Publicamos un fragmento de uno de los capítulos de Los sótanos del mundo , el nuevo libro del periodista Ander Izagirre editado por Libros del KO. 


California es la tierra de los superlativos. Presumen de tener los árboles más grandes del mundo (las secuoyas gigantes de Yosemite: hasta cien metros de altura, once metros de diámetro, 2500 toneladas  y 3000 años), la mayor pared granítica (los mil metros verticales del monte El Capitán, también en Yosemite), los rascacielos más flexibles (por las sacudidas habituales de los terremotos), la calle más sinuosa (Lombard Street, en San Francisco), el monte más alto de Estados Unidos (sin contar Alaska, claro), el punto más bajo de Norteamérica (ellos dicen que de toda América y de todo el hemisferio occidental, pero ya viajaremos a la Patagonia para desmentirlo).

Esa obsesión por recolectar superlativos es común en todo el Oeste. A veces lo hacen con el ingenio de un vendedor de bonsáis gigantes, como en la entrada de Reno (Nevada), donde un arco de neón anuncia «The biggest little city in the world» («La mayor ciudad pequeña del mundo»). En Nevada, los rencores regionales y los complejos de inferioridad también obligan a sacar pecho: si Las Vegas es famosa en todo el mundo por sus extravagancias arquitectónicas enclavadas en el desierto, Reno paga una campaña pública con carteles que muestran la silueta de su ciudad sobre un fondo impresionante de montañas nevadas y un lema jactancioso: «Build this, Las Vegas!» («¡Construye esto, Las Vegas!»). Lo más frecuente son los desafíos burdos. En una gasolinera perdida de Idaho, por ejemplo, encontramos en su tienda cochambrosa, abarrotada de útiles de pesca, semejante cartelón: «En Texas presumen de medidas grandes. Aquí, cuando medimos los peces, nueve pulgadas son… la distancia entre los ojos».

En la cuenca del lago Mono, casi en la frontera de California con Nevada, contemplamos uno de los superlativos más lustro sos y, a la vez, la explicación de esa manía californiana por coleccionar títulos. El superlativo es el propio Mono: se trata del lago más viejo de Norteamérica y uno de los más antiguos del mundo, nacido hace 700 000 años cuando una explosión volcánica dejó un cráter gigantesco que fue recibiendo las aguas de las montañas circundantes. Después llegaron los californianos y en apenas cuarenta años estuvieron a punto de bebérselo hasta la última gota.

Todo empezó cuando miles de mineros llegaron a California en 1849, en busca de oro, y comenzaron a levantar campamentos, casetas y almacenes. Detrás de ellos llegaron comerciantes, banqueros, prostitutas, predicadores. El Pueblo de la Reina de los Ángeles del Río Porciúncula, una aldea costera fundada por misioneros españoles, creció y se extendió como un tumor hipertrofiado hacia los valles interiores y el desierto, hasta que se convirtió en la megalópolis de Los Ángeles. Pronto descubrieron que el oro no se bebía y que el whisky no valía para lavar calcetines. La ciudad necesitaba mucha agua. En 1905 el Ayuntamiento envió a dos agentes secretos para que compraran terrenos lacustres en la Sierra Nevada y después construyó un acueducto de quinientos kilómetros para canalizar esas aguas desde las montañas hasta Los Ángeles. Para 1930 los angelinos ya se habían bebido completamente el lago Owens. Y en 1941 comenzaron a sorber del lago Mono: cuatro de los seis cauces que lo alimentan fueron desviados hacia el acueducto. Otros lagos menores también se secaron en esos años. En el mapa actual del sureste de California se ven muchos círculos trazados con rayas azules intermitentes: lechos de lagos muertos. Hacia 1980 el lago Mono ya estaba al borde de la desaparición. Y con él, su valioso ecosistema de algas, mosquitos de aguas salinas y colonias de gaviotas. Pero el desastre despertó un interés turístico inesperado: al caer el nivel de las aguas, afloraron unas asombrosas torres calcáreas formadas en el fondo del lago desde hace trece mil años, y aquel paisaje extraterrestre atrajo muchos visitantes. No obstante, los ecologistas y los vecinos de la zona ganaron un pleito de quince años y en 1994 los tribunales dictaron límites muy estrictos en la extracción de agua, para salvar el lago. Ahora el Mono crece lentamente hacia sus antiguas y lejanas orillas.

