La historia de Argentina es, en parte, la de sus colonias agrícolas hechas con la inmigración europea. Cuando en 1853 nació el país, convocó en su Constitución «a todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino» e inició un proceso de colonización para convertir un desierto en el granero del mundo. Pero este relato no se trata de eso sino de algo así como su precuela: los años agitados que siguieron a la independencia de 1816, un puñado de familias alemanas en medio de la pampa, un pueblo que no fue y los vaivenes de los muertos que hicieron la nación. Por eso, también, es una historia de cementerios.
¿Qué hacemos con nuestros muertos?
Para comenzar este cuento, hay que retroceder doscientos años. Lo que hoy es Argentina, era entonces un rejunte de tierras, intereses y voluntades con un nombre engañoso, u optimista, según cómo se lo vea: Las Provincias Unidas del Río de La Plata. La independencia era reciente y lo que siguió a ese primer gesto desvinculante no fue fácil: guerras civiles, un gobierno nacional, su disolución, anarquía, más batallas y el crecimiento desproporcionado de la Provincia de Buenos Aires en relación a las demás. Si de ahí iba a nacer un país, nacería irremediablemente inclinado.
Un país en borrador
Los mapas son efímeros, mucho más de lo que tendemos a creer. Aquellas provincias heredaron los límites del Virreinato del Río de La Plata e intentaron continuar así, pero no pudieron. Lo que verdaderamente existía era un territorio disperso: selva al norte, algunas ciudades en el viejo camino al Alto Perú y hacia el sur, el desierto patagónico. Las fronteras eran peligrosas e inestables, en constante revisión porque no se lograba resolver de manera pacífica la relación con las poblaciones nativas.
Cuando estaba por terminar 1820 la situación era la siguiente: tras años en lucha, las provincias habían firmado la paz, España no reconocía la independencia pero Inglaterra sí y eso empezó a delinear los nuevos tiempos. El comercio internacional pasa a marcar el ritmo del Río de La Plata, el centro estratégico es el puerto y la Provincia de Buenos Aires crece con el poder que le da el dinero. Allí están los hombres que manejan las rentas aduaneras, son los que quieren armar un país y conducirlo. Si no van a usar las armas, necesitarán otras herramientas: arados, molinos, semillas, hombres, mujeres y niños para trabajar la tierra y quedarse.
Los mapas son efímeros, mucho más de lo que tendemos a creer.
Había que poblarlo todo, porque el gran problema del país en ciernes era su extensión indómita. Los hombres a cargo miraron hacia la Europa protestante: esto es lo que necesitamos —decían—, espíritus templados en el esfuerzo, brazos tallados por el trabajo. Porque la riqueza no se gana, se cosecha.
Esta es la historia de un plan, un primer intento de traer familias europeas al territorio con una misión: sacarle a la tierra lo que tiene para dar. Serían los colonos de la pampa gringa.
Más de tres siglos de conquista española con sus catedrales y sus misiones y sus santos y sus vírgenes habían moldeado una sociedad mayoritariamente católica. Aunque no tanto: ese pueblo mestizo y desparejo no tenía temor a Dios, quizás sí a la institución de la Iglesia, pero su poder empezó a licuarse en cuanto terminó el Virreinato. Los que imaginaban el país, lo proyectaban moderno y liberal, un país de negocios con el puerto y la ciudad de Buenos Aires como eje. Piratas, corsarios, vendedores, traficantes, contrabandistas llegaban cada día y lo modificaron todo. Echémosle una mirada a la ciudad por ese entonces.
Una aldea en expansión
En la década del veinte, Buenos Aires es poco más que un caserío, chato y cuadriculado, no más de treinta cuadras que pueden recorrerse fácilmente a pie o a caballo. Contra el río está el Fuerte donde se alojan las autoridades, un poco más allá la Plaza Mayor rodeada por la Catedral, La Recova, que reúne algunos comercios, y al otro lado el Cabildo. Apenas un puñado de calles del centro están empedradas, el resto es una marea de polvo en las épocas secas y un lodazal con las lluvias. Al norte, en un lugar al que llaman La Recoleta, está el mercado en el que se consiguen pescados, legumbres, perdices, frutas, verduras y, sobre todo, la exquisita y baratísima carne de vaca recién traída de los mataderos instalados en las cercanías de la ciudad.
Comerciantes de todas partes del mundo llegan y compiten entre ellos para colocar sus mercaderías, hacen contactos y buscan sellar acuerdos en nombre propio o de sus gobiernos. Son muchas las cosas que se necesitan para el nuevo país que se está armando y todo llega por barco: ginebra, hierro, tejas, ladrillos, espejos, plumas, papel, cristales, jabones, ropas y armas, muchas armas, porque la paz es todavía más efímera que las fronteras y los mapas.
