LiteNatura es la serie de artículos de Gabi Martínez en Altaïr Magazine. Un espacio abierto a textos literarios que cedan el protagonismo al territorio y la naturaleza.


Los gusanos de Tinker Creek adoran a Annie Dillard. Como también la veneran los ciempiés, las termitas, los piojos. Quién lo iba a decir, cuando llegó con veintiséis años a este rincón de los Apalaches para recuperarse de una durísima neumonía, aún desprendiendo algo de ese olor premoribundo que fascina a Señor Gusano.

Los bichos del lugar cuentan que la firme intuición de su muerte concedió a Annie una madurez y dureza inasequibles a la mayoría de sus contemporáneos. Y que, gracias a eso, y al brío y el atrevimiento de la juventud, y a su talante de poeta, escribió una obra que asombra aún más al conocer la edad que tenía al publicarla: ¡Veintinueve!

Señor Gusano perdió un bocado tierno pero asegura que, a cambio, Annie —así la llama— ha revestido de una nueva dignidad a su especie y a otros bichos generalmente menospreciados.

—Cómo no me iba a leer el libro —dice Gusano—: esa mujer me dedicó más atención que todos los humanos que yo haya conocido.

—No serán muchos, porque en estas montañas…

—¡Los que sean! Annie me dedicó una atención incomparable.

A Señor Gusano le encanta que el libro empiece con una chinche gigante succionando a una de esas ranas que tienen siempre las mandíbulas llenas de libélulas. Dice que esa estampa inicial advierte sobre la inusitada visión que Annie Dillard va a ofrecer de la naturaleza en este libro singular e inolvidable.

Señor Gusano perdió un bocado tierno pero asegura que, a cambio, Annie —así la llama— ha revestido de una nueva dignidad a su especie y a otros bichos generalmente menospreciados

«Tenemos que ampliar las miras para abarcar todo el paisaje», dice la de Pittsburgh al poco de emprender la exótica exploración de un entorno que, pareciendo alucinante, no solo es real sino muy cercano. Señor Gusano reconoce que, en invierno, con el frío que hace en las montañas Blue Ridge de Virginia, numerosos seres insignificantes como él permanecen, además, aletargados. Pero gente como Annie sabe identificar la vida más invisible, y poner el foco sobre muchos seres tan omitidos como fundamentales le permite desarrollar una moderna filosofía de lo pequeño y perenne que plasma con lúcido encanto. Siguiendo los arroyos Tinker o Carvin, explorando los montes Tinker, Brushy o de paseo por las lomas de McAfee y Dead Man, escribe sentencias con eco, llamadas a perdurar, a cruzarse en el tiempo con las que un día pronunciaron grandes como Henry David Thoreau o John Muir. Y esta impresión es compartida por los jurados que le otorgaron el Pulitzer de Ensayo o distinguieron Una temporada en Tinker Creek entre los cien mejores ensayos del siglo XX.

Señor Gusano afirma haber desconfiado de ella al principio, «cuando no sabía muy bien qué pretendía. Se fijaba en los insectos en lugar de, no sé, las píceas, que están por todas partes». El libro explica que, desde niña, Dillard educó a su mirada para detenerse en piedras, troncos, hoyos, en la abeja que moría a manos de una avispa que a su vez devoraba la mantis. Como adulta seguiría indagando en las dinámicas de lo silvestre y minúsculo, descubriendo claves de la evolución en seres imprevistos, subterráneos, olvidados o apartados por el hecho de ser nimios, desagradables u «hórridos», como ella misma adjetiva en ocasiones.

—Me di cuenta de que ¡nos miraba a nosotros! —exclama Señor Gusano—. Al leerla he entendido que Annie quería demostrar que «marginal» es un concepto exclusivamente humano. Aquí todos aportamos algo esencial y compartimos el mismo objetivo: sobrevivir.

Así, Dillard desenvaina su varita para tocar al espanto de turno y transformarlo en protagonista de escenas imborrables, ilustrándonos filosófica y sentimentalmente sobre las posibilidades de lo extraño.

Desacomplejadamente cruda, al igual que el mundo exterior que perfila, Dillard todavía se ve en los tupidos bosques de robles persiguiendo la inocencia «como una perra cazadora». O recurre al microscopio para observar la vida a cualquier escala y así ofrecer una mirada aún más integral, «más amplia», del paisaje que retrata y crece y crece a cada línea, majestuoso, brindando imágenes, dudas, invitaciones, retos, con una intensidad alta y constante que, sin embargo, no cansa.

Desde niña, Dillard educó a su mirada para detenerse en piedras, troncos, hoyos, en la abeja que moría a manos de una avispa que a su vez devoraba la mantis

Dillard es magnífica desde la rotundidad del presente, desde un ahora absoluto que desgrana con frases que resuenan como campanas y que a señor Gusano le hicieron pensar «en la perdurabilidad de los pasajes bíblicos y en los versos que recitan los paseantes del bosque».

Atendiendo a lo diminuto, la estadounidense despliega una mirada global que incluye los miedos e ilusiones de unos humanos que a menudo aparecen al fondo.

—A las orugas —dice el Gusano— no les ha sentado muy bien que las utilice para criticar lo gregarias que son las personas pero, qué quiere que le diga, comparto plenamente lo de su «estupidez abisal». Annie no se casa con nadie.

