«Postales» es la nueva serie de artículos de Martín Caparrós en Altaïr Magazine, repasando fotografías que ha tomado en sus viajes como reportero. Un punto de partida para escribir con libertad y hacer periodismo que reflexiona contra el público, con honestidad y hondura.


Hice turismo. Hace tiempo que no lo hacía pero acabo de hacerlo —Cairo, Luxor, Dahab, Jerusalén, Venecia— y sigo impresionado. Para entendernos: cuando digo turismo digo viajar sin otra justificación que el viaje mismo. No viajar para contarlo, no para hacer negocios, no para ver amigos o amores o enemigos o amores enemigos, no para perorar subido a algo, no para escuchar a quien canta o perora, no para ver a un médico o un brujo o uno de tantos monjes; no, turismo es viajar para nada en particular y tanto al mismo tiempo. Viajar para viajar: el viaje, digamos, en su forma más pura.

El turismo es uno de los grandes inventos de la civilización contemporánea. No porque sea un gran invento; lo es porque se ha desarrollado tanto que cada vez influye más en nuestras vidas. Para empezar, es un negocio decisivo: con el diez por ciento del PIB mundial, con mil millones de practicantes cada año, el turismo da trabajo a multitudes, se lo quita, cambia nuestras ciudades campos costas, consigue que personas muy lejanas se conozcan o desconozcan más.

El turismo es una gran metáfora de la civilización contemporánea: una actividad impetuosa, omnipresente, que podría no existir y no pasaría nada. Salvo, por supuesto, para los millones que se quedarían sin empleo. Y millones, quizá, sin ilusión. El turista es un ser contradictorio, ejemplo de la cultura actual: la cultura de masas con pretensiones de exclusiva. Todos desdeñamos al turista; todos lo somos, en algún momento. Todos, cuando estamos en nuestras ciudades, hablamos pestes de esos guiris que vienen a arruinar nuestros paisajes, vaciar nuestros barrios de sí mismos, molestarnos. Todos, cuando estamos en ciudades ajenas, ejerciendo nuestra condición, nos herniamos el índice haciendo fotos que deben mostrar el decorado y nuestras sonrisas, y evitar cuidadosamente la evidencia de que el entorno rebosa de turistas. Por eso para un turista no hay nada mejor que la sensación de que ha llegado a un lugar «donde no hay turistas», ese rincón escondido donde los turistas —los otros turistas— no consiguen llegar. El turista suele creer que no lo es: que él no es como ésos. El turista, cuando lo es y cuando no lo es, detesta a los turistas.

El turismo está cambiando el mundo: obliga a los lugares a declinar sus peculiaridades para amoldarse a la postal

Pero lo somos, y serlo es un esfuerzo ímprobo. No sólo porque hay que caminar como un poseso, ir de acá para allá cual bola sin manija, pasarse horas y horas ejercitando músculos perdidos; lo es, sobre todo, porque el turista debe maravillarse todo el tiempo. Ser turista es aceptar la obligación de la maravilla permanente, oh ah cáspita guau. Para eso uno se esfuerza, ahorra, lee guías, pispea Wikipedia, vuela, duerme en camas ajenas, come lo incomible, paga lo impagable, se deshidrata, aguanta. A cambio nos sentimos destruidos pero satisfechos por tanto arte y tanta historia y tanto momento irrepetible y tantas experiencias: la palabra clave es «experiencias». En la jornada del turista todo debe ser increíble genial instructivo muy enriquecedor; el turista que no se maravilla está perdiendo plata —e ilusión y trabajo y un buen relato para los largos meses de abstinencia—.

Entre esa obligación y el tormento de los selfies, el turista no tiene muchas oportunidades de ocultar los dientes: la sonrisa constante es su cara y su cruz. Salvo, quizá, cuando practica esas variantes extremas, que se tocan: el turista religioso, también llamado peregrino o gringo en Benarés, que puede reemplazarla por la boca medio abierta de la adoración; el turista sexual, también llamado compañero o huevón en La Habana, que quiere reemplazarla por la boca medio abierta del deleite.

(c) Martín Caparrós

Pero aquí, en Venecia, el turismo es un gran oh. Venecia es tan bonita y es el epicentro del turismo del mundo, una ciudad de 60.000 habitantes que recibe, cada día, otras tantas visitas: 5.000 toneladas de carne de turista todas las mañanas, avalanchas de cuerpos decididos a maravillarse sin descanso —y a ser posible en góndola—. Venecia es, en todos los manuales, el ejemplo de los efectos del turismo: la vanguardia de ese parque temático en que se van convirtiendo cada vez más ciudades. (¡Barcelona, teléfono!)

El turismo está cambiando el mundo: obliga a los lugares a parecerse más y más a la imagen que sus visitantes tienen de ellos, a volverse más típicos, más tópicos, más tontos —a declinar sus peculiaridades para amoldarse a la postal. Culturas que se pierden, que se banalizan, poblaciones que ya no inventan sino maneras de servir. Es, en última instancia, aterrador. Y sin embargo, a veces, me gusta ser turista: no hay actividad más desprendida, menos pretenciosa. Consiste en entregarse: dejarse llevar por el saber de otros —guías escritas, guías humanas, los lugares comunes, las postales— y descansar de sí mismo por unos pocos días. Por eso, supongo, las llaman vacaciones.