Asia es uno de los continentes con mayor diversidad religiosa y en la sociedad de Japón, uno de sus países mas occidentalizados, conviven dogmas de fe, formas sociales avanzadas y la industrialización más puntera. Más allá del sintoísmo y el budismo, las dos religiones más populares del país, los credos de la población se van diversificando, respondiendo a las actuales inquietudes niponas de un modo dinámico, relacionado con las expectativas de bienestar individual y su avanzado crecimiento económico.
La primera vez que viajo a Japón, para visitar la cuarta ciudad más grande del país, Nagoya, acarreo conmigo la idea preconcebida de trabajo, sudor y lágrimas. Y, efectivamente, Emily Shiwata, que me acompañará en este viaje, tiene prisa; le espera su grupo de música. Pero al finalizar el ensayo, como siempre, se reúnen en un típico bar de farolillos rojos, se relajan y toman ramen acompañado con sake. Yuzo Kataoka es arquitecto y sigue la rama nichiren del budismo. Naritoshi Takemoto trabaja en artes gráficas y convive con la tradición shinto. Shiwata es compositora y cristiana. Yasushi Lida es cocinero y budista.


Una grata sorpresa me aguarda en este viaje. Lu, el novio de Emily, nos propone viajar a Tokio para encontrarnos con Dai, amigo suyo e hijo de un monje budista de la rama nichiren. Los monjes de esta variante, de origen laico, estudian y enseñan el sutra del loto. Dai nos emplaza por la mañana temprano para visitar su casa tradicional, y por la tarde estamos invitados a una ceremonia en el pequeño templo del barrio donde difunden las enseñanzas de su fundador —Nichiren, un monje del siglo XII— y sus adeptos practican la liturgia. Gracias a la amistad entre Lu y Dai nos metemos de lleno en una congregación poco accesible para gente del exterior.

En la puerta nos recibe Akiji, padre de Dai y monje del templo. Nos da la bienvenida con cordialidad y nos asigna nuestros asientos entre la multitud de gente que va llegando para la práctica del culto. De modo excepcional, me dan permiso para retratar la ceremonia. Descalzos sobre el tatami, cada uno en su sitio, esperamos con curiosidad. Algunas personas han traído galletas para compartir y otros sirven el te. Suena una campana y el silencio del barullo remite. Aparece en escena el sumo sacerdote, de impoluto blanco nacarado, con una falda plisada hasta los pies con bordado en hilo de oro digno de la más cuidada artesanía japonesa. Lleva un capuchón sobre la cabeza y en la mano una pulsera de cuentas que no deja de acariciar. Sus ayudantes le acompañan unos pasos atrás, también de blanco y ataviados con una franja morada de seda natural. Entran a la sala con una corta oración. La pausa se torna en un mantra de repetición constante: «Nam mioho renge kyo».
Todos tienen un libro que siguen con interés. Los monjes ofrecen a las deidades los alimentos y presentes traídos por los celebrantes. La señora que tengo enfrente se gira y, en voz baja, me sugiere casi al oído que se puede hallar el camino hacia la iluminación. Sonriendo, me invita a repetir con ellos las frases de las enseñanzas de Nichiren, y en un acto de buena voluntad —en un país donde el contacto físico está restringido a la estricta intimidad— coge mi mano y aprieta fuerte en ella un rosario budista. Suenan los tambores y han comenzado ha repartir instrumentos de percusión, que la gente repica al compás del ritmo que marcan los monjes. El ambiente se torna pesado, cálido y pacífico.



