Fui a Montolieu porque necesitaba demostrar que era posible vivir de los libros. Desde que con doce años comencé a leer ininterrumpidamente, inconsciente de que, como escribiría Capote en Música para Camaleones, «me había encadenado de por vida a un noble, pero implacable amo», infinidad de ocasiones me había enfrentado a la pregunta acerca de cómo podría encarrilar mi vida, mi vida económica, se entiende, dedicando horas a ese objeto que, como me dijo alguien una vez, «lo único que hace es acumular polvo». Lo que me salvó del descarrilamiento hacia «oficios de provecho» fue crecer en una casa con una gran biblioteca y mi cabezonería, heredada de un padre a quien en casa siempre habían llamado «la oposición». Venir de una familia con libros puede que salve del descarrilamiento, pero no hace inmunes y, sobre todo, no hace inmunes a los malabarismos que, alcanzados ya los treinta, una debe hacer para pagar facturas y seguir comprando libros.

Fui a Montolieu porque me dijeron que el pueblo vivía por, para y gracias a los libros; fui a Montolieu porque no creía que existiera, porque ni siquiera aparecía en el GPS del coche, porque ese pueblo —«¡ciudad!» me diría, días después, uno de sus vecinos— parecía sacado de una novela de James Matthew Barrie y, sobre todo, fui a Montolieu porque ese pueblo —perdón, ciudad— acallaba el mantra acerca del actual desprestigio de los libros y silenciaba, al menos por unos días, las lamentaciones por la falta de lectores. En breve, fui hasta allí para encontrar aquello que aquí anhelaba y fui con la misma inocencia e, incluso, la misma ceguera optimista con la que los personajes de Voltaire llegaron a El Dorado. Confiada en encontrar en Montolieu el mejor de los mundos posibles, al menos en cuanto a libros se refiere.

Fui a Montolieu porque me dijeron que el pueblo vivía por, para y gracias a los libros. Fui porque no creía que existiera

Compartía optimismo con Pangloss, pero a diferencia de él, nunca he pensado que «las cosas suceden para bien». Al contrario, soy de las que piensa que muchas veces las cosas suceden para mal o, por lo menos, no suceden en vistas a ese objetivo que una se ha podido marcar. Mi viaje a Montolieu fue un claro ejemplo de ello. Empecé el viaje con la imagen de un pequeño pueblo a 14 kilómetros de Carcasona en el que encontraría una librería en cada calle, un pueblo donde una puede encontrar bancos llenos de libros de viejo rodeados de lectores en busca de su lectura pendiente y en el que, tal y como me contaron, es posible ver correr a un librero calle abajo en busca del lector al que no ha conseguido vender la primera edición de El Principito. «Allí estaba el librero, persiguiendo al cliente, insistiéndole para llegar a un acuerdo que hiciera más accesible esa primera edición, cuyo precio no era otro que seis mil euros». El librero, según el relato, no consiguió convencer al bibliófilo lector, que, por su parte, todavía recuerda entre la melancolía y el reproche aquella oportunidad perdida.

Llegué a Montolieu y, como era de suponer, no vi correr ningún librero cuesta abajo desde la Place de l’Église de Saint-André hasta la Place Lacombe, donde había aparcado el coche. Pero tampoco vi a nadie caminar por las desiguales calles, la mayoría de ellas sin pavimentar. Resonaba el silencio. Subí por la Rue Saint-André y encontré las primeras librerías; en pocos metros, allí estaban las librerías Abélard, L’ambassade y L’Anachronique, que, haciendo honor a su nombre, era la única que estaba abierta. En la puerta, el librero, sentado en una mesa de madera a la izquierda de la entrada y ocupado en la lectura de un libro —ni tan siquiera levantó la cabeza al verme entrar—, había colocado una serie de cajas en las que podían encontrarse viejas ediciones de bolsillo de clásicos franceses y de novelas de kiosco de principios del XX. En su interior, la oscuridad dificultaba ver los lomos encuadernados en cuero de las ediciones de más valor, situadas al fondo de la librería, escondidas, y entre las cuales encontré la primera edición de los Diarios de André Gide, con las hojas color sepia que se pegaban entre sí y con un manto de polvo que oscurecía, aún más si cabe, la cubierta. No hacía falta preguntar al librero, el precio estaba señalado, como también lo estaba que aquel libro se quedaría inevitablemente en su estante. Antes de salir, le pregunté el porqué de tanta librería cerrada. «Están comiendo. A las cuatro estarán todas abiertas». Salí y lo dejé allí, al librero sin apetito, el único que no cerraba, sobrellevando el mediodía con una copa de vino y un libro entre las manos.

