Me pasa que me quedo en blanco a menudo, esto es, necesito una palabra, miro en mi cabeza y tropiezo con la nada. Creo que lleva tiempo sucediendo, me di cuenta hace unos meses, al final del verano. Es ridículo, una pasa su vida hablando y un buen día se descubre desconfiando de las palabras, mirándolas con el mismo recelo que una emplearía con alguien que no le cae muy bien.

Empiezo estas líneas en un aeropuerto secundario. Un asiento en el autobús que me ha traído hasta él cuesta más o menos lo mismo que un asiento en el avión a la ciudad de mi infancia. Todavía la llamo mi ciudad a veces, aunque ya no la siento así. El aeropuerto está en obras desde hace tres años, pero antes el exterior ya era gris y estaba desangelado. Cerca de la única puerta de embarque no hay pósters de palmeras que prometen la felicidad en otra parte y, a mi derecha, una pareja le quita el papel Albal al bocadillo y chica y chico muerden el pan. Reconozco sin esfuerzo el acento y el tono de voz.

Mi casa es mi casa, pero mi ciudad es Bruselas. Digo de ella que es el lugar en donde vivo y en donde me siento bien. No me atrevo a decirle mía, como si lo nuestro fuera un amor de verano o un desliz. Habitar esta ciudad quiere decir, para mí, trabajar en inglés, recordar en español y vivir en francés. Sin embargo, esta variedad lingüística no me ha dado una sobreabundancia de recursos, sino justo lo contrario. Las palabras me rehuyen, me dejan plantada, desnuda, en blanco.

Lo acepto porque yo tampoco me quedaría con quien cada día elige traicionarme.

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Paredes y suelos de moqueta: la textura de mi primera memoria del extranjero. Principios de los 90, tengo dos o tres años y mi padre hace un curso de inglés en Exeter. Mi madre, mis abuelos y yo nos reunimos con él la última semana. ¿Cómo llegamos hasta Inglaterra? El regreso lo recuerdo, fue en un coche o en un coche dentro de un barco. Pasé ese viaje de vuelta pidiéndole a mi abuela, la madre de mi madre, que repitiera un juego de manos en donde sus meñiques aparecen y desaparecen.

Habitar esta ciudad quiere decir, para mí, trabajar en inglés, recordar en español y vivir en francés

Extranjero es aquel que se adapta, escribe Nancy Houston en ‘Norte perdido’. Un extranjero es un migrante, un expatriado, un turista; pero un expatriado no es un turista y un migrante no es un expatriado. «La mayoría de la gente blanca niega que disfruta de los privilegios de un sistema racista» responde Mawuna Remarque Koutonin, editor de SiliconAfrica, a su propia pregunta en The Guardian: «¿Por qué los blancos son expats mientras que el resto de nosotros somos inmigrantes?»

Para muchas personas que no viven en su país, la discriminación es más severa y a veces mortal. Cuenta la inconformista Sylvia Molloy, argentina de padre irlandés y madre francesa en ‘Vivir entre lenguas’, que a aquellos que pasaban por la frontera dominicana a finales de los años 30 se les hacía decir la palabra ‘perejil’. La erre y la jota afrancesadas delataban a haitianas y haitianos, a quienes se negaba la entrada y, a veces, se mataba. «Dicen que así murieron entre quince y veinte mil personas, entre ellas también dominicanos que, si bien pronunciaban bien la palabra, tenían la piel oscura».

Quedarme en blanco es mi privilegio hoy. Lo es porque yo he elegido este lugar. Como cada decisión, ésta ha tenido algunas consecuencias. «Adquirir una segunda lengua anula el carácter «natural» de la lengua de origen y, a partir de ese momento, nada te es dado automáticamente en ninguna de las dos lenguas; nada te pertenece ya», escribe Houston.

Adquirir para que nada nos pertenezca, voilà el precio a pagar.

Nancy Houston es una escritora canadiense afincada en París. No es de Montreal o de Quebec, sino del trozo anglófono del gran norte y como ella, empecé a hablar francés en la edad adulta. Por hablar no quiero decir memorizar reglas gramaticales ni repetir diálogos ficticios con otro estudiante que, igual que yo, mira la hora y piensa en la cena. Mi cuerpo no aprende con la memoria, sino por imitación.