Al norte, en un lugar al que llaman La Recoleta, está el mercado en el que se consiguen pescados, legumbres, perdices, frutas, verduras y, sobre todo, la exquisita y baratísima carne de vaca recién traída de los mataderos instalados en las cercanías de la ciudad.
Hay más extranjeros que nativos en la ciudad y están perfectamente integrados en la sociedad porteña, pero hay un problema: si un protestante muere aquí, tiene vedados los camposantos católicos. ¿Adónde va a parar? A las barrancas del río, expuesto a las crecientes del estuario, inseguro, ilegal. Si el gobierno quiere una sociedad plural, tendrá que pensar tanto en los vivos como en los muertos. Así nacen, a la vez, el Cementerio de La Recoleta —el primero público, donde el Estado le saca a la Iglesia la gestión de los muertos católicos— y el Cementerio de Disidentes que ocupa unos pocos metros en lo que hoy es el microcentro de Buenos Aires. Los británicos quieren hacerse cargo de los 700 pesos que cuesta la obra pero no les alcanza y llegan en su auxilio los alemanes para levantar el muro, la pequeña capilla y el pórtico sobre la calle Juncal. Hay espacio para 178 tumbas. Evangélicos, anglicanos, calvinistas y presbiterianos de distintas nacionalidades tienen ahora lugar dónde caerse muertos.
La ciudad es un ir y venir de gente, se mezclan los acentos y los idiomas de todo tipo de gringos: esta va a ser la palabra que perdurará en Argentina para los extranjeros en general y, sobre todo, para los que se instalarán en el campo, alzarán sus casas, plantarán árboles alrededor, esparcirán las semillas y criarán animales en sus chacras. El término proviene del quechua, durante la conquista lo incorporaron tanto el castellano (chacra) como el portugués (chácara), y aquí la trajeron los jesuitas que venían del Brasil. Las chacras —o su diminutivo chacaritas— no son estancias, no son haciendas, son parcelas pequeñas de tierra dedicadas al cultivo, esas que rodean Buenos Aires y abastecen el mercado.
La Chacarita
Lo que ahora es un cementerio, noventa y cinco hectáreas verdes en el medio de la metrópolis, estaba entonces a diez kilómetros de la ciudad. Entonces se refiere al tiempo de nuestro relato —la segunda década del siglo diecinueve— pero antes había sido propiedad de los jesuitas españoles que lo eligieron por su ubicación y sus montes para construir un complejo de caserones, graneros y una capilla. Después de su expulsión de América en 1767, se convirtió en sitio de descanso para los alumnos del Real Colegio de San Carlos, actual Colegio Nacional de Buenos Aires. Se la conocía como La Chacarita de los Colegiales y ese fue el lugar que seleccionó el gobierno para montar allí la primera colonia de inmigrantes alemanes, que llevaría el nombre del fundador del Real Colegio.
Si el gobierno quiere una sociedad plural, tendrá que pensar tanto en los vivos como en los muertos.
«Artículo 1 del Decreto 233. En el lugar conocido con el nombre de Chacarita de los Colegiales, de la propiedad del Estado, queda destinado todo el terreno que no esté dado en arriendo para formar un pueblo que se denominará Chorroarín».
El gobierno local fue tejiendo contactos con empresarios europeos para ubicar «familias industriosas» y garantizar su traslado. Había agentes comerciales a uno y otro lado del Atlántico velando por el cumplimiento de los contratos que suponían el compromiso del gobierno de Buenos Aires de entregar tierras en usufructo a los colonos y cubrir los gastos de sus pasajes.
Así nació Colonia Chorroarín en 1827, el pueblo que tres años después ya no existía más.
Para saber qué pasó, vamos a seguir el derrotero de un grupo de alemanes. Alemania tampoco era un país en ese tiempo, había pueblos germanos viviendo como podían entre guerras, destrucción y una lucha de confederaciones. Aunque aventurada y sin garantías, habrá sido muy tentadora esa oferta que llegó desde el otro lado del globo: en el sur de Sudamérica había cientos y cientos de hectáreas de tierra a disposición de quien quisiera tomarlas a cambio de trabajo. Ellos conocían el oficio.
No sabemos cuántas familias fueron tentadas con la oferta, sí cuántas aceptaron. Cuarenta y seis. Padres, madres, hijos e hijas, abuelos, algún tío. Cada jefe de familia debía garantizar brazos fuertes para trabajar el campo. Eran todos de Niederklein, un pueblo rural con arroyos y bosques emplazado en un cruce prehistórico de caminos con iglesias centenarias y su cementerio amurallado, rodeado de puentes y molinos y torres y castillos. No podían imaginar una tierra como la que los esperaba: una nada constante, como si la historia no hubiese pasado por allí.
