«Rogamos a los visitantes que no vistan ropas inmodestas que puedan ofendernos, les rogamos que respeten la santidad de nuestro vecindario y nuestra forma de vivir». Y ya está, el cartel rectangular recostado en la esquina reluce como una advertencia, iluminada por los últimos rayos del atardecer. Mensaje claro y meridiano, en letras grandes negras y rojas, traducidas expresamente al inglés. Con eso basta. Así entra uno a Mea Shearim, mirando a todas partes, consumiendo pequeñas carreras para apostarse de esquina a esquina y cubrirse del vuelo rasante de los obuses.
Limítrofe con el distrito etíope, aquí sucede como en muchos otros lugares de Jerusalén: las fronteras vienen marcadas por una casa, un semáforo, una tapa de alcantarilla o el último pétalo de un geranio. A partir de ahí, el paisaje cambia de golpe y con él sus habitantes. Así, el barrio armenio, el judío o el etíope se revelan en un par de pasos, como acuarios compartimentados que encierran un universo diferente en varias calles. Con Mea Shearim sucede algo parecido: dejas atrás la catedral etíope, la calzada en obras donde monjes de piel oscura se remangan la sotana para no mancharse de barro, cruzas la señal de advertencia y bajas una escalinata. El escenario ha mutado a una callejuela sombría llena de judíos ultraortodoxos que se mueven por todos lados, los trajes negros se agitan como si de una bandada de cuervos se tratase. Ahora te sientes como un testigo curioso e inesperado de la antigua Roma, Tenochtitlan o las Cruzadas, vestido de forma poco apropiada y armado con una amenazadora cámara fotográfica en la cintura. Como si fueses la nota discordante en un mundo que parece congelado. Sorprendentemente nadie te presta demasiada atención, al contrario, te has vuelto transparente. Pero pronto te das cuenta de que es un desinterés calculado, fingido; en las aceras todos pasan a tu lado e intentan no rozarte, la mirada al frente y los hombros esquivos, como si hacerlo pudiese convertirlos de repente en estatuas de sal.

Mea Shearim traducido del hebreo significa «las cien puertas». Su aparición data de finales del siglo XIX. Jerusalén estaba entonces bajo el dominio otomano y los judíos convivían dispersos entre los árabes de la ciudad. El barrio judío actual era apenas un lodazal donde sus habitantes vivían hacinados en cuevas sin agua corriente. En aquel momento las autoridades comenzaron a alentar la creación de nuevos barrios fuera de los muros de la ciudad vieja. Uno de los primeros sería Mea Shearim. Decenas de familias judías se arremolinaron durante los primeros años en aquellas casitas bajas, las puertas atrancadas al caer la noche para evitar el asalto de los bandidos. Al principio sólo se trató de un barrio residencial, las yeshivot continuaban en la ciudad vieja, y hacia allá se encaminaban sus habitantes cada día para rezar.
La aparición del movimiento sionista y las oleadas de judíos que volvían a la patria originaria harían crecer el barrio de forma espectacular en pocos años. La mayoría de los nuevos habitantes eran judíos askenazis, es decir, judíos procedentes del centro y el este de Europa con una lengua y cultura comunes de origen germánico. Tras la aplicación de «la solución final» ideada por los nazis, en el Este de Europa sólo sobrevivió alrededor del 15% de la población judía. Muchos decidieron volver a Israel tras el fin de la guerra: las hileras de supervivientes engrosaron aún más la población de un Mea Shearim que ya había comenzado a organizarse. Llegaban a punto para coger primera fila en otro conflicto: comenzaba la Guerra árabe-israelí y una brecha enorme se abría entre la ciudad vieja y los nuevos barrios judíos adyacentes.
