Me entró una furia después de fin de año y empecé a buscar en La Habana una casa para comprar. Pero desde entonces he tenido casi todos los días, cuando he podido dormir, pesadillas muy feroces y muy hiperrealistas que yo creo que me quieren decir algo y que me lo quieren decir ya.

Si una pesadilla quiere decirte algo a largo plazo, va a presentarse a sí misma en una escena vaga y descoyuntada para ponerte a correr detrás del misterio como corren los perros de pelea fatigados cuando sus dueños los amarran a una correa y se suben a una bicicleta.

Es un cazador que pisa a tientas en el bosque oscuro de tu pasado, un bosque muerto y deshabitado o habitado como se habita un museo, y que detrás de un montículo de tierra detecta finalmente al animal vivo del pánico envuelto en un pelaje tembloroso.

Estas pesadillas recientes, sin embargo, no remiten a nada, son lineales, directas, se pegan a la piel mestiza de la memoria durante el sueño y cuando uno levanta, ya despierto, el papel de la calcomanía, casi ningún detalle de la pesadilla se ha difuminado o perdido y solo su color es apenas un tanto más vago.

Si una pesadilla quiere decirte algo a largo plazo, va a presentarse a sí misma en una escena vaga y descoyuntada para ponerte a correr detrás del misterio

La Habana se divide hoy en dos bandos medio punzantes: no filibusteros y guardias de la Corona Real, no criollos conspiradores y peninsulares monárquicos, no autonomistas y anexionistas, no liberales y conservadores, no comunistas y proyanquis, no auténticos y ortodoxos, no barbudos y batistianos, no proletarios y burgueses, no policías y disidentes. Se divide en gente que quiere comprar casas y gente que quiere vender.

La gente que quiere vender está huyendo de algo, y la gente que quiere comprar está pagando esa huida. Yo creo que siempre pertenecí, en los siete años bíblicos que estuve de corrido en la ciudad, al grupo de la gente que quería vender. Pero pertenecía por estirpe y por fatalidad, y si se quiere, incluso, por destino, pues yo no tenía nada que venderle a nadie, salvo una fuga que nadie quiso comprar, ya que cada quien tenía la suya, y que luego terminé utilizando yo mismo.

Me fui a la Ciudad de México, escribí un libro de crónicas y una novela, publiqué en periódicos. No es que actualmente gane mucho dinero, desde luego. Es que en Cuba ganaba tan poco (y dentro de los estándares de Cuba ganaba bien) que un artículo de hoy equivale al salario de dos meses de entonces.

Cambio de bando. Ahora se dicen cosas distintas alrededor mío cuando visito el país, como que hay que comprarse ya mismo una casa en La Habana. Antes de irme lo único que escuchaba era que había que venderlo todo a la menor oportunidad y largarse para donde fuera.

La Habana se divide en gente que quiere comprar casas y gente que quiere vender. La gente que quiere vender está huyendo de algo, y la gente que quiere comprar está pagando esa huida

La gente que vende está intentando enterrar su pasado, la gente que compra busca posicionarse barato para un momento hasta ahora improbable: la hora en que la balanza capitalista ponga el precio estándar occidental a propiedades que por lo pronto cuestan quince o treinta o cuarenta mil dólares, y que sin el peso crepuscular del castrismo cayéndoles encima deberían subir a ochenta o a cien mil cómodamente.

Entre ese fuego cruzado visité un apartamento en Centro Habana, específicamente en Águila y Concordia, pero el inmueble estaba inclinado y húmedo y parecía recortado por una tijera nerviosa, es decir, geométricamente ningún espacio se entendía bien, como una ecuación mal calculada.

Recién graduado de la universidad, yo había vivido muy cerca de allí, en un edificio de Neptuno y Escobar. Tenía en el balcón de arriba una vieja loca que cantaba boleros de María Teresa Vera y también ratones pendencieros que salían de noche a comerse el pan de las bolsas que colgaban detrás del refrigerador. Mientras, yo leía en una butaca recostada al refrigerador para aprovechar la luz tenue que venía de la cocina y no molestar a nadie, puesto que mi novia y los otros roommates dormían hacinados en sendos cuartos pequeños, a un suspiro de los ratones y de mí.

También pasé por delante de un apartamento en F y 3ra, Vedado, justo frente a la residencia estudiantil en la que viví cinco años. Pero ahí no entré. Me conocía ese barrio de memoria. La calle es oscura, tiene mala vibra y en verdad le pertenece al mar. La cuadra colapsa con cada inundación de frente frío y el salitre de la costa y la miseria generalizada corrompe, con toda lógica, la voluntad y el ánimo de los vecinos.

