«Asumid la carga del hombre blanco: no oséis rebajaros
ni clamar de viva voz por la libertad para disimular el cansancio; por todo lo que digáis, a gritos o en susurros, por todo lo que hagáis o dejéis, los pueblos hoscos y taciturnos
os juzgarán a vuestros dioses y a vosotros».

Kipling

 

«¡A los pies de la cruz donde murió mi Salvador, donde lloré al expiar mis pecados,
me ungieron con sangre el corazón
cantando alabanzas a nuestro Dios!».

Himno1

 

Durante el verano en que cumplí catorce años, sufrí una prolongada crisis religiosa. Empleo la palabra religiosa en el sentido ordinario, y arbitrario, de que descubrí a Dios, a sus santos y ángeles y su infierno abrasador. Y, dado que había nacido en un país cristiano, acepté a ese como el único Dios. Yo me figuraba que Dios existía únicamente entre los muros de una iglesia —de nuestra iglesia, de hecho— y también que Dios era sinónimo de seguridad. La palabra seguridad nos lleva al auténtico significado de la palabra religiosa tal y como la usamos. Por lo tanto, para expresarlo de una forma más precisa, durante el año en que cumplí catorce años, sentí, por primera vez en mi vida, miedo: miedo tanto del mal que había dentro de mí como del que había fuera. Lo que veía a mi alrededor en Harlem aquel verano era lo de siempre; no había cambiado nada. Pero, sin previo aviso, las prostitutas, los chulos y los mafiosos de la Avenida se habían erigido en una amenaza personal. Nunca se me había ocurrido que yo pudiera terminar como ellos, pero en aquel momento me di cuenta de que éramos fruto de las mismas circunstancias. Muchos de mis compañeros iban derechitos hacia la Avenida y, según mi padre, yo también. Mis amigos empezaron a beber y a fumar e inauguraron —al principio ávidos, luego quejosos— sus peripecias sexuales. Las muchachas, poco mayores que yo, que cantaban en el coro o daban clase en la escuela dominical, hijas de padres devotos, sufrieron ante mis ojos una metamorfosis increíble, cuyo aspecto más desconcertante no eran los incipientes senos ni los traseros torneados, sino algo más profundo y sutil que se apreciaba en sus ojos, su calor, su aroma y en la inflexión de su voz. En un abrir y cerrar de ojos, como los desconocidos de la Avenida, las muchachas adquirieron una distinción indescriptible y una presencia fantástica. Mi crianza, sumada a la abrupta incomodidad que me suscitaba todo aquello y al hecho de no tener ni idea de lo que mi voz, mi mente o mi cuerpo podían hacer a cada instante, me hacía sentir como una de las personas más depravadas de la tierra. No contribuía a mejorar las cosas el hecho de que aquellas devotas muchachas parecieran disfrutar de mis aterrorizados fallos, de nuestros lúgubres, inconfesables y atormentados experimentos, que eran al mismo tiempo tan fríos y tristes como las estepas rusas y muchísimo más tórridos que todos los fuegos del infierno.

No hacía falta tener una sensibilidad excepcional para acabar completamente destrozado por los incesantes y gratuitos peligros y humillaciones a los que te enfrentabas todos los días laborables a todas horas

