La Ceiba

Árbol de Ceiba

Tu raíz / es mano hundida / en el húmedo y oscuro / corazón de la tierra.

Tus ramas señalan / las rutas nocturnas / de los astros.

Árbol, madre, / Ceiba.

Corona verde de la selva.

De San Pedro Sula a La Ceiba hay dos horas y media en auto. Dos horas y media o cuatro, depende a quién preguntes. Henry, para dejar en buen lugar a todas las fuentes, hizo el trayecto en tres y pico. 190 minutos de carreteras rectas, de puestos de fruta a pie de arcén —¡coco helado!, de school bus yanquis pichicateados y abarrotados de hondureños que viajan a Sambo Creek, Tela o Cuero y Salado. De anuncios de Pepsi. De pickups con jóvenes de pelo al viento. De pueblos de cableados imposibles. De restaurants Power Chicken, «orgullo catracho». De aire acondicionado anti-humedad hondureña.

El primer contacto en la ciudad es con su semilla, con el germen de La Ceiba: una ceiba, planta a la que debe el nombre. Las ceibas son los árboles sagrados de los mayas, el tronco que conecta el mundo de los vivos con el de los muertos. Escalando estos árboles, primero desde las raíces, superando los nueve niveles que tiene el inframundo —como el infierno de Dante—, y después por el tronco, ascendían hasta el supramundo.

Cuentan que La Ceiba, antes, estaba repleta de estos árboles, gruesos y altos. Ahora, de aquel manglar ya queda poco. Pero de entre todas las ceibas de La Ceiba hay una, la más antigua —220 años— que destaca. No son sus 30 metros, el grosor de su tronco o esas raíces que parecen abrazarte; sino su pene. Este árbol antaño tuvo vida: un pescador que no pudo aguantar sus ganas de orinar, entró por el estero —un entrante del mar, con aspecto de río pero de agua empantanada—, amarró su barco a la orilla izquierda, y se alivió. Pero los pies se le enraizaron y su piel se volvió corteza. Y así quedó inmortalizada su urgencia.

Ramaje de uno de los gigantes que dan nombre a La Ceiba.

Las calles de La Ceiba están abarrotadas. En los paseos colindantes al Parque Central venden frijol, coco y banano. En los tenderetes ropa, zapatillas y trajes de baño. En la parte central, hay varias instalaciones permanentes de venta de baleadas, el plato hondureño por excelencia: tortas de trigo rellenas con judías, queso, aguacate. Aunque también se le puede añadir jalapeños, carne de cerdo, de ternera o pollo.  Las de Doña Tere son las que más tiempo llevan, pero las más famosas son las del parque, allí acaba la noche —o empieza el día— de aquellos que han quemado la pista de las discotecas ceibeñas toda la madrugada.

El paseo de madera del malecón es otro de las ágoras de La Ceiba. Allí muchos se reúnen para pasar la tarde, o como ahora, para ver el atardecer. En el paseo de madera del malecón falta un trozo de barandilla. En su lugar han puesto cinta de plástico, de la de Do Not Trespass Area y nadie se apoya. Suena el motor de la máquina de granizados de la tienda de refrescos que hay justo en el centro. Uno de los que gira es color granadina, y dos de color blanco: es horchata (no de chufa, de morro). Solo son las 18:45 de la tarde pero el día ya ha decidido acabar y ahora el cielo y el mar son uno. Más al fondo se oye música, que parece bachata. Corre la brisa y alivia el calor de todo el día, que todavía se siente. De pronto se va la luz, la máquina de granizados ya no gira y las estrellas se dejan ver.

Las baleadas de Doña Tere son las que más tiempo llevan en La Ceiba.
Las baleadas más famosas son las del parque; en la foto, las grandes planchas donde se están preparando constantemente.
Aquí acaba la noche —o empieza el día— de aquellos que han quemado la pista de las discotecas ceibeñas toda la madrugada: escogiendo el relleno de su baleada.

