(Un encuentro con la policía en la Ciudad de México)

Toda mi vida he robado. No soy cleptómano. Acaso un ladronzuelo de poca monta. El grueso de mis crímenes se ha circunscrito mayormente a birlar libros y discos. Me apañó la ley por primera vez a los nueve años. Sustraía de manera sistemática Playmobil de una farmacia Benavides. Culpo al capitalismo. No queda otro camino para el coleccionista pobre que la delincuencia. Mi destino se torció entonces. Si el guardia de la farmacia hubiera llamado a la policía quizá me hubiera dado miedo seguir robando. Pero no, me dejó marcharme. No lo interpreté como un favor. Tampoco como solidaridad entre oprimidos. Era una licencia para incrementar mi colección. No volví a pisar la farmacia. Mi horizonte se expandió. Soriana y su nutrida sección de juguetería fueron mi nuevo proveedor. En mi defensa argüiré que me he mantenido siempre fiel a mis principios. Nunca he robado a mis amigos.

A partir de entonces he visto el mundo como el anaquel de un supermercado. Del cual uno toma lo que necesita. Pero a diferencia de lo que ocurre en una tienda de conveniencia no me gusta pagar por los productos. No sé por qué nací con la convicción de que la vida me debía algo. Desconozco si esta sensación obedece a mi procedencia. Es paradójico. Porque vine al mundo en el Sanatorio Español, el hospital más caro de la ciudad, pero la cuna humilde es el fuego lentísimo donde se cocinaron mis aficiones. Desde entonces me he conducido con la creencia de que robar es un derecho. A mis todavía cuarenta años entro al Oxxo agarro lo que se me antoje y salgo sin pasar por la caja. Irme de las cantinas sin pagar se convirtió en mi especialidad. Estoy boletinado en todas las librerías de mi ciudad. Minucias si se quiere, nada comparado con un asalto a mano armada, pero actúo con tal naturalidad que nunca nadie me detiene. Sólo una vez me apresaron. Y la jueza me quería mandar al CERESO. Pero la libré.

En mi defensa argüiré que me he mantenido siempre fiel a mis principios. Nunca he robado a mis amigos

El robo hormiga es mi estilo de vida. Todo sistema de pensamiento se colapsa. El mío comenzó a tambalearse una noche que sostuve un encontronazo con la policía. Recibí una lección que nadie me había propinado en todos mis años como sabandija. De ser el victimario pasé a ser la víctima.

Mancera City (ahora ex) se ha convertido en una novela negra. Es el target favorito de la malandriza. Pero aquel día el pronóstico del clima se antojaba benévolo. Beck tocaba en el festival Ceremonia y el Dr. Lao, el joven Johnston (con todo y sus penas) y yo, cargados de drogas, salimos unas horas de la opresiva atmósfera de la Ciudad de México. Maldición, pintaba para ser un día perfecto.

Esto no es una crónica rockera, obviaré el concierto, pero me concentraré en las drogas. No por pose de maldito, sino porque juegan un papel determinante en esta historia.

El Dr. se abasteció de ácido suficiente como para drogar a Demi Lovato, algunas tachas y mota a granel. Yo me vi más modesto. Un par de cuadros de Cosmic Shiva cortados en cuartos. Sufrimos del complejo de Jesús el del crush: repartimos, multiplicamos, un pan aquí, otro pez allá, pero la mayoría la liquidamos entre los tres. Pensé que te infartabas, me dijo Lao por mi manera de brincar mientras sonaba «Sexx Laws». Tantos años de caldito de pollo han rendido frutos. Y la natación me tiene (por el momento) alejado de la marea alcalina. Mi manera de saltar era un indicio de nuestra orgía de ácido.

Esto no es una crónica rockera, obviaré el concierto, pero me concentraré en las drogas. No por pose de maldito, porque juegan un papel determinante en esta historia

Los adictos somos seres cándidos. Siempre pensamos que la cantidad de droga que portamos será suficiente y nunca lo es. Después del show de Beck Lao, Johnston y yo nos estábamos peleando el último cuartito de ácido. Al principio bien samaritanos pero alcanzado este grado intentábamos partir, sin éxito, el mísero cuartel en tres partes. Debimos parecer skecth cómico porque alguien que nos observaba sin nosotros percatarnos se apiadó de nuestro frito cerebro y nos extendió un 2CB. Fue balsámico como gol de último minuto. Lo dividimos entre tres y nos lo metimos a la boca. Entonces fue que comenzó la noche.

