Un día de otoño de 1908 Julio Verne descansaba el cuerpo sobre la butaca de su despacho. No era una estampa inusual: a sus 75 años, el escritor francés pasaba largas jornadas en la misma postura, escribiendo y corrigiendo con empeño sus novelas de viajes. Pero esa tarde su pluma reposaba sobre la mesa: tenía delante al periodista Robert H. Sherard, del T.P.’s Weekly, quien le preguntaba, bloc en mano, por su infancia en Nantes, por la ceguera de uno de sus ojos o por su devoción por Charles Dickens.

Decía Verne: «En la época en que era muchacho adoraba ver cómo trabajaban las máquinas. Mi padre tenía una finca en el barrio de Chantenay, en Nantes, en la desembocadura del río Loira. Cerca del lugar había fábricas gubernamentales con máquinas que yo nunca de dejé de ir a ver. Me quedaba de pie horas y horas observando cómo hacían su trabajo. Esta característica ha seguido conmigo por el resto de mi vida. Aún hoy, siento tanto placer en mirar cómo trabaja la máquina de vapor de una locomotora, como en contemplar un cuadro pintado por Rafael o Correggio».

La curiosidad del autor se fraguó en el noroeste de Francia, en los bordes del Océano Atlántico. En Nantes hay una placa oscura, del tamaño de una caja de zapatos, en el número 2 del pasaje Jean-Bart. Lleva escrita en francés esta leyenda: «El 8 de febrero de 1820 Julio Verne, novelista precursor de los descubrimientos modernos, nació en esta casa».

En Nantes, hicieron palanca en la imaginación de Julio los relatos de su tío Prudent, antiguo armador de buques, y también las largas tertulias familiares vinculadas al mar y a las proezas técnicas de la época. En esa finca de muros blancos descubrió objetos gloriosos: retratos de marineros barbudos o cartas ocultas de sus antepasados escritas en alta mar. Puro combustible para las travesías alucinantes que luego plasmó en el papel.

Casi 200 años después, una guía turística señala los muros de esta casa discreta, de la que salían el pequeño Verne y su hermano Paul en busca de aventuras junto al Loira. En esta casa brotó el primer genio del escritor. Aquí, bajo la luz de las velas, escribía Julito poesía, un género que luego evitó para remplazarlo por aventuras sin tiempo ni espacio.

«Julito» dice ahora la guía. «Así lo llamo yo.» La mujer marca con el índice una escultura homenaje al Verne niño, inmortalizado en la ribera. Viste de marinero, le petit Jules, con las solapas anchas, el corbatín y la gorra de piedra. A pocos metros, mira también hacia el océano una escultura del capitán Nemo, uno de los personajes más entrañables del novelista, donde reflejó también su pasión eterna por el mar.

Con el tiempo, las aguas del Loira cambiaron: si en el siglo XVIII fue el puerto más importante de Francia por el comercio marítimo, ahora su caudal es Patrimonio de la Unesco y en sus orillas hay restaurantes que sirven vino muscadet, de la zona, o ancas de rana o lucioperca con mantequilla.

En Nantes, hicieron palanca en la imaginación de Julio los relatos de su tío Prudent, antiguo armador de buques, y también las largas tertulias familiares vinculadas al mar y a las proezas técnicas de la época

En tierra, la temperatura es perfecta para recorrer la ciudad siguiendo la seña de una discreta línea verde pintada en el suelo. La línea tiene 12 kilómetros y conduce a los principales reclamos turísticos de Nantes. La capital de la región norteña decidió superar la crisis industrial de los años ochenta a través de la cultura: ahora le dedican un 20% de su presupuesto anual. La apuesta es por el arte, que dinamiza el turismo e incentiva las visitas.