Al menos, la naturaleza se tomó su pequeña venganza por tanto lago desecado y en 1905 les regaló otro superlativo a los californianos. Ese año, el mismo en que empezaron a construir el acueducto entre la Sierra Nevada y Los Ángeles, se intentó otro trasvase de aguas desde el río Colorado. Pero la tubería se rompió, y para cuando fueron capaces de cortar el flujo, el agua ya había inundado una depresión del sur de California, situada bajo el nivel del mar: ahora es Salton Sea, el lago más joven de Norteamérica.

En la cuenca del lago Mono se encuentra la explicación de la manía californiana por los superlativos: las ruinas de Bodie, un pueblo fantasma de cuando la fiebre del oro. Se trata del fósil mejor conservado de aquella época. En medio de un desierto de matas de salvia, todavía se yerguen decenas de casas del siglo xix, almacenes, talleres, tiendas, la escuela, un saloon, la cárcel. En 1880 alguien descubrió oro en este yermo polvoriento y en pocas semanas brotó un pueblo de ocho mil habitantes. Aquellos mineros tenían claras sus preferencias: construyeron un banco, una escuela, una cárcel, una iglesia y 65 prostíbulos —el más famoso, el de madame Moustache—. Bodie vivía a golpe de robos, duelos, tiroteos y asesinatos, y dicen que en los tiempos más feroces el saludo de los lugareños era «¿a quién han matado hoy?». La frase hizo fortuna y se convirtió en santo y seña para los habitantes, que alimentaban así su fama brava. Un sacerdote metodista pretendió evangelizar aquella nueva Sodoma, pero al poco tiempo, resignado, escribió en su carta de abandono que Bodie era «la sucursal del infierno en la tierra». Tampoco era mal eslogan para el pueblo. Pero el lema que triunfó definitivamente fue la frase que escribió en su diario una joven de San Francisco, cuya familia decidió dejar la ciudad y trasladarse a Bodie para probar fortuna: «Adiós, Señor, me voy a Bodie». Desde entonces, los forasteros se despedían de Dios antes de entrar en el pueblo. Bodie tuvo un final digno de su historia El oro escaseó y el pueblo se fue vaciando poco a poco, hasta que en 1932 un vagabundo borracho llamado Bill incendió un almacén, las llamas se extendieron por medio pueblo y el fuego arrasó el infierno. La historia de Bodie muestra a los protagonistas de la colonización californiana: hombres que se despiden de Dios y de las normas sociales para buscar fortunas fabulosas en una tierra de promisión.

Algunos pioneros soñaron con algo más que el oro. California era un territorio virgen en el que se podían organizar sociedades nuevas, comunidades igualitarias basadas en los ideales de justicia y fraternidad que llegaban de las revoluciones europeas de 1848. Brotaron las asociaciones de socialistas utópicos, las congregaciones masónicas, y hasta hubo conatos de fundar una república libertaria de mineros. Las sectas religiosas, a su vez, vieron designios divinos en el descubrimiento del oro: era el moderno maná que se necesitaba para que un pueblo justo civilizara las tierras salvajes del Oeste y fundara una sociedad alejada del pecado. Peregrinos cuáqueros, anabaptistas y presbiterianos cruzaron el continente en caravanas de carromatos; incluso los mormones, antes de establecer su ciudad en Utah, merodearon por California en busca de tierras para erigir la Nueva Jerusalén. Sin embargo, la codicia arrastró pronto todos los ideales en una riada inmunda. Solo prosperó el aventurero sin escrúpulos que se valía por sí mismo, que luchaba por ser el más rico, el más fuerte, el más bestia. El espíritu cínico del pionero macho se grabó en los genes de California. Y aún hoy, aunque disuelto por otras influencias, ese espíritu pervive en la obsesión por coleccionar superlativos.