Desde el momento en que tuvimos que arrastrar al Dr. a la camioneta las cosas no marchaban de acuerdo al script. Estaba fuera de sí bailando, con la música de Soulwax a lo lejos, como si viviera dentro de un videoclip. Literal tuvimos que despegarlo, como a un sticker, del sonido. Subimos a la camioneta que nos conduciría de regreso a la CDMX y nos sentamos hasta atrás. El frío toluqueño comenzaba a dar su propio concierto. Apenas iniciamos el viaje nos soltamos a cantar «viva el conductor de la escuela, la escuela, viva el conducto de nuestro autobús». Y ocurrió la primera baja de la noche. El Dr., sí, la máxima autoridad, el profesional, el especialista: vomitó. En todos los años que llevo de conocerlo jamás había presenciado que titubeara siquiera, menos que se me derrumbara. No se me cayó un ídolo, pero jamás esperé semejante danzón. Para que el Dr. dimitiera la cantidad de ácido en nuestros organismos seguro rebasaba nuestra amplísima experiencia en el campo.

El transporte nos depositó en el Califa de la Condesa. Nunca he comprendido como la gente puede comer bajo los efectos de tal cantidad de LSD. El Dr. se largó en un taxi a su casa y yo me quedé hasta mi madre de ácido sentado en una mesa, rodeado de gente de la que no deseaba estar rodeado, en un sitio en el que no me apetecía estar, esperando a que Johnston terminara de tragarse una cantidad obscena de tacos, gringas, etc. Mientras tanto otro plan se fraguaba. Un proyecto que involucraba al Holandés Errante. No recuerdo su nombre, pero sé que él no olvidará el mío en mucho tiempo. Era de Holanda, obvio. Y lo bautizamos así en honor al restaurante que ofrece bufet en un capítulo de Los Simpson, la entrada al lugar ostenta una fachada neón con un hombre pescando.

Alguien que nos observaba sin nosotros percatarnos se apiadó de nuestro frito cerebro y nos extendió un 2CB, balsámico como gol de último minuto. Entonces fue que comenzó la noche

Tanto ácido en el sistema reclamaba after. El Holandés Errante, Johnston, mi chica y yo decidimos retirarnos a la mansión Johnston, en Coyoacán, a escuchar música para aplacar los patadones del LSD. Yo ni fumo mariguana, pero la vida es un meme y a mí me tocó salir de la taquería con el guarumo en la bolsa del pantalón. Existe gente que se siente segura cargando una navaja, otros con un escapulario alrededor del cuello y aquellos como yo que pueden salir al mundo sin llaves y sin cartera pero no sin estupefacientes. Nos trepamos a un Uber y de camino nos detuvimos en un Seven a cargar cerveza.

Mancera City ha dejado de ser la fortaleza del vicio. Los dílers apagan el celular temprano. Desaparecieron los teibols. Los antros te echan a las dos de la madrugada. Y el Oxxo deja de vender pisto antes de la media noche. La Ciudad de México no es más un refugio para trasnochadores. Los operativos anti-alcohol están regenerando más gente que el Betty Ford Center y todas las granjas del Edomex. Las calles estaban vacías y ni era tan de madrugada.

Estaba de tan buen humor que me ofrecí a tenderme por las chelas. Uno nunca debe subestimarse, pero la neta, bajo los efectos del LSD robar no es un pensamiento ordinario. El Seven parecía recién saqueado. Las estanterías huérfanas, los refris desolados. Al fondo de uno sobrevivían un par de doces. El diablo nunca deja morir, pensé y me dirigí a la caja. No había nadie. Yo quería pagar las chelas. Incluso me asomé a la parte de atrás el súper y grité como en The Wall: «It’s there anybody in there?» Pero nadie apareció. Imaginé a los empleados hastiados de cobrar un sábado por la noche. Esperé un par de minutos y como nadie respondía salí del Seven con las cervezas. Si a ellos les valía madre a mí con más ganas. No huí, caminé de manera natural, como siempre que expropio algo, y me trepé al coche. ¿Corona light? me preguntó indignado el joven Johnston.

