A 3.600 metros de altura la capital administrativa de Bolivia se mueve al ritmo de los aymaras. Tan colorida como ruidosa, hay que caminarla para cruzarse con las cholas que han hecho de las veredas de la ciudad el shopping informal más grande del mundo; escuchar a los cuentacuentos vendedores de remedios mágicos; saborear los sazonados platos paceños; visitar el mercado Lanza y animarse a conocer la suerte en el Paseo de las Brujas. Puede ser el colofón de un viaje para conocer Bolivia, como el que ha organizado Altaïr Viatges, pero también una experiencia inolvidable por sí misma.

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La Paz es la ciudad más temida, en términos futbolísticos, para el resto de Latinoamérica. Jugar a 3.660 metros de altura sobre el nivel del mar es casi una derrota asegurada. Desde la frase instalada por Daniel Passarella en 1996 —cuando era técnico de la selección Argentina— de que «la pelota no dobla», hasta el doloroso 6-1 que la selección de Bolivia endosó a la albiceleste dirigida por Diego Maradona en las eliminatorias para la clasificación al Mundial 2010, nadie quiere ir a jugar ni un picado a la capital administrativa boliviana.

Lo de la altura no es un mito y La Paz recibe a sus visitantes advertidos de que los primeros días tendrán que adaptarse a ella. Tomar mucho té de coca o consumir las famosas pastillas Sorojchi es lo recomendado para combatir el mal de altura: esa borrachera que le agarra a la mayoría de los viajeros, que se siente como un hachazo en la cabeza, que quita las fuerzas de los mejores deportistas y no deja ni hablar.

«Camina lentito, come poquito y duerme solito», dice un arquitecto paceño amigo a modo de prevención. «El cuerpo solo se acostumbra y caminar por La Paz es el mejor remedio para no pensar y sentirse bien», aconseja.

El tráfico es caótico y las bocinas son constantes. Los automóviles pasan casi rozándose y los conductores no sacan las cabezas por las ventanillas para insultar al otro como sucede en otras grandes ciudades del mundo. Es parte del tránsito cotidiano frenar a centímetros de otro coche o doblar sin poner luces de giro.

En las calles abundan los minibuses japoneses con un anunciador de voz chillona que saca la cabeza por la ventanilla gritando el barrio o la zona del recorrido. «El Alto, el Alto» dice y siempre alguien aparece levantando la mano para que le pare. Y esté donde esté el chofer frena, a veces sin poner siquiera las balizas ni fijarse si viene otro atrás, y el pasajero sube con sus bártulos: porque en La Paz todos llevan una bolsa con algo que casi siempre es comida.

«Camina lentito, come poquito y duerme solito», dice un arquitecto paceño amigo a modo de prevención

Las veredas paceñas tienen dueñas: las cholas. Qué sería del paisaje de La Paz sin las cholas. Sin el colorido de sus vestidos, los aguayos en sus espaldas, sus peinados de raya al medio y sus trenzas hasta la cintura. Las cholas con sus sombreritos de bombín —una de las herencias de la colonización española— que mantienen siempre rígido.

Esas señoras deciden el destino comercial de la ciudad. Las cholas venden desde un pañuelo descartable, pequeños limones, flores, juguetes y cigarrillos en un espacio de 1×1. El que se acerque a curiosear qué vende una chola con seguridad terminará comprando. «Lléveme, cómpreme» y le ponen a uno el producto en la mano para que no pueda decir que no. Si es necesario lo rebajan a la mitad pero es difícil irse sin comprarles algo.

Son también las cholas las que perfuman La Paz. El olor más fuerte siempre es a comida. Un ollita al costado, una tablita de madera en el otro para pelar ajo, cortar cebolla de verdeo y puerro, que está en la mayoría de sus recetas. Nadie como las cholas para preparar un fricacho de caldo, chuño, carne de cerdo y mote o improvisar en plena calle chiri paceño con vísceras del estómago de la vaca.

Entre Dios y las Brujas

La Basílica de San Francisco —construida en 1547— es el único edificio en pie que conoce a Nuestra Señora de La Paz —tal su nombre original— antes de su fundación. Construida entre los siglos XVI y XVIII, llama la atención que en su fachada aparezcan figuras que pertenecen al mundo indígena, algo nada común en los templos católicos. Los rostros tallados en piedras representan las tres grandes culturas del país: tiwanaku, inca y moderna. Por eso es que los arquitectos e historiadores hablan de su estilo barroco mestizo.