Tampoco sabemos cómo fue aquel viaje a bordo de una fragata holandesa que partió desde Amsterdam el 15 de octubre de 1825 y llegó a Buenos Aires a principios del año siguiente ni cómo fueron esos meses esperando el momento de arribar al destino definitivo: el solar prometido donde alzar sus casas y sembrar la tierra. ¿Qué habrán hecho durante ese tiempo? El 11 de marzo de 1827 se dio por fundada Chorroarín, la colonia con una doble erre imposible de pronunciar para sus 163 habitantes; hubo pompa y discurso. Hacía mucho que soñaban con eso y ahí estaba: un lote para cada familia y un espacio al medio para una plaza.
El 11 de marzo de 1827 se dio por fundada Chorroarín, la colonia con una doble erre imposible de pronunciar para sus 163 habitantes.
Los agricultores altos, rubios y fuertes comenzaron a hacer aquello para lo que habían sido traídos pero las ilusiones se desvanecieron pronto. El país al que llegaron estaba en guerra contra el Imperio del Brasil, el gobierno de Buenos Aires cayó, la ayuda oficial para la colonia dejó de llegar y los alemanes quedaron en medio de nuevas disputas sudamericanas: tropas revolucionarias llegaban y saqueaban las chacras, destruían los sembrados y robaban el ganado. Hubo invasiones de langostas y no hubo lluvias, hasta los cardos dejaron de crecer. Las últimas familias alemanas que quedaban se dieron por vencidas. Ese ya no era un sitio para ellos ni para los hijos que fueron naciendo, se dispersaron para trabajar en otros parajes y Chorroarín se esfumó en 1830.
El cementerio, los cementerios
El tiempo pasó, como pasa siempre. La vida siguió, también las muertes. Hay una huella en la historia de las ciudades que puede rastrearse en los cementerios, en los huesos de quienes las levantan —también de quienes contribuyen a destruirlas— y en el inevitable vaivén que toda expansión provoca. Es posible que algunos de los integrantes de esas familias traídas desde Niederklein hayan sido enterrados en aquel primer Cementerio de los Disidentes de la calle Juncal. Pero las tumbas eran pocas y los muertos, muchos. Hubo un segundo destino para la comunidad protestante en el Cementerio Victoria que, así lo imaginaban, sería el último lugar de descanso. Después de todo, ¿cuánto más podría crecer Buenos Aires? Pero una vez más la periferia se hizo centro y una epidemia de cólera en 1867 obligó a buscar un lugar alejado donde se improvisó un enterratorio: era La Chacarita de los Colegiales que, desde entonces, conjugó su entorno pastoril con la muerte cuando el verano de 1871 trajo la fiebre amarilla y se multiplicaron los cadáveres. Hacia allí salía el cargamento funesto, cuatro o cinco veces al día, en el tranvía funeral. Pero eso no era todavía un cementerio sino un crematorio.
Pero las tumbas eran pocas y los muertos, muchos.
No hay manera de predecir el comportamiento de las ciudades, esos organismos vivos nacen, a veces mueren o siguen siendo eternas aldeas o crecen de manera desmesurada. Buenos Aires no paró de crecer. Se extendió desde el río hacia donde pudo, fue devorando campo, quintas, chacras y pueblos, dejó muertos —protestantes, católicos, judíos, ateos—como dejan todas las ciudades a su paso y encontró en La Chacarita el lugar para su descanso.
Lo que era un paraje lejano es ahora un barrio y lo que fue un enterratorio es ahora el cementerio más grande de Sudamérica con noventa y cinco hectáreas y un anexo para los disidentes. Allí están, sobre la Avenida Elcano enmarcada por las tipas amarillas, los pórticos que llevan al Cementerio Británico y al Cementerio Alemán.
Recorrerlos se parece a un viaje en el tiempo y en el espacio. Se suceden las cruces latinas y las celtas, las estrellas de David y las criaturas aladas. Un muro entre ambos recuerda que en 1914 debieron separarlos “para que los fantasmas no se pelearan” y una placa colocada a cien años del armisticio está allí para asegurar que las disputas cesaron. Qué importan los nombres ilustres, hay generaciones de argentinos con antepasados remotos enterrados allí, cruzados y mezclados unos y otros con los que se fueron encontrando: Otto con Anita, Catherine con Ramón, Ruth con Francisco, William con Teresa, Friedrich con Elisa, George con Beatriz, Helga con Gumersindo.
Es posible imaginar que, como Dahlmann, el alemán acriollado que describió Borges, cada uno de esos muertos encierra en sí la discordia de dos linajes que, acá en El Sur, se hicieron uno.
Fotografías de Helena Acuña