Por eso a las atracciones más clásicas (el castillo de los Duques de Bretaña del siglo XV; el Jardín de las Plantas, uno de los mejores jardines botánicos del país; o las espléndidas galerías del siglo XIX del Pasaje Pommeray), se suman en los folletos turísticos las deslumbrantes creaciones últimas, que la hacen fresca, joven y moderna. Están allí, por ejemplo, los dieciocho anillos de colores que iluminan la orilla del estuario; los rótulos estrambóticos que decoran algunos negocios del centro; o la treintena de obras contemporáneas al aire libre que el municipio fomenta desde el 2007 (una serpiente gigante en el agua; un velero que se quiebra o un hotel construido sobre un depósito de agua).

Sin embargo, en las 36 páginas del folleto a todo color, a Verne sólo se le menciona de paso. Sin  negritas ni destacados. Extraña, en general, lo poco que nombran a esta figura de reconocimiento internacional.

Las obras de artistas contemporáneas están por toda la ciudad. Ésta es parte de los Los aros de Nantes, de Daniel Buren.

A las atracciones más clásicas de Nantes, se suman en los folletos turísticos las deslumbrantes creaciones últimas: dieciocho anillos de colores que iluminan la orilla del Loira, rótulos estrambóticos que decoran algunos negocios del centro, un carrousel marino…

El carrusel de los mundo marinos, que evoca los escenarios vernianos.

Hay un Museo de Julio Verne, naturalmente. Con manuscritos originales del autor (La isla misteriosa o De la tierra a la luna); con los muebles de su última residencia en la ciudad de Amnes; juegos o maquetas de sus inventos. Y a pesar de estar ubicado en una soberbia casa del siglo XIX con vistas al Loira, el resultado es algo exiguo, si lo comparamos con la altura del escritor (en Internet, en la página de TripAdvisor, sus visitantes lo califican de «aburrido», «decepcionante», «insuficiente»).

Con todo, la huella del novelista en la ciudad es indeleble. Su aliento fantástico rezuma en una de las principales atracciones de la ciudad: «Las Máquinas de la Isla». Se trata de un parque de atracciones abierto, formado por grandes estructuras en movimiento creadas por la compañía La Machine y alimentado por «los mundos imaginarios de Julio Verne y del universo mecánico de Leonardo Da Vinci», según dice algún catálogo.

A pie de calle es espectacular. El Gran Elefante es una estructura de 12 metros de altura y 48 toneladas que es capaz de moverse y de transportar a medio centenar personas entre sus engranajes. En la explanada del muelle todos lo miran: están estupefactos por el movimiento de sus orejas, de sus patas que se flexionan y avanzan, por su trompa que echa agua sin avisar. Desde abajo, es imposible no recordar al paquidermo gigante que Verne inventó en su obra La casa de vapor, una máquina rodante con forma de elefante que recorría el territorio de la India.

En la atracción el Carrusel de los Mundos Marinos (premiado en 2014 por los Thea Awards, el equivalente a los Oscar en esta industria) también está el espíritu del escritor. En los calamares retropulsados, la tortuga voladora, el pez pirata o el barco de la tormenta. Son extrañas e inquietantes criaturas propias del paisaje inventado por Verne, monstruos mecánicos convertidos en un tiovivo singular que recuerdan las peripecias imposibles de obras inmortales, como Veinte mil leguas de viaje submarino o Los hijos del Capitán Grant.

Y es que el autor dislocaba la realidad como nadie: daba a luz con su pluma a un desierto inundado, una montaña ahuecada o una ciudad subterránea. Con Verne todo era posible. «Hay volcanes en islas o cavernas en los polos. El futuro está en el pasado y a la inversa», dice Eduardo Martínez de Pisón en su libro La tierra de Jules Verne.

El elefante gigante del parque de atracciones Les Machines de l’Ile.

Martinez de Pisón recuerda cómo el visionario supo anticipar Internet (en su libro La isla de hélice describía un aparato, el teleautógrafo, que transportaba la escritura, la palabra y las imágenes), el aire acondicionado (calculó para el año 2889 «casas de trescientos metros de altura, a una temperatura siempre igual»), las videoconferencias, los transformadores solares, los repartos de comida a domicilio, la música electrónica o el trasplante de órganos. También el submarino, los viajes a la Luna o la conquista de los polos.