En la plaza que lleva el mismo nombre ocurrieron las manifestaciones más populares de los últimos tiempos. La última y más recordada es cuando el pueblo boliviano se reunió frente ese lugar para decirle no a la privatización del gas impulsada por Gonzalo Sánchez de Losada. La protesta terminó con su mandato en octubre de 2003 y allanó el camino para la llegada de Evo Morales al poder.

Rodeando la basílica y metiéndose en esas calles angostas, el camino lo va llevando a uno a las calles Illampu y Linares para terminar recorriendo el Mercado de las Brujas. Además de los gorros de llama, ponchos y charangos para el turismo marketinguero, en esas casas coloniales con patio y corredor se venden los productos milagrosos andinos capaces de combatir cualquier enfermedad o mal.

En La Paz se come a toda hora, tanto en el Mercado como en el resto de la ciudad

Todo huele a palo santo y lo que se vende en el Mercado de las Brujas es una promesa para mejorar nuestras vidas, para alcanzar la felicidad. Con las pomadas de uña de gato se terminan los dolores, con la baba de caracol se quitan las arrugas, con el extracto de rana se come de todo sin que nada haga mal, con el jarabe de coca uno vive más tiempo. Hay un jabón que es para «gozar», una enamorador con la leyenda «sígueme, sígueme» o los perfumes «7 machos» y el «Noches ardientes».

—Alguien le ha hecho un mal a usted y usted no lo sabe, alguien le ha de tener envidia a usted, usted es bueno pero le quieren hacer mal —dice una chola que a simple vista tiene poco de bruja pero que aprovecha para ofrecer amuletos de Ekeko (deidad andina) con el pene erecto, un polvo blanco para recuperar al amor perdido y velas negras y blancas para combatir el mal y atraer el bien.

Lo llamativo del paseo no son las brujas sin escobas ni los polvos mágicos sino los fetos de llamas disecados que cuelgan en las puertas de los locales. La primera impresión resulta chocante hasta que alguien con ganas de explicar le cuente a uno que la creencia dice que, si se entierra un feto de llama bajo la tierra sobre la que se va a construir una casa, se augura fortuna para el nuevo hogar; o para implorar suerte en lo personal, la tradición dice que se debe quemar un feto de llama mientras uno masca hojas de coca.

Comer escuchando un pajpaku

Con cuatro pisos —cada uno dedicado a un rubro diferente— el Mercado Lanza es un monstruo de hormigón en el centro de la ciudad. En el shopping de los humildes conviven carnicerías y verdulerías con joyerías, florerías, librerías, artesanos, celulares, productos de bazar y, por supuesto, un área de comidas: bien ubicada en la planta alta para observar a esa ciudad que se mueve al ritmo de los aymaras.

Recorrer el Mercado Lanza sirve para entender la idiosincrasia paceña a la hora de las compras. Las materias primas que no le pueden faltar a ninguna mujer boliviana en su cocina están ahí. El olor a fritanga es parte del ambiente. Picantes de pollos, sopas de pescados, api, pucheros, pollos broster y el plato paceño preparado con choclo, papa, habas y queso que se acompaña con salsa picante acaparan la lista de variedades.

La Paz es impredecible y misteriosa. Es ruidosa pero guarda silencio para sus adentros, da una imagen sumisa pero cuando se enoja es brava

Se come a toda hora, tanto en el Mercado como en el resto de la ciudad. El que se sienta a comer un plato en Lanza o al aire libre en La Paz tendrá la oportunidad de escuchar a los pajpaku: artistas del cuento que terminan vendiendo algo inesperado.

Su presentación comienza siempre con una sonrisa y un «mire, acérquese, no tenga miedo, venga que no voy a cobrarle por mirar». Una vez que el curioso se acercó, el pajpaku despliega su oratoria de anécdotas graciosas para concluir ofreciendo una crema afrodisíaca, un perfume imitación de Calvin Klein o un reloj que perteneció «al Evo».

La Paz es impredecible y misteriosa. Es ruidosa pero guarda silencio para sus adentros, da una imagen sumisa pero cuando se enoja es brava. La Paz es aymara con heridas españolas y es la ollada paceña. La Paz tiene las espaldas cubiertas por el volcán Illimani de picos siempre nevados. La Paz es la terraza de una América latina que mira fijo a un cielo sin dios.


Foto de cabecera: CC Pablo Andrés Rivero