Esos pioneros orgullosos, los padres golfos de California, acudieron como polillas al resplandor del oro y casi todos quemaron sus vidas en un infierno vano. El oro arruinó incluso a John Sutter  en cuyas tierras se descubrió la primera pepita que desató la fiebre. Sutter, un comerciante suizo endeudado, había emigrado a América en 1834, y con sus primeros ahorros compró unas tierras en la orilla del río Sacramento, en la California que entonces estaba bajo dominio mexicano. Levantó una hacienda llamada Nueva Helvecia, extendió con rapidez sus tierras y sus negocios, y pronto se convirtió en un caudillo con poderes militares y políticos: construyó una fortaleza, fundó un ejército privado y pidió la nacionalidad mexicana como maniobra previa para constituirse en el representante oficial de México en la región de Sacramento. Luego, Sutter entendió bien los vientos que soplaban y viró sin reparos: en 1846 traicionó a los mexicanos, puso su ejército a disposición de los estadounidenses y colaboró más que nadie en la conquista gringa de California. Los mexicanos se rindieron a cambio de cobrar una indemnización por las tierras perdidas.

En esa época de batallas, el capataz John Marshall dirigía un grupo de obreros queconstruían un aserradero en Coloma, dentro de las tierras de Sutter. El 24 de enero de 1848, Marshall retiraba guijarros de una acequia cuando encontró una pepita reluciente entre las piedras. Se la llevó inmediatamente a Sutter, quien la sometió a pruebas químicas: era oro de veintidós quilates. El suizo guardó el secreto y compró apresuradamente quince kilómetros cuadrados de tierras nuevas a los indios ochekani, con la esperanza de que albergaran más filones. Habló con Mason, el nuevo gobernador estadounidense de California, y le pidió que ratificara oficialmente la compra de tierras, pero este le replicó que debería esperar un tiempo: las negociaciones con México no estaban rematadas y aún no se podían expedir títulos de propiedad estadounidenses. El 2 de febrero de 1848, ocho días después de que Marshall encontrara la primera pepita, México aceptó contra las cuerdas quince millones de dólares a cambio de que Estados Unidos avanzara su frontera sur hasta el río Grande y el río Gila. Sin saberlo, los mexicanos acababan de malvender un territorio cuajado de oro.

Sutter consiguió pronto su título de propiedad. Pero no se imaginó que el descubrimiento del oro iba a arruinarle. La noticia se propagó entre los empleados de Sutter —unos mil hombres, casi todos mormones— y se echaron al monte para buscar pepitas en el lecho de los arroyos. San Francisco, por entonces una aldea de quinientos habitantes y cobijo de balleneros rusos, recibió las primeras noticias del oro mes y medio después. El diario Californian publicó una nota escueta el 15 de marzo: «Se ha encontrado una cantidad apreciable de oro en las tierras de Sutter. Una persona de Nueva Helvecia obtuvo oro por valor de treinta dólares en poco tiempo. California es, sin duda, rica en minerales». Aquel telegrama pasó inadvertido. Pero un par de meses más tarde Sam Brannan, jefe de los mormones de California, visitó las tierras de Sutter, alertado por sus correligionarios. A mediados de mayo Brannan entró al galope en San Francisco con una botella llena de polvo aurífero:

«¡Los mormones hemos encontrado oro en Coloma!». Brannan  acababa de disparar la locura del oro, «el mayor movimiento de gentes desde el tiempo de las Cruzadas», según el historiador —y buscador de oro— Theodore Hittell.

Los rumores fabulosos desataron la locura. Quienes llegaban desde Coloma aseguraban que había montañas de oro, que el aire estaba tan impregnado de polvo aurífero que bastaba cepillarse el abrigo para hacerse rico. En aquella época el sueldo mensual rondaba los siete dólares y se decía que en Coloma algunos buscadores habían reunido ocho mil en un solo día. Todos corrieron a la sierra y los pueblos de California se vaciaron, como describió Walter Colton, alcalde de Monterrey: «El herrero deja su martillo, el carpintero su garlopa, el albañil su trulla, el granjero su hoz, el panadero su pan, el tabernero su botella. Todos se ponen en camino: a caballo, en carreta, con muletas, y alguno incluso en camilla». El mismo diario Californian, que había publicado la primera noticia del oro, se despidió el 29 de  mayo: «Todo el mundo nos abandona, lectores e impresores. Desde San Francisco a Los Ángeles, desde el paseo marítimo hasta las montañas de Sierra Nevada, por todo el país resuena un grito sórdido: “¡Oro! ¡Oro!”. Mientras, el campo queda a medio plantar, la casa a medio construir, y todo se abandona excepto la fabricación de picos y palas. Nos vemos forzados a interrumpir nuestra publicación». El 1 de junio, apenas quince días después de la entrada de Brannan con su botella de oro, la mitad de las casas de San Francisco estaban abandonadas. Solo quedaban ancianos, niños, enfermos y bandas de saqueadores.