A aquellos que pasaban por la frontera dominicana a finales de los años 30 se les hacía decir la palabra ‘perejil’. La erre y la jota afrancesadas delataban a haitianas y haitianos, a quienes se negaba la entrada y, a veces, se mataba

Como escribe Molloy, «para sentirse cómodo, incluso locuaz, en otro idioma se necesita la inmersión total en lo extranjero y el olvido: que no queden rastros del home que se ha dejado atrás». En mi caso, los cursos de idiomas sirvieron para acumular certificados y mantenerme a salvo de esta especie de amnesia. Me resulta muy difícil habitar una lengua en los confines de un aula; necesito salir a la calle, exponerme a los malentendidos, estar incómoda, hacer el ridículo.

No sé si mi padre, hostelero, pensó que aquel curso en Exeter tendría algún tipo de aplicación práctica, pero no le imagino haciendo cosas sin esperar algo de ellas, algo que se pueda medir, sin otra razón que la belleza del gesto. Anyway, saber idiomas en la España de los 90 estaba bien visto. Años después de aquel viaje, mi padre siempre apoyó mi amor por ellos a su manera, es decir, a través de la obligación. Por ejemplo, un verano me mandó traducir resúmenes de libros en inglés. Yo acepté sin rebelarme, como un desafío y para ganarme su respeto, supongo. Me corrigió la tarea con un bolígrafo rojo: recuerdo que rodeó todos mis «de» que debían de ser «the». A los ocho años estaba segura de que mi padre era alguien muy sofisticado.

Qué extranjeros fuimos en Inglaterra me pregunto ahora: ¿aquellos que podían permitirse un curso de inglés o aquellos que no podían permitirse no saber inglés?

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Cuando pienso en mi infancia, pienso en la etapa más larga y estable de mi vida. Mi lugar en el mundo era una evidencia. Esto es algo que ahora miro con añoranza, pero guardo imágenes de mí pataleando y llorando en un sillón rojo y culpando a los demás, o sea a mis padres, de mi aburrimiento. «Tengo apatía», les decía, como si fuera una enfermedad. A partir de la adolescencia, cuando empezaron a sucederse los cambios en el cuerpo, los cambios de colegio, ciudad, trabajo, acento, idioma, el cambio ha sido la única variable estable.

Quedarme en blanco es mi privilegio hoy

Por supuesto, ni los monolingües ni quienes eligen quedarse en su barrio están al abrigo de la impermanencia. Para el monolingüe, escribe Molloy, «no hay sino una lengua desde donde se piensa un solo mundo». Los cambios para ellos tienen lugar en un paisaje que reconocen, que no se rompe. El exilio geográfico, en cambio, escribe Houston, «quiere decir que la infancia está lejos: que entre el antes y el ahora hay una ruptura».

Le pregunto por whatsapp a mi amiga Natalia Sánchez si también ella sufre de quedarse en blanco. Peruana y editora en un exitoso podcast, Natalia vive en Philadelphia. Me responde, cómo no, por audio:

«Hay días, muchos días en los que ambos idiomas crean una interferencia muy intensa, irrumpen el uno en el otro. Hay días en los que literalmente siento que no hablo bien ninguno de los idiomas. Eso es algo que me pasa ahora, después de cinco, casi seis años viviendo en el extranjero. Es algo que no me pasaba antes. Antes, mas bien, yo era hispanohablante y hablaba inglés de cuando en cuando».

«A veces me viene una palabra, cuando es la otra la que necesito. A veces surgen ambas, simultánea o sucesivamente. Pero a veces las cosas se complican y me tiraría de los pelos… »

Natalia se mudó a Estados Unidos tres meses antes que yo a Bélgica. Me encantaría asegurarle que nuestra condición es temporal, pero sigo leyendo a Houston y eso me retiene. Después de veinticinco años en París, la canadiense sigue considerándose una falsa bilingüe y describe algo muy similar a lo que nos pasa:

«A veces me viene una palabra, cuando es la otra la que necesito. A veces surgen ambas, simultánea o sucesivamente. Pero a veces las cosas se complican y me tiraría de los pelos… Hay palabras que simplemente se niegan, ya sea en la lengua materna o en la adoptada, a abrirse camino desde mi cerebro hasta mis labios, palabras que no encuentro nunca cuando las necesito».