Uno nunca debe subestimarse, pero la neta, bajo los efectos del LSD robar no es un pensamiento ordinario

No les confesé el hurto. No me parecía algo digno de presunción. Era una más de mis licencias. Dos cuadras más adelante Johnston me gritó aguas, te van a trampar. Escuché una voz detrás de mí. El de la gorra, el de la gorra, bájalo. La puerta se abrió y un tira me jaló fuera del Uber. Si acaso transcurrieron cinco segundos, tiempo suficiente para deshacerme de la mota. El poli me empujó y en cuanto me di vuelta descubrí que estaba dos metros de mí apuntándome con la pistola. Era la primera vez que me encañonaban. Ni en Torreón, ni en Tijuana, ni en Monterrey, ciudades de las más violentas del país. Esto era un nuevo nivel. La Ciudad de México de Miguel Mancera.

Yo no había cometido un asalto. Ni estaba armado. Era una travesura, merecía ser castigada, de acuerdo. Pero no ameritaba amagarme con un arma de fuego. Y menos al chofer del Uber. A quien otro poli le administraba el mismo tratamiento. Que te ocurra algo así en tu juicio es culero, pero que te suceda hasta el tope de ácido es más extremo que el peor de los mal viajes psíquicos. Por qué robaste, me preguntaba el tira. Yo sólo respondí que no había nadie a quien pagarle. La historia está llena de cabrones que empuñan una fusca y se les escapa un tiro. Era mi preocupación. O peor, que el pinche poli hubiera tenido un día de mierda, o una semana o un año. Que su mujer lo hubiera dejado por su compadre. Que a madre le hubieran diagnosticado cáncer. Y que para paliar su frustración me sorrajara un balazo.

Otro tira me esposó. El primero seguía apuntándome, ya no al pecho, pero a la altura de las rodillas. Según yo no había hecho nada para ponerme el peligro, sin embargo el destino se tuerce en menos de lo que uno le da un trago a la cerveza. No me pasó la película de mi vida en segundos, no se me cortó el LSD, sólo permanecí aturdido. Como si acabara de despertar en un lugar desconocido después de blackoutear. Nunca he estado internado en un psiquiátrico, pero en ese momento sentía como si me acabaran de ingresar. La luz de la torreta, la calle, los gritos, me resultaban tan desmesurados. Como imagino se siente un refresco en el congelador segundos antes de explotar.

Johnston bajó del Uber cuando me trepaban al asiento trasero de la patrulla. Hicimos contacto visual y moví la cabeza en señal de asentimiento, asumiendo que ya había valido madre, que aquella noche dormiría en el Torito. Una experiencia que prefería eludir. La Puerca había dejado de beber tres años después de pasar 72 horas encerrado. No había que subestimar el poder transformador del Torito. Quizá no lo encajaría como La Puerca, pero no estaba dispuesto a descubrir de qué manera me afectaría aquella incursión. La puerta se cerró y me quedé dentro, con la confusión dando un partido de ping pong en mi mente.

Mientras tanto, afuera comenzó una película que ya hemos visto muchas veces. La rutina del policía bueno y el malo. Esto me lo contó Johnston. Uno que me quiere remitir. Otro que me quiere echar la mano. Uno que dice que por robo voy a estar detenido 72 horas y no voy a alcanzar derecho a fianza. Otro que está dispuesto a llegar a un arreglo. Y en medio, uno de los negociadores menos hábiles de la historia: el joven Johnston. Y en el coche mi chica, el Holandés Errante y el chofer del Uber. Testigos de cómo mi pendejez lo había arruinado todo. Y del hijo de puta del tira que me había amenazado con dispararme, cuando yo ni siquiera corrí. Y menos intenté agredirlo. El ácido me impidió siquiera decir buenas noches.