Desplazándonos en coche entre las prefecturas de Shizuoka y Yamanashi, nos acercamos al monte Fuji. Esta montaña sagrada juega un papel en todas las religiones importantes de Japón y acumula historias y supersticiones. Los bosques más cercanos a la base de este volcán se han convertido en un lugar habitual para los suicidios; en la prensa y televisión nipona dan información casi cada mes sobre personas que se acercan al fuji-san para terminar con su existencia. Les atrae la idea de morir en territorio sagrado, en un símbolo paradigmático de su tierra; una salida a la soledad extrema que parte de la población siente en las grandes ciudades de Japón.
El Seiryō-ji y el trasiego de Nara
Llegamos a Kioto, la antigua capital, donde las raíces religiosas están más arraigadas. Aparte de visitar los templos más importantes y con más historia de la ciudad, Emily y yo nos encontramos con un antiguo compañero de la universidad cristiana de Nanzan. Hacía tiempo que no se veían y la alegría se refleja en sus risas, algo nerviosas, recordando su pasado en común.
Emily me lleva en su coche al borde del rio Hozu. Junto a la orilla se encuentra el templo Seiryō-ji, de apariencia descuidada. Es de madera negra y menos conocido por los turistas. Entramos y, en absoluto silencio, sólo interrumpidos por el canto intermitente de los pájaros, llegamos a un pequeño altar entre los jardines. Una imagen de madera despintada en el fondo izquierdo nos mira entre la penumbra. En el centro, una estructura gigante de madera, una suerte de torno o peonza, espera a que los visitantes la muevan. Unos mástiles ayudan a girar el eje central sostenido entre el suelo y el techo.
El día es caluroso y húmedo. Salimos del pequeño recinto, no hay nadie. Estamos solos ante el templo, que alberga varios tesoros nacionales; es raro que en el enclave más visitado por los turistas en Japón no molesten los guías ni los grupos ávidos de nuevas instantáneas. Hambrientos, nos acercamos al restaurante tradicional de tofu que existe en el interior de estos apartados jardines; para Shiwata, el mejor tofu de Japón. Cuando viene a Kioto simple se escapa a este lugar tan descansado.




Los tejados de Shirakawa
Dormimos en Shirakawa, un pequeño pueblo de la prefectura de Gifu donde cada año todos los habitantes cambian los tejados de paja de sus casas para acondicionarlos de cara al invierno siguiente. Huele a campo, a musgo. Paseando bajo el paisaje de montañas nevadas, nos cruzamos con un jabalí salvaje en medio de la calzada. De vuelta en casa, la cena con la anfitriona del hogar —a base de miso, huevos campestres y caldo— se hace muy entretenida. Somos cuatro alrededor de la mesa. Un señor ha llegado desde el extremo norte de Japón, huyendo de su divorcio; necesita desconectar, nos cuenta. Se encuentra agotado mentalmente y ha decidido recorrer sus orígenes de punta a punta. Es ateo, ingeniero, toca la guitarra y se siente reconfortado en medio de la naturaleza.
El día siguiente podemos observar como se renueva el tejado de una casa según el estilo tradicional gasshō-zukuri. Los vecinos se van repartiendo paja seca, que otros amontonan sobre la estructura del tejado, como hormigas en una cadena.

Sentados en la cima de una colina, Emily me explica que Japón ha sufrido mucho históricamente. Ha sido un territorio de guerras y catástrofes naturales. Han pasado hambre. Se siente privilegiada por haber nacido en esta época y tener oportunidades que sus abuelos no tuvieron. Cree que el carácter japonés se ha construido a base de tenacidad. A pesar de la censura —en muchos aspectos— el gobierno se está abriendo lentamente a reconocer sus propios actos en el pasado y presente. Eso lleva a la población a curar heridas enquistadas y saber valorar lo que tiene por delante.
La mezcla de la cultura japonesa con otras como la china o la coreana hacen de este país un territorio rico en progreso. La sociedad contemporánea ha traído consigo nuevos obstáculos, como el aislamiento de algunas personas, el aumento de los suicidios o la contaminación exagerada. Pero de la mano también ha traído la apertura del debate sobre el actual sistema de energía nuclear, la abolición de la pena capital o una mayor conciencia del respeto a la naturaleza entre los ciudadanos.
Abajo, en el valle, los vecinos siguen trabajando en el nuevo tejado. Desde aquí se ven las carpas voladoras que inundan el paisaje: hoy es 5 de mayo, el día de los niños, Kodomo no hi, y las cometas koinobori, con la forma del pez, vuelan para celebrarlo.
AGRADECIMIENTOS A EMILY SHIWATA