El gobernador Mason pretendió restablecer el orden y salió desde la capital Monterrey con 145 soldados. Cien de esos hombres le abandonaron por el camino para dirigirse a las zonas auríferas. En Sonora, los cuarenta agentes de la guarnición policial desertaron. El sheriff de San José, que también se había quedado sin ayudantes, liberó a los diez presos que custodiaba y formó con ellos una banda de buscadores de oro. En un par de meses, el ejército de California sufrió tres mil deserciones. Cuatro mil marineros escaparon de sus barcos mercantes o militares en San Francisco. El gobierno de Estados Unidos envió por mar refuerzos militares para intentar mantener la ley en California, pero en cuanto el navío Ohio tocó puerto, 140 de sus hombres saltaron al muelle y corrieron hacia las montañas.

Los barcos extendieron la noticia a Canadá, Hawái, Australia, Filipinas y China. En septiembre llegó a San Francisco un buque con los primeros buscadores chilenos, que tardaban menos en llegar a California que los estadounidenses de la costa este que debían atravesar el continente. San Francisco se hinchó con la llegada de aventureros de todo el mundo: en seis meses aquella aldea de pescadores se convirtió en una ciudad de treinta mil habitantes. En 1849 tres mil hombres del territorio de Oregón caminaron hasta California; siete mil pasajeros europeos y americanos cruzaron Panamá y otros dieciséis mil circunnavegaron Sudamérica (un viaje más largo pero más barato) para navegar hasta los campos de oro, y cincuenta mil estadounidenses del este atravesaron las Grandes Praderas en caravanas. En Boston, por ejemplo, uno de cada cuatro varones adultos ya había emigrado hacia California.

En las primeras fotos que se conocen de San Francisco, al fondo de la ciudad se aprecia un bosque de mástiles: cientos de barcos abandonados se pudrían en el fango. Existen imágenes de navíos semienterrados en mitad de las nuevas calles, rodeados por casas construidas a todo correr. Como no había material suficiente para levantar una ciudad con tanta rapidez, las velas de los barcos y las cajas de embalajes sirvieron para montar los primeros barrios. Aquel invierno, un lugar para dormir sobre una mesa se alquilaba por diez dólares la noche. Los más avispados descubrieron pronto que las verdaderas fortunas no se amasaban en la sierra sino en la ciudad, vendiendo a los mineros todo lo que necesitaran por precios disparatados. Un huevo se cotizaba a un dólar. Las lluvias convirtieron las calles en ríos de lodo y las ciénagas se tragaron carros, animales de carga y hasta a algún borracho dormido. Las aguas torrenciales disolvieron los vertederos improvisados y arrastraron toneladas de basura hasta el centro de la nueva ciudad. Proliferaron pulgas, piojos, mosquitos y ratas: un peluquero decidió importar dos docenas de gatos desde Los Ángeles y los vendió todos a cien dólares por cabeza.

Los mineros destripaban las montañas y el oro acababa siempre sobre las mesas de juego y sobre las camas de los burdeles de San Francisco. Bajaban de Sierra Nevada cargados de pepitas, se arruinaban en un solo día de orgías y pasaban otra vez de millonarios a mendigos. «Las gentes de San Francisco están locas de atar», sentenció el New York Evening Post. Tanta riqueza volátil desató robos, asesinatos, revanchas, juicios populares, linchamientos. Los presidiarios australianos recién llegados se asociaron con antiguos soldados de la guerra contra México para crear un supuesto cuerpo de seguridad, que en realidad fue el germen de un sistema mafioso. Las bandas se enfrentaban a tiro limpio con la excusa de imponer el orden, y durante un tiempo San Francisco tuvo tres alcaldes simultáneos. En quince meses, seis incendios destruyeron grandes zonas de la ciudad que se volvían a levantar de nuevo en pocas semanas. El infierno abría su boca, pero los californianos se aferraban al borde del abismo.