Hoy el vecindario es un hormiguero de avenidas estrechas y casitas bajas. Las diminutas puertas de hierro se aprietan unas a otras bajo un enrejado de balcones herrumbrosos y engalanados, con ropa tendida entre la que se filtra un penetrante olor a guiso. No hay coches, los negocios son pocos e impera la economía de los sonidos. Pese a todo eso, la sensación de ajetreo es constante. Sus habitantes cabecean en silencio y se mueven por sus calles sin concederse un instante de pausa. El conjunto recuerda inevitablemente a El Pianista y los barrios judíos de la Europa Central a comienzos del pasado siglo.
He contactado con Saphiro, un judío argentino que emigró a Israel hace cinco años con su familia para concentrarse en el estudio de la cábala. Para mi sorpresa, se muestra encantado de llevarme a dar una vuelta por el barrio y explicar lo que haga falta. Hemos quedado en la calle y como tarda en aparecer, me recuesto contra la pared e intento pasar lo más desapercibido posible. Las tiendas en su mayoría están dedicadas a objetos y libros religiosos; candelabros, Talmuds, trajes oscuros… En una de ellas venden kipás y allí se agolpa la muchachada del barrio; decenas de adolescentes se las prueban frenéticamente, muchos fruncen el ceño dubitativos ante el espejo a pesar de que la mayoría de los modelos parecen idénticos.
El escenario ha mutado a una callejuela sombría llena de judíos ultraortodoxos que se mueven por todos lados, los trajes negros se agitan como si de una bandada de cuervos se tratase
Pero las miradas se centran antes en la gente que en los edificios; principalmente en la ropa. Sobrias levitas de un riguroso negro, caftanes dorados en adolescentes que acuden por primera vez a la escuela talmúdica, batines a rayas, que se abrochan de derecha a izquierda para mostrar, según me explican después, el triunfo de la misericordia sobre el discernimiento. Y sombreros, sobre todo sombreros. Mea Shearim está lleno de sombreros, como si todos tuviesen miedo a que el cielo se desplomase sobre sus cabezas. Desde las sencillas kipás con las que se cubren las riadas de niños y por la que se escapan mechones rizados, a sombreros de ala ancha coronados con una forma triangular que simboliza la sabiduría, la inteligencia y el conocimiento. Luego están los shtreimel, objetos de culto por los que llegan a pagarse precios desorbitados. Es el sombrero de los días festivos y, como estamos en pleno Pesaj —la Pascua judía—, cuando llega Saphiro luce un modelo aterciopelado y deslumbrante.
Saphiro es expansivo y tiene los ojos brillantes. De las profundidades de su barba negrísima se escapan bromas adobadas con un fuerte acento porteño. Contrasta con los rostros reconcentrados y cenicientos que pasean por el barrio. Al preguntarle me confiesa que él, como muchos aquí, encarga sus shtreimels en una tienda especializada de Praga donde su dueño se está haciendo de oro a cambio de cubrir cabezas jaredíes de todo el mundo.
En contraste, las mujeres ofrecen un aspecto mucho menos llamativo: vestidas de un negro riguroso, apenas enseñan el inicio de su cabeza rapada bajo el gorro de lana. Algunas se colocan afiches postizos en forma de flequillo y hechos de su propio pelo. Los dejan asomar rebajando un poco la sobriedad de su aspecto. Casi todas arrastran de la mano una fila de chiquillos.
Una de las mejores llaves para abrir las cien puertas de Mea Shearim y descubrir sus secretos son los muros del barrio, sobre todo porque están llenos de carteles bastante llamativos. Me detengo en algunos: aunque están escritos en hebreo, son bastante gráficos. En uno de ellos, un rabino de barba interminable señala con expresión amenazadora al tradicional candelabro judío, parece estar haciendo recomendaciones sobre los preceptos a seguir en el sabbat. En otro, un cerdo disfrazado de uniforme militar se acerca a unos niños judíos que juegan en un parque y les increpa, mientras unos soldados se llevan por la fuerza al resto. Saphiro me cuenta que los judíos jaredíes, como así llaman a los ultraortodoxos, son los únicos jóvenes del Estado de Israel exentos de cumplir el servicio militar. Normalmente este periodo dura unos tres años y supone un corte radical y molesto para muchos de ellos, una cita inaplazable en sus vidas antes o después de la universidad. Numerosas voces entre la sociedad israelí han comenzado a alzarse contra esta excepción. De momento, las autoridades militares ya han realizado tímidos intentos para incorporarlos a la defensa de la patria. El propio Netanyahu ha aprobado recientemente un plan con el que pretende que al menos 4.800 jaredíes realicen el servicio militar durante un año, en lugar de los tres obligatorios. La respuesta no ha podido ser más expeditiva; carreteras cortadas, coches quemados y manifestaciones multitudinarias se han convertido en escenas habituales de la capital desde entonces.
