En la ciudad de Quellón, en la Isla Grande de Chiloé, Chile, comienza o termina la carretera Panamericana, columna vertebral de América, que une Fairbanks, Alaska, con la región más austral del continente. Aquí, dijo Darwin, terminaba la cristiandad. Más al sur se encuentra la Tierra de Fuego, Puerto Natales y una continuación de fiordos inhabitados que rematan en el Estrecho de Magallanes y el Cabo de Hornos. Y después nada. El hielo. Un continente antártico donde hay más de cien tonos de blanco. Rodeando toda esta tierra hay una masa de océano que parece en calma pero bajo su superficie hay un pequeño infierno: millones de salmones atlánticos que se hacinan unos junto a otros en su lucha cotidiana por seguir vivos. Desde el aire se ven las jaulas donde viven. Son del tamaño de canchas de fútbol y se sumergen en el Pacífico a una profundidad equivalente a un edificio de veinte pisos. Hay quien dice que hay 200 millones de ejemplares en estas trampas; otros, 400. Lo que sí se sabe es quiénes son sus dueños: Mitsubishi, Marine Harvest, la familia Zaldívar y otros magnates de la pesca mundial. Anualmente, un tercio de los salmones que se consumen en el mundo proceden de estas costas. Mientras las salmoneras avanzan, los pescadores artesanales chilotes van detrás, marcando el mapa con cruces negras: los cementerios de erizos, robalos, corvinas, mariscos y otros cientos de especies marinas endémicas que nunca más podrán recuperarse.

Desde este puerto, que planea convertirse en los próximos años en el más grande de la región, los pescadores artesanales parten en la noche mar adentro, donde pasan la semana faenando. El salitre les seca la piel y deja en ella profundos surcos salados. El mar también les duele en los huesos y los pulmones: muchos de ellos se sumergen más de 12 metros en busca de bancos de almejas y de erizos tocados con escafandras antiguas. Lo que pescan no lo comen. Se exporta. Durante los primeros meses del año llega la marea roja, una microalga tóxica que vive en Punta Arenas, más al sur. Los barcos de salmones, al reciclar sus aguas, traen y llevan este agua en sus estómagos. Si un humano consume marisco contaminado enferma de diarrea o de parálisis. O peor: de amnesia. La toxina devora las células de su cerebro hasta la muerte.

—Pero de la marea roja no tienen la culpa las salmoneras.

Luis Alvarado es pescador y secretario del sindicato de pescadores artesanales de Quellón. Me recibe en su oficina, rodeado de láminas a color de las especies de peces y mariscos extintos.

—De lo que sí son culpables es de inyectar a los salmones 21 veces más dosis de antibióticos de lo permitido por las autoridades de salud y de verter 9000 toneladas de salmones putrefactos al mar.

En mayo de 2016, de forma ilegal, seis salmoneras tiraron salmones tóxicos en los mares del sur chileno. Las costas chilotas aparecieron cubiertas de cadáveres: sardinas, jaibas, robalos, incluso gaviotas y leones marinos. El lecho marino estaba devastado. Las salmoneras, con la protección del gobierno, culparon al fenómeno El Niño y a la marea roja. Nadie recordaba haber visto algo parecido en la isla. Los pescadores artesanales de varias regiones de Chile perdieron sus trabajos.

—¿Y por qué no abandonaron sus barcos y se unieron a ellas?

Luis Alvarado me mira fijamente y responde:

—Los pescadores no sabemos tener patrón.

***

—Toma Nercón, Domingo.

Así le pidieron los compañeros del barrio de pescadores de Pedro Montt, en Castro, la capital de Chiloé, a Domingo Montiel, dirigente de los algueros y representante indígena de la pesca artesanal, que levantara una de las 80 barricadas que paralizaron la isla por 22 días. Con otros cuatro hombres, se fue para Punta Diamante, se colocó en medio de la carretera y paró el tráfico. Después prendieron fuego a los neumáticos, llegaron las cámaras de televisión y otras 200 personas a apoyarles. Los pescadores de Chiloé, de pronto, se convirtieron en asunto nacional. En las barricadas solo dejaban pasar a los vecinos: «No íbamos a ponernos extremistas. La pelea no es entre nosotros». A los camiones les hacían parar, también a las pesqueras, a la municipalidad y a las ambulancias después de descubrir que estaban llevando gente a trabajar a la oficina. La de Nercón fue una de las barricadas más largas del «chilotazo». Domingo Montiel dormía una hora, entre las cinco y las seis de la mañana, comía lo que le traían los que pasaban desde Castro. Los carabineros les dejaban hacer, a veces les asesoraban. Entendían que el reclamo no era cualquier cosa.

