Emi pasa los veranos tejiendo gorros de lana en el cementerio de Noratus. Desde que descubrió la llegada de turistas al cementerio, atraídos por los jachkars (las famosas cruces de piedra armenias), dejó de vender pescado en Ereván, un negocio que ya no le resultaba rentable. Así fue como comenzó a tejer y a vender gorros y guantes entre las lápidas del cementerio, una costumbre que adoptaron otras mujeres del pueblo.

Emi extiende varios gorros sobre la hierba. «Todo esto lo he hecho yo», dice. Aquí se siente afortunada:

—Pobres los que viven en la ciudad, que no tienen viento… Deberían venir a mi casa. Venid a mi casa.

A los que pasan por aquí sin guía, la mujer los acompaña a las tumbas más curiosas o les enseña a tejer antes de ofrecerles la mercancía.

Junto a la capilla de El Salvador, Emi nos pide que pisemos una tumba que apenas levanta un centímetro del suelo.

—Es la tumba del hombre que construyó la capilla. Pisadla para que pueda descansar en paz. En Armenia, por tradición, lo hacemos— dice.

Pasamos sobre la tumba, siguiendo sus instrucciones. Ella no suelta las agujas de tejer ni la lana. Cuando se gira y sonríe, su expresión revela unas líneas blancas en su ceño. Demasiadas horas de sol acumuladas.

Seguimos a Emi, que pasa junto a una tumba regada de pedazos de cristal. Es la piedra del monje.

—La gente asustada viene aquí con agua, rompe la botella, y pierde el miedo— explica.

Algunas de las tumbas más antiguas muestran los dos picos del monte Ararat, el símbolo armenio de la eternidad, racimos de uva, instrumentos. Cada una cuenta una historia diferente: la de su dueño. Por eso, entre las tumbas más antiguas de Noratus, abundan las que dibujan herramientas y personas ejerciendo su profesión.

Emi nos lleva hacia la que considera la tumba más curiosa de Noratus: la Piedra de la boda. Esta piedra cuenta la trágica historia de unos novios que fueron asesinados el día de su boda. De la novia, costurera, no faltan ni las tijeras. Tampoco faltan el vino y el jorovats —el tradicional pincho de carne— sobre la mesa. Los invitados forman parte del relieve y, en una esquina, un soldado mongol, a cuyas manos murieron los novios, hace su incursión a caballo.

La Piedra de la boda, con la pareja de novios juntos en la esquina superior izquierda y su asesino entrando en escena a caballo. Hacia la derecha, la mesa llena de comida y los invitados de la infausta boda.

Estos pequeños relieves que resumen la vida de los difuntos desde hace siglos fueron evolucionando hasta dar lugar a lápidas grabadas con imágenes del difunto de cuerpo entero y con todo detalle, en las que los muertos aparecen en vida ejerciendo su profesión, practicando alguna afición, posando junto a detalles de las circunstancias de su muerte o, simplemente fumando. Para descubrir los más impactantes es preciso salir de Noratus, donde el relieve antiguo es el protagonista.

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Una cita del poeta Hovhannes Tumanyan recibe a visitantes y a difuntos en el cementerio de Berdavan, una aldea armenia que limita con la frontera azerí. «Bendito el que viene al mundo y se va del mundo siendo humano, intachable», reza el arco de entrada. Nos acompaña Venera, la maestra de Física del colegio de Berdavan. Es una mujer menuda, de ojos tímidos, gafas de científica y barbilla prominente.

El cementerio es un museo al aire libre y no puedo evitar perderme entre las lápidas mientras Venera arranca la hierba que crece de la tumba de sus padres.

Una joven estudiante, hierática, posa junto a sus libros y escribe mientras clava la mirada en quien la mira.

—La chica murió cuando todavía estudiaba. Hay otra tumba como esta —dice Venera—. Un hombre entró en una casa, dejó una escopeta. El niño creyó que era de mentira y, jugando con el arma, mató así a su hermana, que ahora también aparece con sus libros en el cementerio.

Un jarrón con flores se mimetiza sutilmente con un árbol del cementerio, como si el dibujo hubiese sido hecho con la idea de encajar en el entorno. Intencionado o no, es menos evidente que una tumba cercana en la que varios elementos se funden con el grabado de la lápida. En esta, una madre, oculta bajo un oscuro tejido que le cubre todo el cuerpo, llora la muerte de su hijo a los pies de él, todavía vivo. Entre muchas lápidas que cuentan escenas cotidianas, incluso divertidas, esta duele.

«El niño creyó que era de mentira y, jugando con el arma, mató así a su hermana, que ahora también aparece con sus libros en el cementerio.»

