Quisieron revivir un pueblo muerto y no les dejaron. En Sasé, en el Pirineo aragonés, varias personas se instalaron para rehabilitar el pueblo que ya es un icono de la historia de la repoblación rural en España. Y de la resistencia. El 23 y 24 de octubre de 1997 se desalojó el pueblo aragonés, adonde se había desplazado para dar su apoyo una cantidad de personas que desbordó a los vecinos. Y allí estaba Marc Badal. 

Vinieron otros desalojos, otras incertidumbres, otras condenas. Pero Sasé sigue en la memoria de quienes dejaron la ciudad para dar vida a pueblos vacíos. Tras aquella experiencia, Badal fue conociendo otras historias de okupación y de resistencia rural en el Pirineo. Tras estudiar Ciencias Ambientales, dedicó su trabajo de máster a aquellas personas que dejaron la ciudad para irse a vivir al campo y decidió que, para hablar de ellos, lo coherente era ser uno más. En sus términos, se convirtió en objeto de su estudio.

Con todo su bagaje, Marc Badal escribió Vidas a la intemperie, un libro que se publicó en 2014 y que, años después, han reeditado Pepitas de Calabaza y Cambalache. En su ensayo, Badal hace un repaso histórico al campesinado y a lo poco que sabemos de quienes lo conformaron. Queda escrito, apenas, lo que llegó de las plumas y despachos de la ciudad. A medida que iba desapareciendo, todo un mundo se extinguía con el campesino tradicional y nos hemos quedado sin saber cómo se veía a sí mismo. «El suyo no ha sido un final épico. Los campesinos de nuestro medio rural se han ido en silencio. Víctimas de un etnocidio con rostro amable», escribe Badal.

«¿Nos sirve de algo una palabra que pretende incluir a todas las personas que durante siglos se han dedicado a trabajar la tierra?»

Habría que preguntarse antes qué es el campesinado, quién le dio ese nombre y si quienes lo conformaban se sentían representados por dicho término. Es un término vago, de esos que siempre da el otro, se identifique el nombrado con él o no. La palabra campesinado, en realidad, es imprecisa, inútil y, sobre todo, distante y ajena a la realidad del campesino. Así lo ve Badal: «¿Nos sirve de algo una palabra que pretende incluir a todas las personas que durante siglos se han dedicado a trabajar la tierra? ¿Tiene sentido incluir en una misma categoría a los ganaderos mallorquines que construían edificios megalíticos y a los personajes de los cuentos de John Berger?». 

Nombrar es de alguna manera poseer o sentirse poderoso. Eso ocurrió con las ciudades y sus moradores, que históricamente creyeron que solo ellos tenían el poder de nombrar a quienes habitaban su más allá. Un más allá que pisotearon y denigraron, quizá para no reconocer que, en realidad, dependían de él para comer. Quienes nombraron y contaron el campo, no solo lo hicieron desde el desprecio: algunos escribieron desde la idealización de quien no se mancha las manos en la tierra. Quienes ensalzaron los valores morales del campo, recuerda Badal, dieron pie a una ultraderecha que lo utilizó en su favor para defender que solo en los entornos rurales existía la pureza nacional.

Por su parte, el turista rural no hace mayor aprecio que los anteriores, viene a decir Badal: «Comparte la mirada con aquellos pintores de paisajes y poetas de lo campestre. Una mirada que ignora lo que hay más allá de la imagen inocente y agradable que contempla». En ese desinterés mal disimulado habita el mismo sentimiento de superioridad de quien desprecia abiertamente.

«Han desaparecido y nunca escribieron su historia»

Hay algo del campesino tradicional que hemos ido perdiendo y que podemos percibir incluso en el lenguaje que utilizamos. La observación de la naturaleza era para ellos crucial y la explicaban con detalles que hoy a la mayoría le costaría entender. Así lo recuerda Badal: «Su ojo no descansaba. Su memoria, tampoco. Un caudal de información que debía ser procesado lo antes posible. Era necesario anticiparse. Avanzar o detenerse. Replantear la estrategia o mantenerla hasta las últimas consecuencias. Con ello les iba mucho. La diferencia entre un mal año y uno peor». No buscaban con ello la poética del campo; era la supervivencia tratando de defenderse. Observar y entender la naturaleza significaba comer. 

Tras quince años escribiendo desde y sobre el mundo rural, Badal se ha ido convirtiendo en uno de los referentes a la hora de hablar de recuperación de entornos rurales abandonados. Abandono es una palabra demasiado vaga en este caso: muchos de esos lugares que vemos vacíos no acabaron así porque sus vecinos se fueran poco a poco a la ciudad y se desentendieran de sus casas. A menudo, se trata de núcleos expropiados para construir embalses y plantar pinos. Recuperarlos hoy no es fácil ni con el apoyo de los antiguos propietarios. Algunos se enfrentan a la justicia durante años o incluso han sido condenados por dar vida a aquellos lugares que no abandonaron los vecinos sino quienes se los arrebataron en pos del desarrollo. Badal considera el fin del campesinado un «etnocidio con rostro amable». Pero no siempre fue amable.


Imagen  de cabecera, CC Julio César Cerletti García