Molloy, para quien aprender sus tres idiomas de niña fue «otra manera de romper con lo seguro», en lugar de falsedad habla de alteración, una palabra que también sugiere manipulación, irrealidad. «El bilingüe habla como si siempre le faltara algo, en permanente estado de necesidad (…) habla siempre alterado, alterado como se usaba el término por los años cuarenta para indicar que alguien no tiene completo control de sus reacciones». Los «vacíos del decir», precisa Molloy, no son vividos por todos los bilingües de la misma manera.

«El vuelo lingüístico directo, sin escalas, típico de la clase ilustrada, no siempre es tan cómodo para otros: así los trabajosos desplazamientos lingüísticos de los menos afortunados, los que viven entre un idioma postergado y otro idioma que no dominan del todo. Para ese pobre de la lengua no hay vuelo directo: hay incómodas, desconcertantes (y a menudo humillantes) escalas».

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El vuelo de regreso tampoco es fácil. Hace unos años empecé un nuevo trabajo, uno que sonaba importante y superficial. En una de mis visitas, mi padre me preguntó de frente «qué es exactamente lo que haces». Entendí en su tono de voz que no tenía malicia, sin embargo tuvo la virtud de ennervarme. En parte, supongo, porque había verbalizado la pregunta que yo misma me hacía a veces.

Pero sobre todo porque las palabras de allí no me sirven aquí.

Los vacíos del decir también aparecen cuando hablo mi lengua materna y se superponen a otros vacíos entre yo y mi padre. Estos no se instalaron de un golpe, más bien llegaron a golpes. Si pienso en las primeras señales me veo sentada en el asiento del copiloto del coche a los trece o catorce años, carretera al Pirineo. Sonaban canciones en inglés en la radio y mi padre me preguntaba su significado: preguntaba porque no las entendía. Yo le decía los títulos, él los repetía con un acento horrible y sílaba a sílaba como en un episodio de Muzzy. Me daba muchísima vergüenza. Podía habérmelo tomado a risa, pero era trágico ver a mi padre no pudiendo ser otra cosa que él mismo.

«El lenguaje no solamente es una forma de comunicar nuestra vida sino que también le da forma a nuestra vida», dice mi amiga Natalia. «Comunicarme en dos lenguas ahora es parte de mi identidad, en todo el sentido de la palabra. Da forma y comunica quien soy, cómo me siento, qué pienso en el sentido de mis valores, mis opiniones, mis reacciones ante las cosas».

Pero sobre todo porque las palabras de allí no me sirven aquí

«Lo imagino también como un proceso de pérdida y de ganancia constante. El lenguaje, yo creo que igual siempre es un poco así cuando vamos creciendo. Como cuando emigras y sientes que pierdes un poco de donde eres, pero ganas un nuevo lugar, creo que lo mismo pasa por el lenguaje».

Ahora que mi padre podría ser abuelo, me faltan palabras para sostener una conversación con él y, sobre todo, me falta mi universo adulto. Por ejemplo, ¿entenderá de qué le hablo si le describo los blancos en mi cabeza? Tengo poco y nada para darle y decirle ‘mira’ y estar segura de que vemos lo mismo. Yo reconozco su acento. Él no conoce el mío.

Lo mismo le ocurre a mi lengua materna. A veces siento que el español, el idioma desde el cual hablo otros, tampoco me reconoce como a su hija y en mis lenguas adoptivas, en donde mi vocabulario es más pobre, hablo como una niña. La paradoja es que cuando estoy en mi ciudad, Bruselas, no tengo infancia. Allí no tengo recuerdos de antes de mis 18 años. Cuando estoy en la ciudad que ya no es mía, solo tengo infancia y me tengo que traducir.

«El exilio es eso. Mutilación. Censura. Culpabilidad. Te comunicas con los demás apelando a la parte infantil de ti mismo o a la parte adulta. Nunca ambas a la vez» escribe Houston.

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En el aeropuerto de la ciudad de mi infancia siempre hay luz. Suele ser mi madre quien me trae y me despide. La relación entre mi padre y yo no ha sido sencilla, pero últimamente sostenemos un equilibrio y trato de llamarle, al menos, una vez al mes. Hace poco me habló de un nuevo curso de inglés revolucionario, «nena, una pasada», en donde los estudiantes primero aprenden el sonido de las palabras sin ver su forma escrita, de manera que casa es joum antes de ser home. Le pregunté si estaba pensando en apuntarse a esas clases y se rió.