El eco de la desesperación que pintó Munch atraviesa siglos, continentes, soportes y materiales y llega a nuestro tiempo más ligero, en imanes, pañuelos, servilletas y hasta en la piel de una drag queen.
El grito estalla el cielo como una bomba de ansiedad. Lo deforma, lo desespera, lo amplifica, lo pinta, lo transforma. Como si hubiera permanecido oculto en las catacumbas, el grito sale liberado, potente, universal.
Quería llegar a Oslo para ver El grito de cerca, para pensar en otros gritos, en mi propio grito. El eco del grito atraviesa siglos, continentes, soportes y materiales. Según el emoji tracker, que contabiliza en tiempo real el uso en twitter, El grito está en el puesto 53. Pensé que estaría más arriba, hay tanto por qué gritar. Quería reencontrarme con El grito de Munch, volver a las fuentes después del emoji que lo hizo pop.
Entonces me bajé del barco, dejé la valija en el hotel y caminé por la ciudad pequeña, la ciudad Primer Mundo, la ciudad ordenada, la ciudad diseñada, la ciudad parquizada, la ciudad de A-Ha y de Munch. En el camino conversé con un barrendero israelí que hablaba buen español. Hay bastantes israelíes en Noruega. Al barrendero no le gustaba la ciudad y mucho menos los inmigrantes árabes. «Si los noruegos no tuvieran gas y petróleo sería imposible mantener a todos estos refugiados». Hablaba como si no registrara su carácter de inmigrante o como si creyera que por sus ojos celestes y piel blanca era mejor inmigrante que otros.
Seguí caminando, crucé un jardín hermoso y lleno de flores. Como era un día primaveral —regalo poco frecuente— había mujeres y hombres que paseaban a sus hijos en carritos. Según la costumbre los dejan afuera del café, tomando aire fresco. Ellos, adentro. Nadie se los va a robar porque Oslo es también la ciudad segura.
Me crucé con un robot que cortaba el pasto y hablé con un hombre de un fiordo del norte emocionado porque veía por primera vez un árbol de origen coreano, rojo por el otoño. Me pidió que le sacara una foto: él junto al árbol. Parecía un científico que salía del laboratorio a la vida real.
Por fin llegué al Museo Munch. Para entrar se pasa por la gift shop, por eso antes que el cuadro vi una agarradera, un paraguas, una cuchara, una taza, una bolsa ecológica, un imán, un delantal de cocina, una birome y estuches para anteojos con El grito impreso. La desesperación plasmada en objetos cotidianos de materiales diversos. El grito, como el Che Guevara, replicado al infinito. En los sesenta, Warhol estampó obras de Munch en una tela de seda. El grito se vendió masivamente porque a veces queremos gritar y no lo hacemos pero por lo menos nos limpiamos la boca con una servilleta que grita.
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El cielo de El grito es de color exaltado. Naranja, rojo, amarillo. Cálidos intensos y fríos tenebrosos: en la desesperación entran los polos anímicos y cromáticos. Leí que Edvard Munch pintó el cuadro luego de visitar a su hermana, internada en un psiquiátrico. Era 1893 y tenía 30 años. A los cinco había perdido a su madre, que enfermó de tuberculosis, y años después a una hermana. También leí que la memoria del sufrimiento guió su trabajo y que era bipolar. En el fondo del cuadro se ve Oslo, la ciudad oscura, pero qué importa la ciudad cuando el interior está desesperado.
El pintor escribió textos y poemas asociados a esa y otras pinturas, uno de ellos, el más conocido dice:
Estaba caminando por un sendero con dos amigos –el sol se estaba poniendo– de repente el cielo se puso rojo sangre hice una pausa, sintiéndome exhausto, me incliné sobre la cerca –había sangre y lenguas de fuego sobre el fiordo azul-negro y la ciudad– mis amigos siguieron caminando y yo me quedé ahí temblando de ansiedad y sentí un grito infinito atravesando la naturaleza.
Igual que otros pintores, Munch hizo naturalezas muertas, desnudos, paisajes y retratos; entre otros, el de Friedrich Nietzsche con bigotazos. También pintó burdeles, besos y un vampiro y una Madonna y una madre y las muchachas en el puente. Quizás leyó a Kierkegaard y a Freud porque su grito es de diván, igual que Melancolía y Miedo, otros cuadros de esa época llenos de angustia existencial.
Munch pasó las dos guerras —murió en 1944— y durante el nazismo, sus pinturas fueron retiradas de los museos por «degeneradas».