Hasta California llegaron también los fracasados de las revoluciones europeas de 1848: los nacionalistas, socialistas y demócratas que soñaron con una Europa igualitaria y acabaron aplastados bajo la represión. Con la llamada del oro, muchos quisieron buscar fortuna en América y, quizá, crear sus sociedades utópicas en aquel país que empezaba de cero. Los campesinos de Irlanda, un país hambriento y enfermo, atravesaron el océano por miles. También se embarcaron pueblos enteros de alemanes, y las autoridades germanas, asustadas por la estampida, editaron un folleto que pintaba la aventura californiana como una pesadilla para intentar desanimarles. El Gobierno francés, por el contrario, encontró una ocasión ideal para desembarazarse de sus molestos revolucionarios. Los diarios galos estremecían al público con titulares hipnotizantes: «Se necesitarán siglos y millones de trabajadores para agotar los yacimientos fabulosos de California», decía Le Constitutionel. «No hay un metro de terreno que no encierre oro», añadía La Presse. Y todos recogían testimonios de mineros que se habían enriquecido con el pico y la pala. En París, el oro de California era el tema recurrente en las obras de teatro y los espectáculos. En 1849 las autoridades organizaron una gran lotería cuyos beneficios se destinarían a «facilitar el transporte gratuito a California a cinco mil emigrantes demasiado pobres para pagarse la travesía». La lotería fue un timo: el prefecto de policía Carlier elaboró las listas de premiados y en ellas incluyó a cinco mil militantes socialistas y revolucionarios del 48. Karl Marx, descorazonado tras las revoluciones fallidas y la desbandada hacia California, escribió su amargura en una suerte de epitafio: «En el proletariado parisino los sueños socialistas han sido reemplazados por los sueños de oro». Y el cónsul americano de Marsella alertó a las autoridades californianas acerca de aquel contingente: «Viaja la escoria de París, los más peligrosos malhechores de Europa».

Para 1852 cien mil buscadores recorrían Sierra Nevada. Aquel año arrancaron setenta toneladas de oro a la montaña. En semejante hormiguero no existía autoridad formal, pero al principio se las arreglaron para respetarse y mantener un orden. En los campamentos y las aldeas de la cordillera nacieron más de ochenta logias masónicas como manera de enlazar solidaridades, y se desarrolló un sentido de la justicia minera basada en la confianza previa y los castigos tremendos. La multitud dictaba sentencia a mano alzada. En todas las cabañas colgaban los diez mandamientos del minero, un texto simpático ilustrado con dibujos, que empezaba con la ley «tendrás un terreno de concesión y solamente uno» y seguía con advertencias como «no robarás ni el pico ni la pala ni el cedazo de tu compañero, y mucho menos su polvo de oro; porque él lo descubrirá enseguida, reunirá inmediatamente a sus colegas y, si la ley no se lo impide, te colgarán o te darán cincuenta latigazos, o te afeitarán la cabeza y te marcarán con hierro candente la letra “V” en la mejilla para que todo el mundo pueda leerla». El periodista Taylor, después de visitar las zonas auríferas, hablaba de un «Edén recuperado»: «En las regiones mineras se han establecido unas normas que son fielmente observadas. En una región de 850 kilómetros cuadrados donde no hay gobierno, ni leyes exactas, ni fuerzas de policía, ni cerraduras, ni pestillos, y cuyos habitantes poseen suficientes riquezas como para tentar a los viciosos y a los depravados, la propiedad y la vida privada están tan bien protegidas como en cualquier otro lugar de la Unión y el porcentaje de delitos es igual de reducido».