Los relieves evolucionaron en lápidas grabadas con imágenes del difunto en las que se detallan las circunstancias de la muerte, su profesión o aficiones

Cuando estoy a punto de preguntar si estos retratos, los más recargados, los eligieron ellos mismos en vida, Venera se adelanta: «¡Si ellos levantase la cabeza y viesen lo que les han puesto!».

Un conejo cuelga de un árbol junto a una iglesia mientras un hombre con gorra y bigote lo desuella para preparar el jorovats. Un hombre, famoso en la región por tocar el duduk, aparece con su instrumento. Otro posa junto a su coche, escopeta en ristre: era un guardia de frontera. Otro aparece junto a sus colmenas. Un joven posa con un carnero junto a sus padres. Otro fuma junto a un paquete de tabaco y una copa. Hay rostros con fechas de nacimiento pero no de defunción. Suelen ser mujeres, imagino, acudiendo a poner flores a sus maridos.

Cuando estoy a punto de preguntar si estos retratos, los más recargados, los eligieron ellos mismos en vida, Venera se adelanta:

—¡Si ellos levantasen la cabeza y viesen lo que les han puesto!

Un profesor de Educación física hace publicidad subliminal a Adidas y posa con un chándal junto a una cancha deportiva. Fue alumno de Venera. Su epitafio dice: «No me pongáis ausente en vuestra marcha sin fin». Es lo que piden, implícitamente, todas las tumbas de Berdavan.

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En Khojorni, al sur de Georgia, viven y mueren armenios, azerís y griegos. De sus tres cementerios, el más antiguo quedó dividido por una frontera.

Junto al cementerio armenio, un hombre pasea a dos enormes cerdos, algo habitual en el Cáucaso. Entre las tumbas, desde fuera del cementerio, destaca la imagen de un hombre que posa, en chándal, sentado sobre un banco.

Manuk, el profesor de Literatura en el pueblo, con su renqueante caminar, se adentra en el cementerio para mostrar esa y algunas de las lápidas más llamativas.

Una lápida acapara mi atención por un detalle: una corona junto a Tigran, un hombre pequeño que fuma.

—¿Mafia?— pregunto.

—Era un Rey de los Ladrones, sí— responde Manuk.

—¿Un Príncipe de los Ladrones?

—No, Rey. Los armenios los llamábamos reyes y los georgianos, príncipes.

Aunque el pueblo se ubica en territorio georgiano, no deja de estar habitado mayormente por armenios, que sienten el lugar como una parte de Armenia en la que convivir con azerís es posible. En una de sus crónicas del Cáucaso, el alumno de Kapuscinski, Wojciech Jagielski, retrataba a Dzhaba Ioseliani, el Robin Hood del Cáucaso, probablemente el Príncipe de los Ladrones más famoso de la historia georgiana. Dzhaba alcanzó la fama robando bancos estatales y asaltando trenes, se convirtió en el hombre más poderoso de Georgia y logró un escaño en el Parlamento. Escribió Jagielski:

«En el Imperio ruso, donde la gente sufría a diario la violencia y la injusticia y vivía tiranizada por los funcionarios y por los servicios de seguridad, los Príncipes de los Ladrones eran algo así como héroes nacionales. Se les temía, pues no en vano eran delincuentes, pero a la vez se les admiraba porque no dejaban que nadie los humillara».

«No me pongáis ausente en vuestra marcha sin fin». Es lo que piden, implícitamente, todas las tumbas de Berdavan.

En Khojorni, al sur de Georgia, viven y mueren armenios, azerís y griegos. De sus tres cementerios, el más antiguo quedó dividido por una frontera.

Si es habitual halagar un los muertos por miedo, parece que con los Príncipes de los Ladrones ocurría al contrario.

Si es habitual halagar un los muertos por miedo, parece que con los Príncipes de los Ladrones ocurría al contrario. Resulta lógico si eres lo bastante temible en vida como para que nadie se esfuerce en contar tus bondades una vez muerto. Cuando pregunto a Manuk si conoció a Tigran, si era armenio, se deshace rápidamente de mí y sigue caminando:

—Ah, pues supongo que sería ruso o algo.

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Llegamos a otro cementerio, más pequeño, junto a una vieja iglesia que se cae a pedazos. Casi no importa cuán llamativas sean las lápidas ni el hecho de que algunas mujeres ya aparezcan retratadas junto a sus maridos, con fecha sólo de nacimiento. Lo que más llama la atención es una lápida casi inconcebible que muestra la imagen de un hombre, a color, posando sobre otra lápida.

El escritor georgiano Dato Turashvili escribió, en su novela Flight from the USSR, que las lápidas en la Unión Soviética derivaron en una ostentación extrema, hasta caer en el mal gusto funerario: «Podrá haber otras razones, pero la tumba era la única propiedad que la gente poseía».