Hay varias versiones de El grito; en el Museo Munch tienen ocho. Alguna sin terminar, otra sobre cartón, otra más pálida, una mejor conservada, una litografía. De la pintura más conocida, la del cielo exaltado, las versiones son cuatro. Dos de ellas fueron robadas, la primera vez en 1994 y la segunda en 2004, a mano armada. Cosas que no pasarían en el universo de cámaras y seguridad de hoy. Tiempo después se recuperaron las pinturas, bastante dañadas por la humedad.
Hace unos años se subastó en Sothebys una de las versiones de El grito —la del tipo con galera que mira al vacío desde el puente— en 119 millones de euros. Como suele pasar en estos casos: comprador anónimo, por teléfono.
El año que viene probablemente se podrán ver todas las obras porque abrirá el nuevo Museo Munch, al lado de la Ópera de Oslo, frente al mar.
Antes de morir, Munch cedió su patrimonio artístico a la municipalidad de Oslo. El nuevo edificio costará 300 millones de euros y por estos días está en construcción. Tiene el frente de aluminio perforado y traslúcido. El diseño es del arquitecto español Juan Herreros. Tendrá 13 pisos y exhibirá toda la obra de Munch: 1.000 óleos, 15.400 grabados, 4.500 dibujos y 6 esculturas. A eso se suman objetos asociados al pintor, desde un broche de oro hasta semillas de manzanas de su jardín en Ekely. Será uno de los museos más grandes del mundo dedicados a un solo artista. Posición destacada para el pintor más hitero de Escandinavia y uno de los más mediáticos de la historia del arte. Oslo lo sabe: Munch y su angustia son una mina de oro. Porque el turismo también grita.
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«No vas a poder ver El grito, lo sabías, ¿no? Es un cuadro súmamente frágil que se ha deteriorado con los años, por eso después de un viaje lo guardamos durante algunos meses. Hace poco estuvo en Japón y ahora necesita descansar», dijo la empleada como si le hablara a un alumno de la escuela primaria y yo casi grito, decí que los noruegos son tan del silencio que no me animé. Aunque en un museo de Munch debería estar permitido gritar. Podría haber una habitación donde encerrarse a gritar.
¡Me cago en la leche!
¡Hijo de puta!
¡Basta!
¡Nooo!
¡¿Por qué?!
¡La puta que vale la pena estar vivo!
Un cuarto para encerrarse a chillar, como chillan las bestias.
En el museo no contemplaron esta posibilidad, pero me enteré de un hotel español que ofrece ¿el servicio? de poder gritar frente al mar. La actividad está dirigida por un profesional que vela porque los gritantes no se dañen las cuerdas vocales. De instinto defensivo a terapia de descarga. Gritar para sanar.
Al parecer, en el cuadro de Munch, el grito no sale de ese personaje andrógino y verdoso que camina por el puente. Se cree que al escuchar ese grito absoluto que atraviesa la naturaleza, él se tapa los oídos y tiene miedo y reacciona. O lo venció el peso de la ansiedad y el grito vino de su propia arquitectura interior. ¿Qué sonido aterrador habrá escuchado para poner esa cara de susto?
En mis días noruegos revisé Twitter y encontré a @sasha_velour, la diseñadora, ilustradora y drag queen estadounidense, montada como el hombre verde de El grito. En su hilo decía que el cuadro le parece bastante afectado y que, vista desde afuera, la ansiedad también se ve un poco afectada.
Adentro es todo tormenta.
Con la mirada en un muñeco inflable y brillante de El grito, pasé la mochila por el scanner y finalmente entré a una sala en penumbra por donde transitaban algunos turistas, seguramente menos que siempre porque faltaba la pintura emblemática. En una avanzada del marketing de museos había una muestra basada en la fragilidad del arte. «El lienzo, los papeles y los pigmentos se deterioran naturalmente, ninguno de los cuadros que nos dejó Munch durarán para siempre», decía el cartel. Y agregaba que a pesar de eso el museo decidía mostrarlas y aún sin la certeza de que fuera una buena decisión.
Mientras El grito descansaba en un sótano oscuro, acaso a modo de premio consuelo, los museólogos habían puesto «a trabajar» a otros cuadros de esa misma serie en los que también se siente la opresión del fin de siglo, el drama de la angustia a minutos de explotar. La entrada en calor antes de gritar, la bocanada de aire sombría, la frustración desbordada en un puente apacible de la ciudad en transición.
Al llegar al hotel tenía un mensaje de mi mamá:
—¿Qué te pareció el cuadro?
La respuesta era cantada. Le dije «El grito no estaba» y después busqué el emoji. 😱
Imagen de cabecera: Dibujo sin fecha de Edvard Munch, expuesto en el Bergen Kunstmuseum