Fue un espejismo. Primero se abatieron las desgracias naturales: como habían talado bosques enteros para construir cabañas, las riadas de invierno produjeron deslizamientos de tierra que sepultaron campamentos enteros. Los barrizales convirtieron las aldeas en cloacas donde se propagaron las ratas y las epidemias. Los mineros, extenuados por el trabajo voraz, desnutridos, helados, murieron a montones. La miseria y el hambre empujaron a muchos a robar y aumentaron los asesinatos: muchos cadáveres quedaron abandonados, pudriéndose al aire libre, y atrajeron más alimañas y más enfermedades. La tensión se desbordó por la vertiente racista: los mineros estadounidenses descargaron su rabia contra los mexicanos, a quienes acusaban de ladrones, cobardes y vagos, y especialmente contra los doce mil chinos que se habían afincado en Sierra Nevada, cuya laboriosidad y competencia no podían soportar. Se sucedieron palizas, saqueos y hasta linchamientos. Los pastores protestantes invocaron guerras santas contra los emigrantes católicos que contaminaban la nación. Para colmar el vaso, el incipiente Estado de California exigió un impuesto a los buscadores de oro extranjeros. Esa decisión provocó revueltas contra el ejército y un amago de guerra civil, cuando los mineros franceses se apoderaron de una región montañosa, izaron la bandera gala mientras cantaban La Marsellesa y se dispusieron para la batalla. Los tiroteos dejaron varios muertos, pero a última hora se negoció una rebaja del impuesto y se evitó la guerra. De todos modos, las ilusiones de una nueva sociedad fraternal se habían marchitado para siempre. Y al fin, el oro empezó a escasear. Durante seis años los mineros habían rastrillado hasta el último rincón de la Sierra Nevada y ya no bastaba con agacharse para recoger pepitas: solo resultaban rentables las prospecciones industriales, y eso cerraba las puertas al aventurero solitario. Todavía se descubrieron filones en otras regiones de California y los buscadores deambularon por el país durante décadas, pero ya en 1854 quebraron trescientos bancos y empresas de San Francisco y la fiebre remitió.

La ruina devoró al propio John Sutter. Los pioneros de Oregón, que se regían por el principio de que la tierra era para quien la trabajara, asaltaron la fortaleza del suizo. El ejército intentó defender el territorio de Sutter, pero tras quince días de tumultos sangrientos alguien incendió el edificio donde guardaba los títulos de propiedad y Sutter se retiró a las montañas. Allí escribió el testimonio de su decadencia: «Cuando llegó la primera noticia del oro, mis obreros comenzaron a marcharse. Me quedé en el fuerte, solo, con algunos mecánicos fieles y ocho inválidos. Mis empleados mormones también perdieron todos los escrúpulos. Bajo mi ventana pasaba un desfile ininterrumpido que venía a los terrenos de Coloma. Monterrey y las ciudades del sur se vaciaron y mi hacienda se inundó de gente. Comenzó así mi desgracia.

»Se pararon mis molinos. Me robaron hasta la rueda. Mis curtidurías quedaron desiertas. El cuero enmohecía y las pieles brutas se pudrían. Mis empleados indios y canacos se marchaban con sus hijos. Reunían el oro y lo canjeaban por aguardiente. Mis pastores abandonaron el rebaño, mis plantadores las plantaciones, los obreros su trabajo. Mis trigales se pudrían de raíz, nadie recolectaba la cosecha de mis huertos, las más hermosas vacas lecheras mugían de hambre hasta morir. Unos hombres vinieron a buscarme y me suplicaron que subiera con ellos a Coloma,  a buscar oro. Me fui con ellos, no tenía otra cosa que hacer». Sutter buscó oro en un torrente apartado, pero pronto llegaron «multitudes sin permiso» que montaban destilerías y emborrachaban a los indios compañeros de Sutter. «Yo me establecía cada vez más arriba en la montaña, pero esa maldita ralea de destiladores nos seguía por doquier. Mis hombres se jugaban el salario o el oro reunido y estaban borrachos la mayor parte del tiempo. Desde la cima de esas montañas veía el inmenso país que yo había fertilizado: lo estaban entregando al pillaje y a los incendios. En el fondo de la bahía se iba edificando una ciudad desconocida que crecía a simple vista y el mar aparecía lleno de barcos. Han construido una ciudad maldita, San Francisco, en el lugar exacto que escogí para desembarcar a mis trabajadores canacos. Si hubiera podido cumplir mis planes, en poco tiempo habría sido el hombre más rico del mundo. Pero el descubrimiento del oro en mis tierras me ha arruinado. Maldito sea el oro. Durante estos años, la vida ha sido un infierno. Se robaba, se asesinaba, todo el mundo se entregaba al bandidaje. Muchos se han vuelto locos o se han suicidado. Todo esto por el oro, que se convertía en aguardiente».

Sin oro ni aguardiente, el infierno se templó. Pero los miles de aventureros y visionarios se quedaron a vivir y formaron esa masa en la que fermentó California. Después llegaron otros emigrantes más silenciosos: mano de obra de todo el mundo para un continente que en gran parte seguía vacío.


Ilustración de mapa y de cabecera, María Castelló Solbes