Masood Khalili (Kabul, 1950) tiene una capacidad innata para observar. Su actual cargo de embajador de Afganistán en España obliga a que su presentación en los actos a los que acude sea extensa, repleta de protocolo. No es problema para él; Khalili aprovecha para fijar su mirada en los rostros de los asistentes, con las manos entrecruzadas frente a sus labios, mientras asiente asiduamente, como procesando información. Antes de empezar, proyecta una escena de la miniserie de la ABC The Path to 9/11: la que recrea el momento en que dos terroristas detonaron una bomba delante de él, dejándole inservibles el ojo y la oreja derecha, y matando a su amigo Ahmad Shah Massoud, más conocido como «el León del Panjshir».

La escena es escalofriante. Los cuatro ponentes que le acompañan en la mesa asisten atónitos, con la cabeza girada hacia la pantalla, al momento en que el Khalili ficticio saluda a los dos terroristas que atentarán contra su vida. Mientras, el Khalili real sigue con la mirada al frente, dando la espalda a la proyección, analizando reacciones. Seguirá con la vista fija, implacable, incluso tras sonar el estruendo de la bomba en el vídeo, acompañado de algún grito ahogado entre el público. Finalmente baja la cabeza, coincidiendo con el momento en que su homónimo ficticio, cubierto de sangre, grita al cielo la muerte del líder de la resistencia anti-talibán. Sigue mirando hacia abajo hasta el fundido a negro. Se abren las luces, levanta la mirada y admite: «No es fácil para mí hablar de este vídeo».

Menuda carta de presentación.

Es inevitable pensar en todo aquello que Khalili debe saber y no quiere (o no puede) contar

Por sí solo, el cargo de embajador ya despierta cierto respeto. Pero Masood Khalili no es un diplomático cualquiera; de hecho, cumple ciertas características que le convierten en un político peculiar. Lo destaca el periodista de La Vanguardia Plàcid García-Planas: «Tiene una gran capacidad de observación, y además es poeta. Ojalá todos los políticos fueran así». El talento literario lo heredó de su padre, Khalilullah Khalili, el poeta afgano de mayor trascendencia del siglo XX. Su aptitud para examinar el entorno no es de extrañar, dadas las personalidades de las que Khalili se ha rodeado a lo largo de su vida. Pasó de crecer al lado de una eminencia de la poesía afgana, a andar junto al comandante militar que lideró la resistencia del país durante la ocupación soviética: Ahmed Shah Massoud. Tras su asesinato, se convirtió en el enviado especial en Pakistán de Burhanuddin Rabbani, quien presidió Afganistán entre 1992 y 1996. Y por si todo esto fuera poco, incluso su suegro fue alcalde de Kabul. ¡Como para no tener los ojos abiertos!

Mientras todas esas figuras vivían, Khalili suponía un nexo conector que la población afgana no desaprovechaba. Era habitual que la gente se acercara a él para conocer información sobre sus famosos compañeros (su padre, Massoud, Rabbani) más que sobre sí mismo. Ahora Khalili es el único que sigue con vida, y su fuerte categoría política, sumada a los valores aprendidos de sus maestros, le han otorgado una posición prevalente en la sociedad afgana. Una posición que, muy probablemente, le obliga a medir sus palabras hasta el último detalle. Después de todo, él representa a Afganistán a nivel internacional, por lo que sus discursos son analizados bajo lupa. Aun así, considerando su capacidad de observación y sus vivencias, es inevitable pensar en todo aquello que Khalili debe saber y no quiere (o no puede) contar.

Khalili, con las montañas del Hindu Kush a su espalda en 1984.

Afortunadamente, hay contextos históricos que ya han quedado lo bastante atrás en el tiempo como para poder ser abordados sin tapujos; 30 años son una auténtica eternidad. Y es coincidiendo con ese aniversario cuando Khalili ha decidido sacar a la luz las notas que escribió para su mujer durante su periplo por Afganistán en 1986, en plena guerra contra la Unión Soviética. En Los susurros de la guerra (Alianza, 2016) viaja en burro y a pie por las montañas del noreste afgano con el objetivo de levantar al pueblo y unir a las guerrillas muyahidines en la lucha contra el invasor soviético. El recorrido esconde obstáculos a todos los niveles: climáticos, burocráticos, sentimentales… pero sobre todo bélicos. Por aquel entonces, por el cielo del Nuristán, el Panjshir, el Takhar, el Kunar y el Badakhshaan no volaban cometas, sino cazas enemigos.