Sin embargo, había algo más profundo y menos definible que esos cambios que también me asustaba. Era real tanto en los chicos como en las chicas, pero, de alguna forma, se presentaba con mayor intensidad en los primeros. A las chicas las veías convertirse en matronas antes de convertirse en mujeres. Empezaban a exhibir una resolución curiosa y de lo más aterradora. Resulta complicado precisar cómo se manifestaba: algo implacable en el rictus de los labios, algo clarividente (¿qué veían?) en los ojos, una nueva y demoledora determinación en los andares, algo imperioso en la voz. Ya no bromeaban con nosotros, con los chicos; nos regañaban con aspereza, diciendo: «¡Más vale que estéis pensando en vuestra alma!». Pues las chicas también veían las evidencias de la Avenida, eran conscientes del precio que tendrían que pagar por un paso en falso, sabían que necesitaban protección y que nosotros éramos la única protección posible. Entendían que su papel consistía en ser los señuelos de Dios, salvar para Jesús las almas de los chicos y amarrar sus cuerpos mediante el matrimonio. Pues empezaban entonces nuestros años tórridos y «Mejor es —aseguró san Pablo, que en otra instancia se describió, con extraordinaria y pasmosa severidad, como un hombre “miserable”— casarse que estarse quemando». Y yo empecé a percibir en los chicos una curiosa, recelosa y perpleja desesperación, como si estuvieran preparándose para el largo y riguroso invierno de la vida. Por aquel entonces yo no sabía qué era aquello ante lo que estaba reaccionando; me decía que se estaban abandonando. Así pues, el colegio empezó a revelarse como un juego infantil imposible de ganar, por lo que los chicos dejaban de estudiar y se ponían a trabajar. Mi padre quería que yo hiciera lo mismo. Pero me negué, aunque ya no abrigaba falsas esperanzas sobre la utilidad que podía tener para mí estudiar; ya me había topado con demasiados «manitas» con estudios universitarios. Mis amigos estaban «en el centro» del barrio, ocupados, según decían, «enfrentándose a la autoridad». Empezaron a preocuparse menos por su aspecto, por su vestimenta, por las cosas que hacían; te los encontrabas en algún portal en grupos de dos, tres y cuatro personas, compartiendo una jarra de vino o una botella de whisky, hablando, maldiciendo, peleando y a veces llorando: perdidos e incapaces de precisar qué era lo que los oprimía, aunque sabían que era «la autoridad», es decir, el hombre blanco. Y no parecía haber forma de apartar aquella nube que se interponía entre ellos y el sol, entre ellos y el amor y la vida y el poder, entre ellos y lo que fuese que quisieran. No hacía falta ser muy listo para entender lo poco que podías hacer para cambiar tu situación; no hacía falta tener una sensibilidad excepcional para acabar completamente destrozado por los incesantes y gratuitos peligros y humillaciones a los que te enfrentabas todos los días laborables a todas horas. Las humillaciones no se limitaban a los días laborables ni a los trabajadores; a mis trece años, al cruzar la Quinta Avenida camino de la biblioteca de la calle 42, un policía que estaba en mitad de la calle masculló cuando pasé por su lado: «¿Por qué no os quedaréis los negros en la parte alta de la ciudad, donde os corresponde?». Cuando tenía diez años —y, desde luego, no aparentaba más edad—, dos policías se divirtieron cacheándome, haciendo cómicas (y aterradoras) conjeturas sobre mi ascendencia y mi probable vigor sexual y, por si eso fuera poco, me dejaron tumbado de espaldas en un solar vacío de Harlem. Poco antes de la Segunda Guerra Mundial, y también durante la guerra, muchos de mis amigos se refugiaron en las Fuerzas Armadas, de donde volvieron todos cambiados, casi nunca para mejor, muchos destrozados y otros tantos muertos. Algunos se refugiaron en otros estados y ciudades, es decir, en otros guetos. Algunos se dieron al vino, al whisky o a la aguja y ahí siguen. Y otros, como yo, se refugiaron en la Iglesia. 

Parece haber una enorme confusión sobre este punto, pero no conozco a muchos negros deseosos de que los blancos los «acepten» y aún menos de que los quieran; lo único que queremos los negros es que los blancos no nos golpeen en la cabeza a cada instante de nuestro breve paso por este planeta

Pues la paga del pecado era visible por doquier, en todos los portales manchados de vino y salpicados de orín, en todos los ruidosos campanilleos de las ambulancias, en todas las cicatrices de los rostros de los chulos y las putas, en todas las indefensas criaturas recién nacidas en el seno de aquellos peligros, en todas las peleas con cuchillos y pistolas en la Avenida y en todas las funestas noticias: una prima con seis hijos que pierde la cabeza de repente y cuyos niños hay que repartir por aquí y por allá; una tía indestructible recompensada por años de duro trabajo con una muerte lenta y atroz en un cuartucho espantoso; el inteligente hijo de no sé quién que se destroza la vida de un disparo; otro que se mete a atracador y acaba en la cárcel. Fue un verano de atroces especulaciones y descubrimientos, pero aquellos no fueron los peores. Por primera vez, por ejemplo, el crimen se volvió real: dejó de ser una posibilidad y pasó a ser la única opción. Era imposible superar las propias circunstancias trabajando y ahorrando centavo a centavo; era imposible ganar trabajando tal cantidad de centavos y, además, el trato social dispensado incluso a los negros de mayor éxito demostraba que, para gozar de libertad, se necesitaba algo más que una cuenta bancaria. Se necesitaba una palanca, una ventaja, una manera de inspirar miedo. Estaba clarísimo que la policía nos azotaría y arrestaría mientras pudiera salirse con la suya y que los demás —amas de casa, taxistas, ascensoristas, lavaplatos, camareros, abogados, jueces, médicos y tenderos— jamás dejarían de usarnos, guiados por algún sentimiento humano de generosidad, como vía de escape para sus frustraciones y hostilidades. Ni la razón civilizada ni el amor cristiano iban a conseguir que esas personas nos trataran como imagino que querrían que las trataran a ellas; únicamente lo harían, o fingirían hacerlo, por miedo a nuestra capacidad de tomar represalias, lo cual ya era (y es) bastante. Parece haber una enorme confusión sobre este punto, pero no conozco a muchos negros deseosos de que los blancos los «acepten» y aún menos de que los quieran; lo único que queremos los negros es que los blancos no nos golpeen en la cabeza a cada instante de nuestro breve paso por este planeta. Los blancos de este país ya tienen bastante con aprender a aceptarse y quererse a sí mismos y entre ellos y, cuando lo consigan, que no será mañana ni quizá nunca, el problema de las personas negras dejará de existir, pues ya no será necesario.


Fragmento del libro, La próxima vez el fuego de James Baldwin (Capitán Swing, 2024)

Imagen de Cabecera, CC Kathy Drasky