En los últimos años Elena Ferrante se ha convertido en un auténtico fenómeno editorial. La última saga de la autora — o autor, ya que utiliza un pseudónimo y se sabe muy poco de su verdadera personalidad—, Dos amigas (L’amica geniale, Storia del nuovo cognome, Storia di chi fugge e di chi resta, Storia della bambina perduta) que tiene como punto de partida la ciudad de Nápoles en los años 50 ha sido top ventas. Este hecho provocó que cuando a Marilena de Chiara, de origen napolitano, le recomendaron leerla su primera reacción fuese el rechazo «¿Cómo un bestseller podía contarme Nápoles, mi Nápoles?». Ahora ella misma comparte, su Nápoles genial.


A ll’intrasatta, es decir: de pronto, de repente, inesperadamente. La expresión deriva de la locución latina intra res acta, que se utilizaba para indicar lo que ocurría entre acuerdos, eventos, acciones. En la marcada musicalidad de las consonantes dobles, en la pronunciación rápida y directa, que suele ir acompañada de una mirada y un gesto de sorpresa, se encuentra una característica esencial de la lengua napolitana: la condensación. El idioma partenopeo condensa los significados, los extrema, los exprime hasta sacar todo el jugo: ahora es mo, es el tiempo del presente inmediato, ahora mismo es mo mo, la repetición como truco para ganarle al presente, mañana es dimmane, con la doble «m» que prolonga e incluye el tiempo del futuro. Nápoles es el tiempo de mi pasado y, sin embargo, el de mi presente y mi futuro.

Mi mamá, la última de once hijos, nació y se crió en la colina del Vomero. Mi tía, la primogénita de la familia, me contaba que durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial corría hacia el refugio subterráneo con los vestiditos de domingo que acababa de comprar para sus hermanas menores. Pasé toda mi infancia y mi adolescencia en Castellammare di Stabia, entre Nápoles y Sorrento, viendo el sol que se bañaba en el mar cada día al atardecer, con el golfo y el Vesubio al fondo. A Nápoles íbamos a pasear, a comprar, a comer pizza, a descubrir las calles, las plazas, los cafés que habían sido el escenario de la infancia de mi madre antes de que, en la posguerra, toda la familia se trasladara al pueblo. En casa, en la escuela, en la calle siempre hablábamos en italiano, nunca en napolitano, la lengua que, sin embargo, ya era parte de nosotras, de mi hermana y de mí. Tuve conciencia de ello cuando me fui del pueblo, de mi barrio. Empecé a integrar en mis pensamientos y en mis conversaciones con familiares y amigos expresiones, términos, locuciones propias del napolitano. Aparecían así, all’intrasatta. Y me provocaban, me impulsaban a estudiar aquella lengua, en la literatura, en la música, en el teatro. Y aún más, me pedían entender y respetar mi Nápoles, vivir mi ser napolitana.

Cuando mi pareja y amigos en cuyo criterio confío plenamente empezaron a hablarme de la tetralogía de Elena Ferrante, aconsejándome que la leyera, mi reacción fue escéptica, lo confieso. Y confieso que no conocía a la autora o autor. ¿Cómo un bestseller podía contarme Nápoles, mi Nápoles? Hasta que un día mi marido me trajo L’amica geniale (el primer volumen en la edición italiana). Y empecé a leer. Y así, de nuevo, all’intrasatta, descubrí que no podía dejar de hacerlo.

 

 

Sobre Elena Ferrante se ha escrito mucho, la prensa internacional se ha hecho eco del éxito y de la universalidad de su obra adictiva, de las razones y consecuencias de su anonimato, de su representación de Nápoles. Raffaella/Lila y Elena/Lenù (tan dulce es la tendencia que tenemos los napolitanos a abreviar los nombres propios, para que su sabor quepa todo en la boca) son las dos amigas que protagonizan las cuatro novelas. La amistad femenina con toda la intensidad de sus idas y venidas, de sus formas y contradicciones, se sitúa en uno de los posibles núcleos temáticos de la narración. La relación con el paisaje, que adquiere valor y presencia de personaje, es otro de los ejes narrativos: Nápoles y el barrio (que coincide físicamente con el Rione Luzzati, ubicado en la periferia oeste de la ciudad), las casas, la zapatería, las librerías, la Universidad de Pisa, el apartamento en Turín o la isla de Ischia no son solamente escenarios de los acontecimientos, sino parte integrante de la biografía, las decisiones y la personalidad de los protagonistas. Finalmente, como en una piedra de Rosetta, el tercer elemento que permite descifrar los anteriores es la búsqueda de identidad, el proceso que Elena emprende desde niña, con Lila, a través de ella y sin embargo sin ella, reflejándose en ella y admirando o rechazando la imagen que el espejo le devuelve. Una imagen dura y frágil, difuminada y nítida, violenta y delicada, valiente y cobarde, la imagen de la duplicidad: estudiosa y autodidacta, vocación e imposición, italiano y napolitano.

¿Cómo un bestseller podía contarme Nápoles, mi Nápoles?

Empecé a hablarle de los libros a mi hermana y a mis amigas napolitanas, las que me acompañan desde aquellos pupitres de primaria; quería que leyeran las novelas, que nos encontráramos en aquellas páginas. Y lo hicieron, algunas con alegría e ironía, otras con tristeza y pena, porque aunque hayan pasado cincuenta años desde los hechos narrados en la ficción, los problemas en Nápoles son los mismos. Como idénticas son las barreras físicas, sociales, culturales. Tal vez desde Barcelona y después de diecisiete años sin vivir allí yo no sea capaz de reconocerlas del todo. Lo que sí sé es que al leer las historias de Elena, Lila, de sus familias, de los Solara, de Nino, de Alfonso, me reencontré con algo que había perdido, sin saber que lo había estado perdiendo, lentamente: mi Nápoles.