Cuesta imaginar este escenario en un día como hoy, donde el barrio parece bastante pacífico. Al observar a sus habitantes tampoco se percibe demasiado estrés laboral, tan sólo un deambular reconcentrado hacia las yeshivot o casas de estudio. Porque otro rasgo que caracteriza los judíos jaredíes, salvo honrosas excepciones, es que no trabajan. Sus obligaciones pasan exclusivamente por estudiar el Talmud sin descanso. Y el Talmud, al parecer, no es cualquier cosa; al contrario, es un libro complicadísimo, vivo y camaleónico, sujeto a mil interpretaciones, todas ellas discutibles. Absorbe cantidades ingentes de tiempo y energía. Su estudio en profundidad no parece compatible con ningún otro tipo de actividad.
Así que hasta el momento las comunidades de barrios como el de Mea Shearim han sobrevivido a base de ayudas estatales y de miembros de la diáspora judía internacional, no necesariamente jaredí, que considera que de esa forma contribuye a resucitar el mundo que el nazismo aniquiló: becas de estudio, viviendas gratuitas y sobre todo ayudas por la natalidad. Porque además aquí se cumple a rajatabla el mandato bíblico de «creced y multiplicaos». La media de hijos entre las mujeres jaredíes es de casi 4,5 hijos, el triple que el resto de mujeres de Israel. Eso hace que los ultraortodoxos aumenten rápidamente su peso demográfico en el conjunto del Estado (hoy rondan el 12%, pero a este ritmo podrían llegar al 26% en unos cincuenta años). Una carga de población difícilmente asumible por parte de las arcas israelitas. La escasez de ingresos los convierte en las capas de la sociedad más humildes y con menos recursos junto a judíos etíopes y palestinos. Aunque hasta el momento esa situación no parece preocuparles mucho, desde algunos sectores del resto del país se les acusa de no dar ni golpe y por eso el Gobierno intenta incentivar su incorporación al mundo laboral. Por ahora el porcentaje sólo llega a alrededor del 35%, y principalmente son las mujeres las que se están animando a la novedosa experiencia de traer dinero a casa. Muchas hacen malabarismos para conciliar jornadas laborales interminables con los cuidados que exige su inagotable prole mientras sus maridos se dedican al estudio.
Por otra parte, esta rápida expansión demográfica ha reforzado cada vez más la presencia de los jaredíes en la ciudad de Jerusalén. Hoy estudian en las escuelas de la red religiosa ortodoxa 85.000 niños, que constituyen el 39% de todo el alumnado en edad escolar en la ciudad. Por el contrario, en la red educativa nacional estudian 62.000 alumnos, que constituyen el 28,7% del alumnado, y en las escuelas árabes estudia un 22,3%. La esfera de influencia de barrios como el de Mea Shearim ha extendido su geografía física, humana y cultural a través de Jerusalén con gran rapidez, con los problemas que ello genera en la relación con los laicos de la ciudad. Los jaredíes hacen cumplir a rajatabla su propia ley y ésta, en ocasiones, choca con la del Estado. Saphiro me explica que durante los sábados, debido a la fiesta del sabbat, está terminantemente prohibido utilizar aparatos electrónicos, fumar un cigarrillo o circular en coche por el barrio. En efecto, los vecinos ponen barreras para cortar el tráfico hasta el anochecer y los despistados corren el riesgo de que les destrocen la luna del coche a pedradas. ¿Qué opina él de eso? Se encoge de hombros: «Son nuestras tradiciones. No obligamos a nadie a aplicarlas fuera pero en nuestra casa intentamos que se respeten».