Cayo Cochinos

Sambo Creek es como suena, un lugar de buenas vibraciones, vida calmada, caribe auténtico: de pequeño negocio y proximidad, de aguas azul océano medio y de su comunidad garífuna. Ni rastro de resorts, ni apenas turismo, excepto el de todos aquellos que vayan a tomar una barca hacia lo que popularmente se conoce como paraíso; o sea, a ese paisaje idílico, de arena blanca y aguas azul turquesa, definido en el imaginario colectivo. Fuera de edenes personales, de debilidades o preferencias, Cayo Cochinos es el paraíso que te imaginas cuando piensas en «el paraíso».

En la isla de Chachahuate está una de las comunidades garífunas más grandes de Cayo Cochinos.

Aunque es conocido principalmente por sus dos grandes islas —Cayo Mayor y Cayo Menor—, suponen un conjunto de 15 cayos: algunos más grandes y habitados, otros pequeños puntos que aparecen tímidamente en medio de las aguas. Allí —aparte de algún millonario del Norte— solo habita una comunidad garífuna de unas cien personas en cayo Chachahuate. Aunque estos meses, y de forma interrumpida desde hace más de una década, comparten territorio con varios reality shows de Italia, España, Brasil o Francia. Algo que salta a la vista cuando de entre las palmeras de la postal caribeña aparecen unas gigantes antenas parabólicas.

En 1635, dos barcos que transportaban personas africanas esclavizadas naufragaron cerca de la isla de San Vicente. Nadaron quienes pudieron y se asentaron conviviendo junto a los franceses. Estos, sin embargo, no dudaron en declararles la guerra, y a finales del siglo XVII, junto a los británicos, les expulsaron de San Vicente, llegando a Honduras. La etnia garífuna es un mestizaje entre caribes y africanos que cuentan con su lengua propia. En la isla Chachahuate, Bety García vende su artesanía y cuenta en lengua garífuna el origen del nombre de los cayos:

DE CÓMO CAYO COCHINO RECIBIÓ SU NOMBRE

 Bety García cuenta, primero en garífuna y luego en español, la razón del nombre de su querido hogar.

La boa rosada solo puede encontrarse en Cayo Menor.

Casabe

«¡Por aquí!» dice el conductor del motocarro-taxi, uno de los transportes privados más utilizados por los hondureños en las zonas no urbanas para desplazarse en pequeñas distancias. Nos guía entre las pulperías y las casas gris cemento. Hoy es feriado y en la aldea de la Unión, en el municipio de El Porvenir, se nota. Los niños juegan en las calles mientras los mayores hacen recados o descansan y toman un trago por la zona. Feriado, pero feriado caribeño y rural —movido pero calmado—. Tras seguir recto, girar, volver a girar, girar, girar y otra vez recto, paramos a la derecha. Aquí es. Nos recibe la fachada de una casa de ladrillo y chapa, la atenta mirada de dos cabras, un niño de pocos años que llora porque no puede bajarse del escalón y un pavo; el guardián de la casa, con un moco larguísimo y un metro de alto. Se revoluciona y gluglutea cuando nos ve; los perros, sin embargo, ni se inmutan, suficiente tarea la de estar tumbados a la sombra sobreviviendo a los 40 grados que, dicen, marca el termómetro.

«A mi esposo le encanta sembrar yuca. Y a veces, de tanta que planta, no había a quién venderla. Entonces le dije yo a él: «Yo voy a aprender a hacer casabe, vamos a transformar la yuca»», cuenta Leti.

Es la casa de Leti, donde vive junto a su marido, sus cuñados, sus hijos e hijas, las cabras, los perros, el pavo y diez manzanas de yuca, de donde germina el negocio familiar (además de ancestral).

—¡Caray!— cuenta que le dicen cuando se enteran de su edad, porque no la aparenta.

