pecho, una pierna cruzada y un gesto de melancolía la componían

«¿Soy todavía capaz? ¿Aún puedo crear? ¿Estoy viviendo de los laureles?» Francisco interroga a Paco, quién sabe por qué nadie tiene arrestos decirle esas cosas de vez en cuando. Suele hacerlo cuando pierde los estímulos. Le pasa cada vez más. Pero entonces, mira atrás, recuerda sus fallos y se dice que tiene la obligación de seguir por los más jóvenes. No quiere ser un viejo patético, no quiere ser como sus referentes, hombres celosos de su conocimiento a quienes se acercó y de quienes aprendió por su empeño, no por la generosidad de esos mayores.

Los que ven a Francisco de cerca y a diario le conocen otros ángulos. Saben que es solitario, pero no triste. Dicen que es obsesivo, pero no «ciezo». Quienes viajan, toman y celebran sabe que tiene varios registros. Este por ejemplo: «Qué más quisiera, que más quisiera, tener pelos en el coño, como una fiera». Así canta Francisco en un viaje a Brasil junto a su hermano Pepe y su cuadrilla. Lo hace por sevillanas, con la boca formal y los ojos pícaros, serio y con guasa, y mirando con cierto hartazgo al presentador de la televisión que le hace preguntas como si hablara con un ángel y no con un ser humano porque a todos les cuesta creer que Francisco rectifica, duda y tiene miedo. Nadie diría que su mayor temor es despertarse un día y que nadie lo quiera. Él lo confiesa cada vez que tiene ocasión, pero todo el mundo sigue dirigiéndose a él con las mismas preguntas y la misma pleitesía que él recibe con educación mientras se rasca la mejilla izquierda con tres rascones breves y suaves, que son más tic que necesidad, y sin dejar de fumar.

Le gusta cada vez más el calor del público, por eso prefiere tocar en directo que grabar discos. Y prefiere América a España porque allí son más efusivos. «Para ser universal hay que ser local», dice que dijo Machado. Quizás por eso prepara un disco que piensa titular Canción andaluza. «Se le llama canción española, pero como en mi país están todos los independentistas tirando para su lado, de pronto ya no quiero ser generoso. ¡Yo también voy a tirar para la casa!» Lo dice con brío y algo de furia, pero no en su tierra, lo dice en Perú, sito en América. En España apenas habla de política, quizás porque aún le duela la paliza que le dieron en 1976 por una declaraciones que hizo en televisión: «La mano izquierda es la inteligente, la que busca. La derecha es la que ejecuta». Ni siquiera está claro que Francisco usara sus dedos como metáfora, pero por si acaso, un grupo de ultraderecha se los machacó días después en la Gran Vía de Madrid.

Francisco tiene ahora su hogar lejos de allí y no le duelen las falanges, sino el nervio ciático, el brazo y las cervicales cuando da un concierto o ensaya muchas horas. Desde hace un tiempo dice que no hace planes para el futuro, que se limita a tomar lo que la vida le da. En Quintana Roo, región puesta en un extremo de México, como Algeciras en España, está con sus dos hijos pequeños y tiene otra oportunidad de ser un padre más presente. Vive junto a una playa, pues él no concibe su vida lejos del agua y por eso sus obras se titulan «Fuente y caudal», «Entre dos aguas», «Río ancho», «La caleta»… Canciones y discos cargados de manantiales, recodos, cauces y lugares fértiles. Él sabe que ha creado un lenguaje acuoso, cálido y maternal con el que ha compuesto una obra posiblemente imperfecta pero que ha sido a veces cascada y otras estanque, jamás ciénaga. También fue una vez orilla: le pasó con su hermano Camarón, con quien brilló de modo inevitable, pero con quien fue más espectador que nunca:

«Como el agua clara que abaja del monte

así quiero verte, de día y de noche..»

Eso cantaba José y le tocaba Francisco, el hombre que en Playa del Carmen pesca boquinetes, especie nómada y en peligro de extinción que a veces contiene ciguatera, un veneno que convierte al pececillo en mito y en origen de leyendas. Allí es, en ese Caribe donde el viento sopla al contrario que en su cuna, por tanto en dirección a ella, donde Francisco empieza a morirse 66 años después de haber nacido. Cuando el pinchazo en el pecho lo derriba es 25 de febrero en esa playa, 26 en la orilla donde nació y sólo hay una sola cosa clara: Paco no volverá nunca más a ser Francisco.


CRÓNICA JONDA, SILVIA CRUZ LAPEÑA, LIBROS DEL K.O., 2017