Era la primera vez en mi vida que veía al Holandés Errante. En el concierto Johnston, Lao y yo habíamos acordarle darle un recibimiento mexa. Es decir: ponerlo hasta la madre. Me acerqué a él y le pregunté si le gustaba el ácido. Es un chavo que no sabe decir que no. Abrió la boca y le arrojé un cuarto. Pero lo que estaba viendo no lo teníamos programado. No sé qué estaba pensando en ese momento, pero algo es seguro, después de eso no querría volver a verme jamás. Él no tenía broncas, pero tampoco podría bajarse del Uber y alejarse caminando. Mientras se sucedía el estira y afloja, un poli comenzó a revisar el Uber, pero no encontró la mota. Johnston estaba preocupado de que me la descubrieran a mí. Se agravaría más el asunto. Hasta entonces no me habían cateado. Pero ya no la llevaba encima. Mi único delito era ser yo mismo. Y tener el tino para haberme topado con aquellos cabrones.

Entonces el «genio» de Johnston complicó las cosas todavía más. Les dijo a los tiras que yo era periodista. La puerta de la patrulla se abrió y un poli me preguntó si las palabras de Johnston eran verdad. Respondí afirmativo. Las negociaciones se extendieron como una hora más. No era la primera vez que me esposaban. Incluso después de los diez minutos uno comienza a desarrollar cariño por las esposas como por cualquier pareja autodestructiva, pero ya comenzaba a inquietarme. Pinche polis eran unos profesionales. Sabes que cuando no te trasladan a la cárcel en los primeros veinte minutos ya no lo harán. Pero cuando una operación de este tipo dura más de una hora te entran unas ganas pinches de morderte las uñas, pero no puedes, en principio porque puedes pescar parásitos intestinales y en segundo porque estás esposado.

Finalmente, Johnston los convenció, bueno no él, los siete mil varos que ofreció de mordida. Comenzó otro calvario. La peregrinación al cajero. Tuvimos que buscar uno donde no hubiera «ojos», es decir cámaras. La patrulla abrió vía y el Uber nos siguió. Visitamos tres cajeros sin éxito. Fue hasta el cuarto que se hizo el trueque. Parecía artículo de Vice: «Me puse hasta el culo de ácido, robé en un Seven y esto fue lo que sucedió». Pero yo no sentía una sensación de alivio o de que la había librado. Ni tampoco coraje. El Uber nos depositó en la mansión Johnston. Saqué la mota de la orilla de la cajuela y el Holandés Errante dijo que se marchaba a su casa. No puedo culparlo. Ya tenía suficiente de nosotros y de mí en particular. Pero el chofer de Uber, que no había dicho ni pío en todo el zafarrancho se negó a darle el servicio. Tuvo que pedir otro. Habían pasado más de tres horas desde nuestro encuentro con ellos.

La luz de la torreta, la calle, los gritos, me resultaban tan desmesurados. Como imagino se siente un refresco en el congelador segundos antes de explotar

Entramos a la mansión pero apenas si escuchamos un par de canciones mi chica y yo pedimos un Uber. Había matado la noche. Salí con la cola entre las patas. De camino yo creo que se me cortó el ácido porque comencé a pensar en lo sucedido. El Seven tiene cámaras pero el aviso y la respuesta de la policía no es inmediata. Si nos interceptaron a dos calles es porque nos estaban observando. Sí, me tendieron un cuatro. Y caí redondito. Mi pinche sed de raterillo y el ácido me impidieron ver la pintura. La tira sabía que tarde o temprano entraría un pendejo como yo y no resistiría la tentación. Por eso toda la pantomima, aunque lo de la pistola había sido una exageración. Eso propicia que las cosas se salgan de control.

La negociación la hizo Johnston, si el del trato hubiera sido yo no les habría dado siete mil pesos. No podía pensar, pero si eso me volviera a ocurrir optaría porque me llevaran con el juez. Seguro pagaba menos de dos mil pesos y estaba fuera. Pero así como yo se las he aplicado a muchas tiendas departamentales y en general a todos los que han sido mis surtidores, aquella noche los polis me hicieron su cliente. Y todavía me advirtieron que no escribiera nada de esto.


Imagen de cabecera, CC Phil Whitehouse