Las hileras de supervivientes engrosaron aún más la población de un Mea Shearim que ya había comenzado a organizarse
Pregunto a Saphiro cómo es una de sus jornadas normales.
«Me despierto bastante antes del amanecer, alrededor de las 3 de la madrugada. Estudio un poco, normalmente voy con un compañero a una yeshivá que está aquí al lado, aquí están abiertas durante toda la noche para aquel que desee estudiar. También están abiertos toda la noche los baños públicos, donde coincidimos para lavarnos y hacer las abluciones. Están llenos a cualquier hora del día. Después del amanecer vuelvo a casa a estudiar un poco y después voy a la sinagoga a rezar y otra vez a casa para desayunar. Luego descanso un poco y regreso una vez más a la yeshivá para estudiar. Algunos vuelven a su casa para comer, yo no. Me quedo allí hasta después del rezo del atardecer, luego otra vez a casa, ceno, estoy un rato con la familia y me acuesto pronto».
Este régimen espartano de estudio y oración propio de un monje medieval es frecuente aquí. Saphiro dedica a estudiar unas diez o doce horas al día. «Y te puedo asegurar que no es como el estudio universitario. Yo he hecho la carrera de derecho en Buenos Aires y esto exige mucha más concentración y esfuerzo. El Talmud es un auténtico laberinto, múltiples hipótesis que se confrontan unas a otras; tienes que elegir cuáles descartas y por qué, es un trabajo titánico».
Sorprende el reguero de trozos de pan abandonados a lo largo del vecindario: migas en el suelo, cortezas repartidas en las paradas de autobús, mendrugos incrustados en los huecos de las fachadas, hogazas que se acumulan al pie de los contenedores… Durante el Pesaj miles de judíos cumplen la tradición de arrojar al fuego pequeños trozos de pan y purificar en agua de lluvia todos sus utensilios de cocina. La Tora ordena que durante esos siete días ningún creyente consuma levadura y los habitantes de Mea Shearim se afanan para que no quede una sola miga sin arder en todo el barrio. Hoy las hogueras han comenzado desde primera hora de la mañana, muchas aún permanecen encendidas y los niños juegan a remover los restos chamuscados y saltar sobre las brasas. Los contemplamos envueltos en la humareda hasta que un camión de bomberos llega para apagar las fogatas. La reacción por parte de algunos adultos no se hace esperar: uno de los vecinos corpulento y rubicundo, con dos tirabuzones canelas, se enzarza en una airada discusión con el conductor entre las miradas de un corro de curiosos que lanzan miradas hostiles e increpan al aguafiestas estatal.
Mientras conversamos intento tomar a hurtadillas una fotografía general del barrio. Un señor en batín a rayas y barba bíblica me lo recrimina con gesto severo; está a punto de empezar el sabbat y Saphiro me aconseja que mejor deje las fotos para otra ocasión. Nos detenemos frente a unos contenedores a los que un par de chicos arrojan libros. En esta ocasión nada arde, son libros religiosos ya viejos que se almacenan en estos contenedores hasta que están repletos y puedan enterrarse con la ceremonia adecuada. Nada que lleve escrito la palabra de Dios puede contaminarse con elementos impuros, me aclara Saphiro.
Me despido al caer la noche en los límites del barrio, entre vistazos disimulados de los vecinos, y quedamos en vernos unas horas más tarde. Hoy es sabbat, uno de los pocos momentos que los jaredíes abandonan el barrio; muchos rezarán durante toda la noche en el «Muro». El tranvía que traquetea por Jaffa Street tarda cinco minutos en devolverme al siglo XXI. Los muros de la parte vieja de Jerusalén acogen ya el reguero constante de los hombres de negro. Muchos caminan enfrascados en sus libros mientras emiten una especie de zumbido monocorde al recitar sus oraciones. No miran al suelo, no miran a ningún sitio, esquivan el paso de la gente, entran en el barrio cristiano y atraviesan los tenderetes árabes como si las suelas de sus zapatos conociesen de memoria el camino, atraídas hacia el Muro de las Lamentaciones como un imán.