Señor Gusano concede todo el crédito a su exvecina porque, por ejemplo, él mismo puede corroborar que «el gusano cola de caballo y la termita procrean como Annie cuenta, así que me creo a pies juntillas sus explicaciones sobre cómo se lo montan el percebe y el pulgón».

—¿Observas a menudo a las termitas haciendo sexo?

—No sé. Están ahí.

Mi cilíndrico interlocutor se muestra sorprendido por la pregunta. Es lo que tenemos los lobos, que de tanto estudiar al hombre para evitarlo, a veces creemos que el resto de seres vivos también gastamos moral. Pero estoy en medio de la Naturaleza, que no juzga, y por tanto no considera escabrosos ni macabros ni repugnantes los ciclos reproductores de algunos animales ínfimos que sencillamente habitan otro nivel del mundo que compartimos. Al fin, todos somos engendros monstruosos en la normalidad de un mundo amoral. Comprenderlo debería tranquilizar a los hombres. O, al menos, liberarlos de ciertas presiones.

«La naturaleza parece regocijarse en una radicalidad, un extremismo y una energía desbordantes», dice Dillard, siempre inclinada a detectar tensiones y acción en los lugares de apariencia más monótona. Más que del espacio, habla de la vida que lo ocupa, sin dar demasiadas señas concretas. Y, sin embargo, sales del libro conociendo Tinker Creek y, de algún modo, los Apalaches del sur. Ahora, yo podría recorrer las formaciones graníticas que llevan al no tan lejano Monte Michel, la cima del este estadounidense, guiado por la atmósfera que recrea Dillard, y es común a la región.

Atendiendo a lo diminuto, la estadounidense despliega una mirada global que incluye los miedos e ilusiones de unos humanos que a menudo aparecen al fondo

Digamos que esta mujer sabe cómo entretenerse, ve alicientes también, o aún más, en los rincones oscuros, y las dinámicas animales la han acercado a una clase de verdad que le induce a repeler sin contemplaciones muchas máscaras y almohadillas de la educación humana: «Los ositos de peluche deberían venir cosidos con pequeños piojos de oso», propone en uno de esos arrebatos que remiten a viejos cascarrabias o a provocadoras artistas plásticas. Y esto último es lo que de algún modo es. Una artista que tira de las costuras de la sociedad para, a base de ideas fuerza, animarnos a repensarla.

«Me encantan los pequeños casos —lee Señor Gusano en voz alta—, los diez por ciento, el caso de los bichos barrenadores reales, de los gusanos sigilosos cubiertos de cutícula —sonríe—, de los meloidos, esquistosomas y ácaros. Pero hay muchas maneras de recopilar datos y es fácil pasar por alto algunas cuestiones. El caso es —dice Van Gogh— que somos artistas de la vida real y lo importante es respirar tan fuerte como podamos».

De modo que ahí está Dillard, respirando a bocanadas más maravillosas de lo que tanto insecto y parásito puedan insinuar a los legos. Creando. La creación es la diana a la que siempre apunta, un espacio donde quiere vivir. Fue el instinto creador el que la llevó a dar con esta original revisitación de los libros sobre naturaleza, una obra fiel al espíritu de sus mayores pero también alternativa y donde amortiza como nadie lo que le proporcionaba su época.

—Yo creo —dice el Gusano— que sin las nuevas tecnologías no habría podido acceder al flujo de los cloroplastos, o al conocimiento meticuloso del plancton y el permafrost.

Estamos de acuerdo. Como cualquier criatura básica, Dillard interpreta lo que tiene y lo procesa a su favor, cuajando en Una temporada en Tinker Creek un clásico del pensamiento sobre naturaleza, un Thoreau del siglo XX, porque fue entonces (1974) cuando lo escribió aunque llegue ahora a esta España que intenta desperezarse de su largo y antiecológico sueño.

«Una seta puede romper el suelo de cemento de un sótano», afirma Dillard, Annie. Pero cuando señor Gusano se entusiasma es al comentar «las dificultades de las mariposas papilio tigre para proteger sus colas de los picotazos de las aves. Eso lo he visto yo». Pruebas de vida global que ayudan a que la autora enmarque la naturaleza de su propia especie: «Nosotros, pequeños grumos de tejido suave». Y a entender mejor sus pulsiones: «Quizá no necesite una lobotomía pero podría utilizar algún medio para serenarme, y el arroyo es el lugar propicio». Porque al final es ella, por supuesto, también ella, quien se explora a través de esas presuntas insignificancias en las que se ve siempre, de algún modo, representada: «Soy la superviviente raída y mordisqueada de un mundo caído y me las arreglo bien. Envejezco y me comen, aunque yo también he comido. No estoy limpia ni soy bella ni tengo el control de un mundo brillante donde todo encaja, pero en cambio estoy deambulando sorprendida sobre un fragmento de madera, vestigio de un naufragio, al que he venido a cuidar, cuyos árboles roídos exhalan un aire delicado, cuyas criaturas ensangrentadas y llenas de cicatrices son mis compañeras queridas, y cuya belleza palpita y brilla no en sus imperfecciones, sino a pesar de ellas, de un modo sobrecogedor, bajo las nubes rasgadas por el viento, aguas arriba y abajo».

—Es una artista—, dice Señor Gusano, antes de admitir que le gustaría estar cerca cuando Dillard «se despida» para llevarse de una manera más física un buen pedazo de ella.

Lobo López


Imagen de cabecera, Biodiversity Heritage Library