—Bueno, —contesta burlona— ¡El casabe! —al que acredita su apariencia.

Leti no duda al decir que está enamorada del casabe, y que aprendió a hacerlo con sus cuñadas. Primero las observaba —«¡oy, chica, mira cómo cuentan sus tortas! ¿Y yo qué estoy haciendo?»—. Luego empezó a cogerles un poquito de masa para practicar —«me regalaban, pero ahí renegando a veces, que no lo pasaba yo molestando»—. Hoy trabaja en Aprocasabe junto a otras siete mujeres de la aldea, y producen y venden sus tortas en el mercado de La Ceiba y en la feria de la Cámara de Comercio. Además, en su propia casa produce 100 tortas diarias, y pretende seguir creciendo laboralmente.

—Aquí yo trabajo, lo mío lo individual, ¿me entiendes? Lo familiar, trabajo para traer una ayuda todavía más económica a mi familia, para apoyar a mis hijas en el estudio, poderlas preparar, una forma de trabajar en casa. —Y cuenta orgullosa que ya se han preparado profesionalmente, que una es ingeniera, otra enfermera y otra estudió mercantil; también presume de que todas saben hacer casabe.

 

Antigua

Antigua Guatemala está dispuesta como un tablero de ajedrez. Cada cuadra era una casa colonial de 100 metros cuadrados. En ocho calles verticales, con ocho calles horizontales. Antigua es un ajedrez.

Peón negro a D5. Hay una obra al lado de San Francisco El Grande, la iglesia que acoge la tumba de Pedro de San José de Betancur. Betancur fue un santo y un misionero. Cuentan que, cuando hubo un pico de lepra y todos los perros murieron, él mismo chupaba las heridas de los enfermos. Betancur se ganó ser santo.

Caballo blanco a 3H. En la obra hay un cruz, una cruz cubierta de plástico de colores. Y varios ramos de flores. Trabajando hay una cincuentena de hombres de mediana edad. Resulta que es 3 de mayo, día de la cruz y también día de los albañiles. Unos dicen que por lo de que San José era carpintero, otros hablan de Judas Tadeo. Francisco Chum, el maestro de obra, cuenta otras cosas.

Reina negra F5. Francisco Chum, el maestro de obra, cuenta otras cosas. «Está bien este día para que la gente recuerde que hay que respetar al albañil. Muchos antigüeños dicen que no vale la pena el trabajo que estamos haciendo, pero en estos trabajos dejamos nuestras fuerzas. El que no sabe el trabajo del albañil no lo sabe apreciar. Es un arte de trabajo, no cualquiera lo puede hacer, yo quisiera que se respetara al trabajador. ¡Por eso celebramos este día!»

Peón blanco F4. Ellos velan la cruz, y a cambio ella les protege. En esta obra y en todas las demás. De albañiles y de cualquiera que ejerza su oficio con fuerza física y manchándose las manos. Aunque es su día también hoy trabajan. Solo hasta las 11 y media, pero trabajan. Entonces, irán a jugar a fútbol y a comer.

—¿Y después a tomar?

— No, no, solo a comer.

Alfil negro C6. Pero también se oyen otras historias. Que en realidad sí beben, porque es un día de celebración, y quizás por estar fuera de la obra, que corren algunos riesgos. Cuentan que en las calles de Antigua hay un perro. Aunque en realidad hay muchos. Pero cuentan que hay un perro en concreto que va a por los borrachos.

Peón blanco C5. Merodea en las noches, y cuando ve a algún ebrio tirado en el suelo, se acerca y le lame —como Betancur—. Y entonces muere. Otra versión cuenta que, como la cruz, evita que sufran cualquier incidente, y que suficiente castigo es la resaca.

Alfil negro F2. Jaque mate. Los peones nunca ganan.


CON LA COLABORACIÓN DE

En la cabecera, fotografía de la playa de Omoa, en Honduras (foto de Berta Jiménez).