Tras el control de policía y el escáner, el espectáculo del Muro iluminado por los focos es impresionante. Frente a los bloques de piedra color vainilla se arremolina una marabunta que cabecea, gime y reza. Algunos se retuercen mientras dan pequeños topetazos contra la superficie rugosa, cuatro o cinco han formado un corro y bailan cogidos de la mano mientras canturrean algún tipo de salmo. Reconozco algunos de los rostros que he visto esta mañana por las calles de Mea Shearim; las expresiones han cambiado, más relajadas, casi alegres en algunos casos, contagiadas por el ambiente festivo. Saphiro aparece empujando un carrito con libros y me llama sonriente: «Ven conmigo, hoy es un día para celebrar».
A la izquierda del Muro hay un pasillo, y cuando entramos la actividad parece haber aumentado: estanterías con libros se apelotonan contra las paredes y los rezos alcanzan la categoría de gritos cuando algunos jaredíes se balancean con un movimiento espasmódico. Otros rabinos caminan con los ojos cerrados y mueven sus corpachones con la dignidad de grandes saurios mientras agitan sus barbas blanquísimas. Hay también algunas mesas donde se escuchan gritos. Saphiro me señala una de ellas: «ese es mi grupo de estudio». Por la mesa, paquetes de dulces y termos de café se desparraman entre las pilas de libros. Un rabino parece llevar la voz cantante, gesticula congestionado mientras señala algunos pasajes. Los demás asienten con aprobación, en especial los más jóvenes que se sientan detrás y contemplan la escena con arrobado silencio. De vez en cuando algún apacible anciano de la mesa toma el relevo y se lanza a una enérgica alocución con los ojos encendidos y los brazos agitándose como molinetes. El debate sube de tensión y por un momento parece que van a solucionar sus dudas teológicas a golpes. Saphiro sonríe con satisfacción: «es lo que me gusta de estudiar el Talmud, es algo físico, no simplemente un esfuerzo mental. Puedes exteriorizarlo, discutir comunicarte… te sientes muy vivo».
La noche se desliza deprisa pero la actividad no decae, continuamente llegan nuevos jaredíes para dar el relevo en la oración. Algunos parecen dormir de pie aferrados a sus libros. De vez en cuando los gritos de los imanes reverberan en la madrugada. La Mezquita de la Roca descansa agazapada tras el Muro. Contrariamente a lo que podría pensarse, la relación entre judíos ultraortodoxos y musulmanes es de respetuosa indiferencia. Por el contrario, tienen muchos más problemas con los sionistas, a los que consideran «falsos judíos» y su laicismo una amenaza para su forma de vida. La construcción del Estado de Israel supone para los jaredíes una molestia para lo que ellos realmente pretenden: «vivir al margen de cualquier autoridad que no sea la suya propia». Saphiro rehúye cualquier polémica relacionada con el conflicto: «todos estamos en Tierra Santa y somos gente pacífica. Desde luego nosotros no creamos problemas».
Me despido de él a las seis de la mañana, algunos miembros de su grupo de estudio incluso me dedican una sonrisa. Macerados por el cansancio, de repente todos parecen mucho más viejos. A esa hora en Jerusalén el amanecer ya resquebraja el cielo, los gatos se disputan los últimos restos de basura y las callejuelas del zoco se cubren de una neblina que vuelve traicioneros los adoquines cargados con miles de años de historia. Jerusalén parece entonces un territorio irreal, atravesado por cientos de sombras oscuras que se han puesto en movimiento y avanzan deprisa como flechas. Son los hombres de negro que vuelven a Mea Shearim.