Tenía tiempo hasta las cuatro, momento en el cual no solo esperaba ver abiertas las librerías, sino asistir a ese magnífico espectáculo, que yo había imaginado en mis expectativas viajeras, de gente apostada en las librerías viendo y comprando libros. A diferencia de Pangloss, una vez llegadas las cuatro, me di cuenta de que las expectativas están para ser defraudadas: abrieron todas las librerías, pero las calles seguían vacías. Los comensales que había encontrado en el bistró de la plaza de la iglesia se habían ido y en la calle apenas se veía transeúntes. Los pocos que encontraba, los mismos que me reencontraba en las librerías que visitaba, eran turistas, principalmente franceses, dispuestos a pasar unos días de desconexión en Montolieu. Una desconexión donde los libros eran un escenario costumbrista, más que un objeto de deseo. La gente entraba y salía de las librerías; salía, en la mayoría de los casos, con las manos vacías. Los libreros transcurrían sus horas en los mostradores, ojeando y catalogando libros o dando una información, sin apenas tocar moneda alguna. Los libreros no eran los únicos en pasar sus horas ante mostradores sin demasiados clientes por despachar; así estaban también los dueños de los ateliers, siete en total. Muchos de los ateliers son, a la vez, escuelas de formación —en los primeros pisos, los artistas conviven y crean— y pequeñas salas de exposición: en la planta baja de cada uno de ellos se exponen las obras, todas ellas adquiribles por los visitantes. Sí, visitantes, porque Montelieu parecía una ciudad de visitantes, donde nadie, excepto los artistas y los libreros, es de allí. En el Atelier Chris en Francis, uno de los primeros en abrir, encuentro una pareja de japoneses contemplando una serie de fotografías retocadas con acuarela. Me detengo en algunas de las obras, su precio me aleja de ellas indiscutiblemente; salgo, pero dejo a la pareja de japoneses dialogando con la dueña, parecen interesados en una obra. Me quedo sin saber si acabaron por comprarla.

«Montolieu vive del libro y del arte de libro», me comenta mi casero, dueño también de la librería a los pies de su chalet de paredes blancas y flores en la entrada y cuyas habitaciones alquila. «Montolieu vive del libro, pero no se puede vivir sólo del libro», matiza el casero, que me pide pagar en efectivo la habitación porque no tiene lector de tarjetas; «la tarjeta es sólo para la librería», me comenta, mientras le doy los sesenta euros de la habitación, de los que no tendré recibo alguno. Le pregunto si hay algún banco cerca. «En el pueblo de al lado», me contesta; y es que en Montolieu todo gira en torno del libro, olvidando que, como ya dijo su compatriota Maurice Blanchot, el libro sólo existe a través de sus lectores. Y en Montolieu parece no haber lectores. Solamente en el mirador, desde el cual puede contemplarse el río que discurre entre las montañas que rodean la ciudad, encuentro a una mujer leyendo; en el único banco del mirador, la mujer, de cuarenta años, dirige su mirada a un libro, mientras el sol le da en la cara. En ningún momento levanta la mirada, sigue leyendo sin inmutarse de mi presencia, lee como si supiera que debe hacerlo. Lee porque los demás no leen.

Abiertas las puertas de las librerías, resulta difícil decidir por dónde empezar. Como dicta el nombre de la más grande librería de Montolieu, Le Temps Jadis, las librerías son testigo del tiempo de antaño. Como en la Librerie du Centre, donde encuentro, perfectamente ordenados, números de Le Petit Journal. O en Alcyon, donde cada escalón cruje y las repisas han adoptado torcidas formas por el peso de los libros. En Le Temps Jadis, el tiempo parece haberse detenido: periódicos viejos acumulan polvo en los estantes junto con una extraña mezcla de revistas —Le Mercure de Paris o La Mode Nationale se confunden con los números más recientes de Charlie Hebdo y desordenados ejemplares de Marianne—. No estornudar resulta un reto. El polvo lo envuelve todo, un todo donde es difícil rescatar algo propiamente de valor; libros viejos, pero que el tiempo ha caducado; novelas de kiosco cuyos autores ya nadie recuerda o libros que reconstruyen las batallas más tristemente memorables que asolaron Europa.

