Una historia sobre cómo el sistema esclavista español en Cuba —del siglo XVI a finales del XIX—, al deshumanizar a las personas negras, asentó el racismo hoy en la península ibérica. 


Decía «aquí se dejan los carritos de los niños» y me miraba. Decía «esta es el aula de los más pequeños» y me miraba. Decía «esta es la cocina» y me miraba. Decía «este es el patio más grande donde tienen más espacio para jugar» y me miraba. La directora de la guardería también me miraba cuando estábamos en silencio observando los diferentes salones que nos mostraba o cuando caminábamos por los pasillos. La seguíamos mi esposa y yo que cargaba en brazos a mi hijo de un año y seis meses. Hacía tan solo 72 horas que habíamos volado de La Habana a Barcelona. Buscábamos donde nos cuidaran al bebé por el día para que pudiésemos empezar a trabajar. Antes de marcharnos, después de decirle que nos encantaba la guardería y que, por lo tanto, decidíamos dejar a nuestro hijo en sus manos, la directora me miró y dijo: «no te preocupes, aquí hay otro niño igual».

La preocupación que asumió la directora sin que yo se la expresara, era el color de piel de mi hijo. En la guardería, que tenía una matrícula de 100 niños, solo había un negro más. Me pregunté si a los padres de los niños blancos que se matriculaban, la directora les decía: todo irá bien, aquí hay 97 niños iguales.

«No te preocupes, aquí hay otro niño igual»

Otro día noté que el profesor de mi hijo quería decirme algo. Estaba a menos de un metro de distancia y me miraba y me miraba y me miraba sin decir una palabra mientras otra profesora me entregaba la mochila de mi hijo. Las miradas me llevaron de vuelta al pasaje similar que tuve con la directora. Salí de la cavilación al percatarme que el profesor tomaba aire como quien se impulsa para abalanzarse. Luego escuché de su boca: «estamos buscando un padre… —y dejó así la frase, inconclusa, para no decir la palabra negro—, ya sabes que no hay muchos, para que se disfrace de Baltasar en el día de reyes».

Las opciones eran el padre del otro niño negro o yo. Pero el padre del otro niño, que ya había hecho de Baltasar el año anterior, no podía estar en la guardería el día de reyes porque trabajaba a esa hora.

«Pueden contar conmigo», dije, para evitar, si es que contemplaban esa opción, que le pintaran la cara a alguien, una práctica racista que se conoce como blackface y que ocurre en algunos lugares de España en esta fecha. 

«»Pueden contar conmigo», dije, para evitar, si es que contemplaban esa opción, que le pintaran la cara a alguien, una práctica racista que se conoce como blackface y que ocurre en algunos lugares de España en esta fecha». Imagen de Abraham Jiménez Enoa.

El día de reyes, la directora y unas profesoras nos llevaron a una oficina pequeña donde nos disfrazaron a mí y a otras dos madres que hicieron de los reyes Melchor y Gaspar. «Contigo terminamos rápido porque solo tenemos que ponerte el traje y no tenemos que taparte la cara», dijo la profesora que me vestía. Una de las madres se sumó a la conversación: «ojalá yo pudiera disfrazarme de Baltasar, es el rey que más me gusta porque es el que más miedo le da a los niños».

Y, efectivamente, Baltasar fue quien más miedo provocó. Los tres padres disfrazados de reyes nos sentamos en un trono improvisado. Cada uno portaba un saco en las manos donde los niños dejarían sus cartas con peticiones de regalos, además teníamos una cesta con monedas de chocolates para entregarles. Cuando empezó el desfile por delante del trono, muy pocos se me acercaron. Los que lo hicieron, fue desde la distancia, con recelo.

Al acabar la fiesta, solo entregué cinco monedas de chocolates, por lo que solo cinco de los 100 niños de la guardería dejaron sus cartas en mi saco. A dos de ellos los conocía: uno era mi hijo, la otra su mejor amiga del aula.

Pueden contar conmigo, dije, para evitar, si es que contemplaban esa opción, que le pintaran la cara a alguien, una práctica racista que se conoce como blackface y que ocurre en algunos lugares de España en esta fecha

Después de la fiesta, varios padres decidieron ir al parque infantil de la esquina para que los niños terminaran de gastar la energía del día antes de llegar a casa. Mi hijo y yo también fuimos. Parece que fue tan notable el miedo que provocó mi personaje de Baltasar, que escuché a la madre de una compañera de aula de mi hijo, decirle a otra: «yo también de pequeña le tenía miedo a los negros, es que aquí no hay tantos».

Ubiqué con la vista a mi hijo porque no lo tenía cerca: estaba rodeado de sus amiguitos blancos. Jugaba a lazarse en trencito del tobogán. Detallé a la mujer que dijo la frase. Era joven, debía tener unos cuarenta años a lo sumo. Quizás ese miedo debe estar provocado, pensé, por el hecho de que esta mujer creció en un lugar donde, durante toda su juventud, exhibieron en un museo a un hombre negro disecado como un animal salvaje.