Se produce en el libro una singular contradicción: el lector acompaña a Khalili a la guerra, si bien el protagonista está absolutamente en contra de los conflictos armados. Ya en la primera nota que escribe para su esposa, Khalili siente la necesidad de justificar su decisión de sumarse al combate: «Cuando pienso que voy a la guerra, me repugna el tortuoso viaje que me aguarda, y, sin embargo, cuando lo hago sabiendo que es necesaria para rescatar a mi pueblo, lo agradezco recordando las palabras que me enseñó mi padre: “La piedad hacia el lobo es la crueldad con el cordero”». Para Khalili, luchar por la libertad en un conflicto armado es un modo de rechazar la guerra.

Nos adentramos en el conflicto armado con cierta reticencia, pero ya que lo hacemos, que sea de la mano de uno de los hombres que mejor se movió en esta encrucijada: Ahmad Shah Massoud, la figura central de la resistencia contra la ocupación soviética. Desde las primeras notas, Khalili nos habla de Massoud: de su carisma, de su capacidad innata para liderar, de sus conmovedores discursos, de su honestidad y de su fe aparentemente infinita. El autor consigue crear en el lector un fuerte anhelo de que se produzca, cuanto antes mejor, el encuentro de Khalili con Massoud (algo que, dicho sea de paso, se hace esperar). Aun así, vale la pena. Es junto a Massoud cuando la historia llega a uno de sus puntos álgidos con la toma del cuartel de Farjar, uno de los triunfos bélicos más importantes de la resistencia afgana.

Para Khalili, luchar por la libertad en un conflicto armado es un modo de rechazar la guerra

Leer textos con tres décadas de ventaja permite el interesante ejercicio de seleccionar citas de Massoud y analizar su validez pasados los años. Una de ellas retrata, seguramente, cómo el comandante confió demasiado en su fe: «La guerrilla organizada de hoy será el ejército del Afganistán libre del mañana» le dice a Khalili en una de sus largas charlas, acompañadas siempre de una taza de té. Asimismo, el tiempo le dio la razón en otra sentencia: «Lo más difícil son las posguerras, mucho más que las guerras en sí». Vaya si lo son. La retirada del ejército soviético en febrero de 1989 no trajo, tal y como auguraban Massoud y Khalili, la paz a Afganistán; ni mucho menos. La polarización de los partidos y los grupos armados se agudizó al mismo ritmo que sus líderes competían por dominar el nuevo panorama político. El fracaso de los partidos de la resistencia a la hora de actuar coordinadamente fue tal que el presidente Najibullah (títere de los soviéticos) pudo mantener su posición hasta abril de 1992.

Rabbani (izq.), Massoud (centro) y Khalili en plena expedición.

Incluso tras la caída del régimen de Najibullah (quien acusó el cierre del grifo del dinero soviético), el sistema de cargos administrativos rotatorios impuesto entre los líderes de los diferentes grupos resultó impracticable por la falta de interés común. Así lo define David B. Edwards en su libro Before Taliban (University of California Press, 2002): «Los muyahidines, en su día venerados como guerreros de Dios, se convirtieron simplemente en hombres armados con pistolas en busca de sus objetivos egoístas». Durante ese período, en el cual el país fue presidido por Rabbani, Massoud protagonizaba la principal rivalidad entre todos los líderes con Gulbuddin Hekmatyar, mientras Khalili representaba al Presidente en Pakistán como enviado especial.

En ese contexto se produjo el mayor avance de una fuerza militar en Afganistán durante aquellos años de guerra: el de los talibanes. Esa milicia supo aprovecharse del financiamiento y el entrenamiento pakistaní, pero también del sentimiento de desilusión con los líderes visibles instalado entre la mayoría de la población. Según Edwards, convertirse en talibán «era una de las pocas vías que tenía un individuo de mejorar su vida, ganar respeto social y escapar del mundo claustrofóbico del pueblo en que nacía». Con esas credenciales, los talibanes tomaron Kabul en septiembre de 1996. Desde entonces, Massoud fue el único de los antiguos líderes que consiguió hacer una resistencia efectiva, creando la Alianza del Norte y refugiándose precisamente en las mismas montañas del nordeste del país que Khalili había recorrido diez años antes. Los afganos habían ganado la guerra a los soviéticos, pero habían perdido la paz.

Los muyahidines, en su día venerados como guerreros de Dios, se convirtieron simplemente en hombres armados con pistolas en busca de sus objetivos egoístas

La sociedad Khalili-Massoud volvió a establecerse como siempre, aunque esta vez la contienda era complicada como nunca. La lucha esta vez era contra compatriotas; afganos que imponían en el país un código moral regido por las leyes más conservadoras jamás vistas por la mayoría de la población. Los talibanes controlaban casi la totalidad del territorio, pero necesitaban de un golpe de efecto contra la resistencia, y encontraron para ello al aliado ideal: Al-Qaeda. La muerte de Massoud suponía la culminación de la relación simbiótica entre ambos grupos: para los talibanes, significaba eliminar al jefe de la resistencia; para los terroristas, representaba encontrar un cobijo donde establecer su centro de operaciones. Y así sucedió el 9 de septiembre de 2001, el día en que Khalili perdió un oído, la vista del ojo derecho… y a su gran amigo.