Las biografías predominan, desde Marilyn Monroe o Sinatra hasta Churchill o Stalin. Biografías que, como me dirá el librero, llevan años acumulando polvo en los estantes, pues es difícil encontrarles lectores. Los turistas merodean entre papeles polvorientos y libros que poco invitan a la lectura. En La Manufacture, una librería de tres pisos, de paredes blancas y cristaleras impolutas, el escenario es distinto. El librero custodia bajo llave obras de las que difícilmente puede pasarse de largo: allí está el Ulysses, la edición revistada por Adrianne Monnier; allí está la primera edición de Picasso et ses Amis, libro escrito por Fernande Olivier, pareja del artista, cuyos esfuerzos no impidieron su publicación. Allí está, junto a primeras ediciones de René Char y Paul Claudel, Chante Funèbre pour Ignacio Sanchez Mejias et Ode à Walt Whitman, la primera edición en francés, publicada en 1938, de la obra del poeta granadino. A diferencia del librero de Le Temps Jadis, el de La Manufacture no duda en abrir sus vitrinas y poner en las manos de los curiosos los libros mejor custodiados; te deja tocarlos, girar sus páginas, sabiendo que difícilmente estos encontrarán entre esas manos curiosas un lector que se los lleve. Los precios difícilmente no sobrepasan las tres cifras. «Son libros únicos», explica el librero, y únicos permanecen en esa cristalera que los hace tan bellos como imposibles de conseguir.

Encontraba turistas dispuestos a pasar unos días de desconexión en Montolieu, donde los libros eran un escenario costumbrista, más que un objeto de deseo

En La Manufacture, como también sucede en L’Ambassade —la librería de butacas de cuero raídas y mecedoras de madera—, el piso de arriba está destinado a viejos libros de ediciones de bolsillo y libros de segunda mano. Rebuscar es la tarea de todo bibliófilo que aspire a encontrar entre tanta «morralla», como diría un librero de viejo, algo que de verdad valga la pena. Los precios son bajos, difícilmente superan los diez euros y, entre ediciones de bolsillo, coleccionables y alguna que otra traducción curiosa, uno puede encontrar algunas primeras ediciones de Georges Simenon. La suerte recayó en dos turistas, cuya alegría se acrecentó al ver el precio de los volúmenes: dos euros cada uno. Ellos fueron de los pocos que, a lo largo de todo ese día en Montolieu, salieron de la librería con un libro bajo el brazo.

En torno a las siete, las librerías empiezan a recogerse; en La Massenie, por el contrario, todavía sigue entrando gente. Es la librería más visitada, allí es donde encuentro los primeros habitantes de Montolieu, principalmente adolescentes, que buscan entre los atiborrados estantes algún cómic. En La Massenie no hay novelas gráficas, hay cómics y viñetas; los lectores preguntan por bandes dessinées o por BDs. A las ocho, sin embargo, incluso La Massenie está cerrada. Desde las ventanas se ven luces encendidas, signos de una vida que parecía ausente. Parecía, porque son las ocho de la tarde y en la plaza de la iglesia se oyen voces: un grupo de jubilados juega a la petanca, mientras algunos niños corren tras un balón de fútbol. En un pequeño muro, hay apoyadas bandejas y botellas de vino; un hombre de unos cuarenta años trae consigo barras de pan. De repente, Montolieu se convierte en el pueblo que no ha sido durante el día; ya no hay visitantes, los pocos que quedan se han ido a cenar a las ciudades cercanas; las librerías han cerrado, los ateliers han dejado de exponer y, entonces, sólo entonces, Montolieu se llena de gente. Como si la vida fuera incompatible con los libros, Montolieu adquiere vida al caer la noche. Contradiciendo las palabras de Proust, en Montolieu, la vida realmente vivida no es la de los libros, sino la vida más allá de las librerías, cuya belleza es sólo comparable a la melancolía que suscita el verlas convertidas en un encuadre turístico.

La gente va a Montolieu a visitar el pueblo de los libros, pero no a disfrutar de los libros; por ello no extraña que, durante todo el sábado, el museo de Les Arts et les Metiers du Livre permanezca cerrado. Nadie se ha aproximado a él, nadie ha llamado a la puerta para entrar. Allí empezó todo hace 26 años, cuando Michel Braibant quiso hacer de Montolieu un pueblo dedicado a formar artesanos y artistas de libros; entre esas paredes se conserva su colección privada, inerte y muda, ajena a los vaivenes de unos visitantes que, llegados a Montolieu en busca de desconexión, han desconectado del sentido mismo del pueblo: los libros. El sueño de Michel Braibant se ha convertido en una puesta en escena, en la que los vecinos ya no quieren participar. Montolieu vive cuando cierran las librerías, todo lo contrario de lo soñado por Braibant. Y es que las expectativas están para ser desmentidas.