Para la época eran escenarios quiméricos porque Verne fue un gran imaginador del futuro. Pero ¿es cierto que pensó estas realidades siempre desde la butaca de su despacho? No siempre.

Julio Verne se despertaba cada día a las cinco de la mañana y escribía hasta las once. Comía y retomaba su rutina hasta bien avanzada la tarde. Su ritmo era frenético (al inicio, el contrato con su editor Pierre-Jules Hetzel le instaba a escribir tres obras al año; la cifra se redujo a dos títulos una vez consolidado su éxito). Y el resultado fueron más de 250 textos entre novelas, cuentos, obras de teatro o poemas.

La mayor parte del trabajo lo destinaba a corregir: hasta nueve veces tachaba cada manuscrito antes de que saliera publicado. Dedicaba tiempo también a lecturas exhaustivas sobre geografía, ciencia y literatura. En su casa de Amiens, donde terminó sus días, se apilaban los libros, las revistas, los folletines en la misma habitación donde permanecía. Eran horas y horas de esmero (para preocupación de su mujer, que temía por su salud).

Su mente evocaba versiones mágicas de la Tierra, pero se fundamentaban siempre sobre números y ajustes y fórmulas.

Aquella tarde de otoño de 1903, el periodista Robert H. Sherard le preguntó también a Julio Verne por Herbert George Wells, escritor de La guerra de los mundos. En la época los comparaban y les atribuían el título de «padres de la ciencia ficción».

Verne contestaba:

«Yo no veo posibilidad alguna de comparación entre su trabajo y el mío. No procedemos de la misma manera. Sus historias no reposan en bases científicas. No, no hay ninguna relación entre su trabajo y el mío. Yo hago uso de la Física, él inventa. Voy a la Luna en una bala, disparada por un cañón. No hay invención alguna. Él va a Marte en una aeronave de metal que anula la ley de gravitación. Eso está muy bien pero, muéstrenme ese metal. Que me lo fabrique».

Sí: la investigación de Verne era concienzuda y sólo «inventaba» sobre bases demostrables. Pero sus mundos posibles también se nutrieron de los varios viajes que realizó. El primero fue a París, cuando salió de Nantes para estudiar Derecho, según los requerimientos de su padre. Luego paseó por Inglaterra, Escocia, Italia, Portugal, Noruega, Holanda, Bélgica, Alemania, Dinamarca, Argelia, Malta, España. Y cruzó el Atlántico una vez en su vida, en un viaje a Estados Unidos junto a su hermano Paul que nutrió su fantasía e inspiró el libro Una ciudad flotante.

Su gran ilusión fue siempre recorrer el mundo, navegar. Pero su deseo se vio truncado dos veces: primero, con la decisión involuntaria de nacer primogénito. A él le correspondía seguir la estela de su padre y continuar con la abogacía desde el negocio familiar. Verne no pudo convencer a los suyos de lo contrario. O quizás sí: cuando más tarde se empecinó en elegir la escritura por encima de todas las cosas.

Cuando el autor llegó a la madurez de su vida (su economía, resuelta; su hijo Michel, ya mayor), llegó el segundo freno: su estimado sobrino Gastón, en un ataque de demencia, le disparó un tiro en la pierna. Y su movilidad quedó comprometida para siempre.

El bastón mató su última esperanza, pero aún hasta después de su muerte, los ojos de Julio Verne miran al mar. Hay en el puerto de Nantes, escondido en lo alto de una nave, un retrato del escritor. El homenaje fue dibujarlo mirando hacia el agua, la placenta donde instaló sus anhelos y engendró su universo singular.


FOTOGRAFÍAS DE RAQUEL ATURIA

CON LA COLABORACIÓN DE PAYSDELALOIRE Y VUELING