Entre ese fuego cruzado visité un apartamento en Centro Habana, pero el inmueble estaba inclinado y húmedo y parecía recortado por una tijera nerviosa

Luego fui a dos casas más, pero esas ya costaban mucho y ni de cerca podía entrar en lidia, no digamos comprarlas. Inmediatamente, sin ningún malestar secundario, la furia se me pasó. ¿Por qué creía yo que pertenecía al bando de la gente que podía comprar casas, cuando evidentemente seguía perteneciendo al bando de la gente que quiere vender, o al bando de la gente que quiere comprar y no puede, o al bando de la gente que apenas podría comprar lo que nadie quiere comprar y lo que nadie puede nunca vender?

Te van a hacer los mil cuentos luminosos o terribles de La Habana de la fiesta y el hambre, pero ese querer y no poder de su gente, que se acercan cordiales, se tocan animosamente, se hablan con afecto y, anhelándolo tanto ambas partes, no pueden finalmente completar ninguna transacción; ese nudo apretado, la desesperada trabazón de aspiraciones viscosas que nadan en un mar que, más que mar, es un charco, un caldo sucio de brazos y piernas que patalean con coraje pero que no tienen ya cuerpo que salvar del naufragio ni ninguna orilla tampoco en la que depositarlo; esa, en fin, imposibilidad de ponerse materialmente de acuerdo entre gente que quisiera entenderse desde el corazón, es la lluvia de desgracia que sigue cayendo sobre las cabezas inermes de los habaneros. Y es estrictamente eso lo que explica la parálisis muscular del tiempo en la ciudad.

De hecho, la propietaria del apartamento de Águila y Concordia ni siquiera fue demasiado elocuente mientras recorríamos los espacios de su antro, como si supiera que no había posibilidad de que algún día su casa se pudiera vender, aun cuando su deber fuera intentar venderla a toda costa, hasta que cayera algún despistado. Y tenía razón, esa es una de las leyes primeras de la supervivencia en La Habana: si se tiene paciencia, algún despistado siempre cae.

De ahí me fui a la casa de una amiga en Miramar. En algún punto del trayecto, al pie de una ceiba, encontré una ofrenda de palomas blancas malolientes que ahora llevaban encima el amarillo tenue de la muerte y la temperatura cobarde de la tarde habanera de comienzos de enero. El trazo era violento; el tono, sutil. Era una señal del bando de la gente que quiere vender.

Esa imposibilidad de ponerse materialmente de acuerdo entre gente que quisiera entenderse desde el corazón, es la lluvia de desgracia que sigue cayendo sobre las cabezas inermes de los habaneros

Luego empezaron las pesadillas, y la última fue hace nada. Estaba en la calle de mi barrio de provincias, parado en la acera, y discutía a los gritos con una mujer. En verdad la mujer no gritaba, solo estaba gritando yo, y ella se arrugaba con la pelea, que la reducía y la acoquinaba, como si yo fuera el cazador en el bosque y ella el animal tembloroso escondido detrás del montículo.

La calle vacía, nadie se asomaba a los balcones de los edificios. Eran como gritos mudos que no despertaban la atención del vecindario y que, más que a la mujer, me desbarataban a mí, que era el que estaba teniendo la pesadilla y el que la estaba reduciendo a ella a cenizas como quien se fuma un cigarro.

Pero entonces apareció otra mujer mucho mayor en la otra acera y se puso la mano en el pecho y empezó a decirnos que no discutiéramos más. Se tambaleó con elegancia, marcando unos pasos dramáticos que yo nunca había visto, pero que evidentemente eran los pasos iniciales de la danza del infarto.

Ahí miré a la primera mujer, llorando en el suelo y a punto de convulsionar, y miré a la mujer mayor, que no lloraba y boqueaba y que estaba muy cerca de poner rodilla en tierra. Estaban separadas por la ancha calle del barrio en el que yo no vivo ya, pero en el que ellas aún viven y van a vivir. Y yo tenía que elegir en ese momento algo sencillo y tremendo: ¿a quién le daba mi cariño y mi amor? Si cruzaba la calle o si no la cruzaba, y si escogía en ese cruce la acera de la muerte o la de la enfermedad.


Imagen de cabecera, CC Emmanuel Rodríguez