Una de las pocas instantáneas donde tanto Khalili (izq.) como Massoud sonríen a la cámara.

Una vez cumplido el necesario paso previo, hubo luz verde para que dos días después tuviera lugar el ataque terrorista que cambió el mundo para siempre. El resto de la historia es ya conocido por todos: Estados Unidos respondió a la agresión con la invasión de Afganistán, haciendo caer al gobierno talibán y provocando su insurgencia. Oficialmente, la guerra terminó el 28 de diciembre de 2014, aunque el hecho que tanto Estados Unidos como la OTAN mantengan tropas sobre el terreno deja patente que el control efectivo que el gobierno afgano ejerce sobre Kabul no puede extrapolarse al resto del país.

«La inseguridad nos impide avanzar. Nadie puede invertir en Afganistán con esta situación» —denuncia Khalili en una entrevista en BBC Radio 4, asumiendo su rol de embajador. El papel de los otros estados implicados en el conflicto será clave, en su opinión, en el devenir de Afganistán. Khalili no quiere que Estados Unidos se retire del terreno hasta que se tenga la absoluta seguridad de que la estabilidad del gobierno no corre peligro. Algo que parece lejos de ocurrir, pues al financiamiento pakistaní de los talibanes se ha añadido ahora un nuevo problema dentro de las fronteras afganas: la presencia de entre 1.000 y 3.000 miembros del Estado Islámico, según la OTAN. Como resultado, los afganos son, tras los sirios, la población que más refugiados emite en todo el mundo. Aun así, la intervención de China (interesada en el cobre afgano) en las conversaciones para buscar la paz en el país ofrece un hilo de esperanza. Algo que, por cierto, Khalili nunca pierde: «Si no tienes esperanza, mueres cada día», recita.

Con la muerte de Massoud, hubo luz verde para el ataque terrorista que cambió el mundo. El resto de la historia es ya conocido por todos

Este es el papel que el embajador parece haber asumido durante estos últimos años: el de predicador del optimismo, a través de charlas y conferencias. Khalili forma parte, por ejemplo, del firmamento de conferenciantes TED, donde explica la historia reciente del país, ofreciendo las claves para entender el conflicto. «A veces deseo que mi país no estuviera en esa localización geográfica, nos hubiera ahorrado muchos problemas», dice en referencia a la importancia estratégica del territorio afgano dentro de las principales rutas históricas.

Bajo este rol, Khalili saca a relucir, seguramente más que nunca, su faceta de poeta. La misma que plasmaba en las notas para su esposa en 1986. Su capacidad para redactar, para describir, para transmitir (¡incluso a través de algo tan frío como un correo electrónico!) lo convierten en una especie única en el ecosistema político moderno. Todo ello me invita a recordar aquel artículo de Jon Lee Anderson, en el cual descubrí que, efectivamente, los afganos no eran como los pintaban. Entonces averigüé el romanticismo, nada conocido en Occidente, que atraviesa toda su cultura, trascendiendo incluso las barreras de los sexos. Comprendí su pasión por la naturaleza, las montañas y ríos, por evocar el esplendor de tiempos pasados. Entendí sus grandes rituales en los saludos cotidianos, la hospitalidad afgana. Y todo ello lo vislumbré en Masood Khalili.

Se hace extraño buscar una explicación a comportamientos tan dulces, tan blandos, tan suaves, en una sociedad tan dura, tan ruda y tan magullada por 37 años consecutivos de conflicto armado. Los afganos tienen algo especial. Decidí preguntarle a Khalili cuál era su secreto, cómo podía explicarse que ni el poderosísimo Ejército Rojo entonces, ni los temidos talibanes después, ni dos administraciones estadounidenses recientemente, consiguieran dominar totalmente el país. Él respondió: «Las montañas nos han hecho guerreros. Dios nos proporcionó esta tierra. Si la perdemos, nos convertiremos en pecadores». Un escenario impensable para alguien que siempre se despide con un «que Dios te bendiga».


Los susurros de la guerra, Masood Khalili, Alianza, 2016

FOTOGRAFÍAS CEDIDAS POR MASOOD KHALILI

EN LA IMAGEN DE CABECERA, EL COMANDANTE MASSOUD ENSEÑA A UN JOVEN CÓMO UTILIZAR UN KALASHNIKOV EN TAKHAAR (1987)