—La gente se estaba muriendo de hambre en Chiloé y mientras tanto el gobierno pagando a las salmoneras por todos los peces podridos que tiraron al mar.

A los pescadores les ofrecieron un bono de 100 mil pesos chilenos. Ellos exigieron 300 mil por cabeza. Acudieron a la negociación sin abogado y no leyeron la letra chica: cuando se declarase la alerta de marea roja en Chiloé, el bono quedaba cancelado. Firmaron, y poco después se levantó la alerta. Muchos pescadores no recibieron un peso. Otros, en cambio,  dicen que aquellos bonos sí llegaron: les llegaron a muertos y a bebés recién nacidos, de forma aleatoria a gente que nada tenía que ver con el mar y con sus frutos. Poco después, a Domingo lo llamaron al despacho de los diputados. Le ofrecieron dinero para levantar la toma. Él no aceptó.

—Y usted, ¿cuántos años lleva siendo dirigente?

—¿Yo? Nací dirigente.

***

Con catorce años, Domingo Montiel formó los primeros centros juveniles de la iglesia de Nercón, mientras acompañaba al padre Miguel Ángel, un cura catalán, a dar la extremaunción a los moribundos. Después, dirigió el club deportivo, fue líder de la comunidad indígena de la cual es parte —los williche—; también ha sido buzo, cocinero, ebanista, constructor. Ahora, y desde hace siete años, Domingo Montiel es sepulturero. Cuida las tumbas, las limpia, les arranca las malas hierbas. En su casa hay una televisión tan grande como el ventanal en un espacio sucio, desastrado. Toda la casa es azul por dentro y por fuera. Azul océano. La cama deshecha detrás de una puerta a medio abrir. Diplomas en las paredes. En las paredes cuelgan retratos: su esposa —fallecida—, sus hijos, una reproducción de la Última Cena, un reloj marcando el mediodía.

—¿Ves esta de aquí? Una vez me encontré cara a cara con el presidente Piñera. Le dije: «Nosotros los pobres somos buenos pa’ la foto, pero nos matan de hambre como chancho al matadero».

—¿Y él qué dijo?

—No dijo nada. Me miró. Solo eso.

—Y estos, ¿son tus hijos?

En la foto, dos chicos ya grandes.

—¿A qué se dedican?

—Uno trabaja en una farmacia… y el otro en un laboratorio. En una pesquera.

—¿En una salmonera?

— Sí.

Callamos.

—Dice que es una buena empresa. Que le cuidan los sueldos. Que no solo quieren producir y producir y producir. Que el trato es bueno.

***

Al principio los chilotes estaban felices: las salmoneras prometían un futuro próspero, sueldos estables. Muchos vendieron sus tierras y se mudaron a las ciudades de costa para trabajar. Eran los años 80 y las técnicas de pesca, limpieza y alimentación de los salmones todavía eran manuales. Veinte años después, allí donde había una mano chilota, una máquina ocupa su lugar. Las tierras vendidas de pronto tenían nombre de dueños extranjeros, empresarios de la deforestación, del viento, del agua. La lucha de los chilotes contra la extracción masiva de recursos era se convirtió en la de David contra Goliat: todo en su isla y lo que esta producía de pronto llevaban el nombre de gente que nunca había estado en la isla. Los chilotes vieron a las multinacionales esquilmar las tierras y los mares de sus abuelos.

Después del «chilotazo», los pescadores artesanales han averiguado que hay leyes que los protegen. Una de ellas, la ley Lafkenche, promulga que las tierras costeras de Chiloé son para los indígenas, los descendientes de los primeros chonos que describió Darwin en su viaje por la isla. Los chonos eran mariscadores, grandes desconchadores de marisco. En el sedimento de la isla todavía se encuentran estratos de antiguas conchas de su paso por allí. A Domingo Montiel y a sus compañeros les preocupa que no tener voz en la política de su país. El Gobierno considera a todas las comunidades indígenas como «mapuche» y con eso les basta.

—Los mapuche son los hijos de los guerreros por la independencia. Nosotros, los williche, peleamos por que se defienda nuestra naturaleza, porque no se destruyan el mar ni los bosques, porque se deje de vender el pelillo de mar para hacer perfumes y fibras sintéticas, porque dejen de arrasar los montes y de llevárselos en barcos japonenes para hacer planchas de madera y después volver a vendérnoslas. Nosotros cortamos la leña cuando hace falta.

—Entonces, Domingo, ¿de quién es el mar?

—De nadie—responde—. Somos nosotros los que pertenecemos al mar.