Entre la fachada de la casa y el borde del agua hay apenas un par de metros de jardín, algún árbol y la acera por la que pasan discretos los veraneantes. Haapsalu —al noroeste de Estonia, frente a la isla de Hiiumaa— se extiende sobre una lengua de tierra que cierra la bahía, y desde aquí se ve lo que resta de la extensión de las marismas, un espacio de agua baja que transmite su calma a la ciudad. Todos los elementos que configuran esta última y, si podemos imaginarlo, su espíritu, confluyen aquí: la placidez del entorno, la abundancia de cielo, el ritmo pausado con el que casi nada parece suceder en las calles y la invitación a una mirada, digamos, pictórica; o sea, la facilidad para ser cuna de artistas o favorecer cierto tipo de pintura melancólica.

Precisamente esta hermosa casa al pie del agua es un hogar de arte en el sentido menos ambiguo posible: sus dueños, Epp Maria Kokamägi y Jaak Arro, son la generación intermedia en una familia dedicada desde hace tres al óleo, la dirección de arte y la cerámica. Cada habitación de los dos pisos del edificio alberga obras familiares y este museo sentimental es también una pequeña historia del arte estonio desde mitad del siglo XX (la familia posee asimismo una encantadora galería-café en el centro de la ciudad).

Lo cierto es que Haapsalu tiene una conexión particular con el arte estonio, más allá de que parezca el entorno ideal para cualquier acuarelista viajero de alma clásica. En ella se encuentra el museo dedicado a uno de los más relevantes pintores nacionales del siglo pasado, Evald Okas, y además fue el lugar donde creció Ilon Wikland, quien, desde 1953, se convirtió en la pareja artística de Astrid Lindgren (creadora de Pippi Calzaslargas) en toda una serie de álbumes para el público infantil.

Situado entre dos aguas e interrumpido por un par de pequeñas lagunas, el centro de Haapsalu parece por momentos la extensión de un amable y ordenado parque público. Muchas de las casas que lo conforman hoy en día son precisamente ejemplos de construcción en madera de comienzos del siglo XX y sus colores y detalles decorativos evocan una arquitectura vernácula que, como muchas cosas en Estonia, combina la claridad escandinava y el gusto por una decoración que inconscientemente asociamos con el oriente eslavo.

Durante el siglo XIX, a raíz de las investigaciones del doctor Carl Abraham Hunniuse, se extendió la fama de las propiedades benéficas que el (abundante) fango de la zona ofrecía para la curación de diferentes dolencias. Eso marcó el destino de la ciudad como balneario para la alta sociedad rusa (Estonia formaba parte del Imperio ruso desde 1710 y, con el paréntesis de la primera independencia entre 1919 y 1939, seguiría en la esfera de influencia rusa —o soviética— hasta los años 90 del siglo XX). El éxito de los balnearios a la mismísima familia real en varias ocasiones y en los reinados de diferentes zares; paseando junto al hermoso Kuursaal de 1898 podemos imaginar fácilmente a cortesanos y miembros de la alta burguesía que —en un fenómeno no muy diferente al que ocurría en el Norte de España en esos mismo años— seguían a la corte como fantásticas aves migratorias.

Detalle del alero del Kuursaal de Haapsalu, centro de las actividades veraniegas en época zarista y almacén en la soviética. Fotografías de Francesca Bayre.

Si de observar pájaros se trata, la promenadi que bordea la ciudad nos lleva precisamente a un punto privilegiado: más allá de la Aafrika Rand, la desconcertante «playa africana», se alza una torre de observación que domina toda la zona inundada hacia el norte de la ciudad, parte de un sistema de parques naturales en el cual se pueden observar las abundantes especies nativas así como las que llegan desde el Sur para pasar el verano en este rincón del Báltico.

En 1867, precisamente, quien pasó el verano en Haapsalu fue el compositor ruso Piotr Ilich Chaikovski. Aquí se inspiró para varias obras y compuso las tres piezas de Souvenir de Hapsal. Un banco de piedra recuerda su estancia en el punto desde el que solía disfrutar las vistas de la bahía y, gracias a un sistema electrónico escondido, ofrece una desconcertante experiencia de fantasmagoría moderna: cada vez que alguien se acerca al banco suenan varias melodías del compositor, y en la quietud de la tarde se repiten una y otra vez las notas aun cuando parece que no haya nadie cerca.

Una ciudad romántica que se precie ha de disponer de castillo, que ha de estar en ruinas; y tales ruinas han de albergar, preferiblemente en noches de luna llena, su correspondiente fantasma. Así es en Haapsalu, en cuyo centro se alza, rodeado de un imponente sistema de murallas, el castillo episcopal desde donde, en la Baja Edad Media, se decidieron las suertes de la región adyacente (siempre interesante para la geopolítica báltica; una puerta, incluso hoy, entre Oeste y Este). El castillo no se recuperó de la destrucción sufrida durante la Guerra Livona del siglo XVI; el patio donde se celebraban torneos acoge ahora, cada agosto, un galante festival internacional de blues.

Ruinas del castillo episcopal.

Como ocurre a menudo con las ciudades que la Historia ha dejado descansando en la cuneta, es fácil olvidar, paseando en un día cálido por el jardín del castillo de Haapsalu, arrastrados en el vórtice de Lo Pintoresco, los dramas antiguos que esconde cualquier asentamiento humano. Aquí llegó la gran cruzada contra los últimos paganos de Europa (después de la cual se construyó el castillo, para el Obispado de Ösel-Wiek). Aquí llegaron los caballeros teutónicos (antes de su histórica derrota contra Alexander Nevsky). Aquí llegó Suecia en su expansión del siglo XVII, y también la gran red ferroviaria de Rusia, reconociendo Haapsalu como una pequeña joya en su extremo occidental.

Aunque no estemos tan al norte como para disfrutar de interminables días árticos, el verano sí ofrece aquí unos espléndidos atardeceres, magnificados por la cercanía del mar y la llanura del paisaje. La noche tarda en llegar y durante un largo rato cielo y bahía se reflejan mutuamente. En el paseo marítimo casi no queda nadie pero suena una última vez la música del banco de Chaikovski; en este momento se perfecciona el encantamiento: el pueblo vive efectivamente en la ultratumba de sus recuerdos, un bucle continuo que dura hasta que la oscuridad cancela el paisaje y es hora de volver a casa.