Ocurrió en Banyoles, Cataluña. El negro estuvo expuesto detrás de un cristal en el Museo Darder de historia natural desde 1916 —hay historiadores que afirman que en 1917— hasta 1997. El hombre, del que se discute aún su lugar de muerte, Botsuana o Sudáfrica, tenía en su mano derecha una lanza, en su izquierda un escudo y vestía un taparrabo que más tarde fue cambiado por una faldilla corta. El resto del cuerpo estaba totalmente desnudo, un cuerpo negro que, al parecer, les seguía pareciendo demasiado claro al gusto de algún blanco y, por ello, le untaron una capa de betún a la piel para oscurecerlo aún más.

Publicidad de la época del Museo Darder de Banyoles. Imagen La Vanguardia.

Frank Westerman, autor del libro ‘El negro y yo’ que aborda esta historia que ojalá hubiese sido ficción, escribió después de descubrir este museo en 1983: «Su piel era de un tono negro casi inhumano. Yo ignoraba que hubiera personas tan oscuras y además tan bajas y tan escuálidas. El Negro era un hombre adulto, de solo piel y huesos, que me llegaba al codo. No me hallaba en un museo de cera. Era un ser humano que había sido desollado y rellenado como se disecan los animales».

Según Westerman, «el negro de Banyoles», como se le conoce «cariñosamente» a este hombre sin identidad, fue desenterrado por el francés Jules Verreaux cerca de Ciudad del Cabo, Sudáfrica. Verreaux presenció en 1831 el funeral de un guerrero setsuana —una lengua hablada en Sudáfrica, Botsuana, Zimbabue y Namibia— y más tardé robó su cuerpo para conservarlo. El «naturalista» francés lo «inmortalizó» minando su cuerpo de alambres, madera, papel de periódico, algodón y quién sabe qué más.

De África el negro fue trasladado como un trofeo hasta una galería en la Rue Saint-Fiacre, París. Medio siglo después, en 1888, llegó a Barcelona de la mano del veterinario Francesc Darder quien lo incluyó en su colección personal que luego donaría al ayuntamiento de Banyoles. Y de Cataluña salió a regañadientes en el 2000, gracias a que la competencia de remo de los Juegos Olímpicos de 1992 se realizó en Banyoles, lo que provocó que el negro expuesto en el museo llegara a la prensa y otro negro, el doctor Alphonse Arcelin, a quien los ciudadanos de Cambrils, un municipio a 183 kilómetros de distancia de Banyoles, evitaban sus consultas por ser negro —como los niños de la guardería de mi hijo a mi personaje de Baltasar—, sintió indignación al leer semejante espanto.

7.300 vecinos de Banyoles firmaron una petición que reclamaba la pertenencia del negro

Alphonse Arcelin emprendió una larga y desgastante campaña de denuncia que ganó, casi una década después, con el retiro de la pieza de museo. La historia de su lucha está recogida en El negro y yo, además de la postura de muchos ciudadanos de Banyoles donde 7.300 vecinos firmaron una petición que reclamaba la pertenencia del negro. Westerman lo narra así en su libro: «Obreros de la construcción llevaban camisetas contra la retirada del Negro, y señores distinguidos se colocaban una insignia en la solapa. En Semana Santa uno de los reposteros más renombrados de Barcelona adornó el escaparate de su negocio con un Negro de chocolate de cinco kilos; poco después comenzaron a venderse en Cataluña cajas de bombones con la efigie del Negro».

Finalmente, el 5 de octubre de 2000, el cráneo y unos pocos huesos de este hombre —su piel quedó en Madrid: ¿para ocultar la capa de betún?— fueron enterrados de vuelta en Botsuana, lugar del que, según Westerman, no había sido desenterrado la primera vez, sino de Sudáfrica.

Alphonse Arcelin emprendió una larga y desgastante campaña de denuncia que ganó, casi una década después, con el retiro de la pieza de museo. Imagen El Periódico de Catalunya.

Como sociedad no debe ser fácil naturalizar semejante crueldad. Por eso la madre de la compañera de aula de mi hijo, que debe haber superado su miedo de pequeña a los negros al percatarse que no somos salvajes como nos han exhibido en los museos, como lo demuestra el hecho de que, mientras expresaba su antigua turbación, yo estaba parado en el parque muy cerca de ella sin lazármele a la yugular para descuartizarla, debe sentirse incómoda al relacionarse con personas que no son blancas y europeas. A esta idea hay que sumarle el hecho de que cada 12 de octubre desde 1987 el gobierno de su país celebra su fiesta nacional.

El «descubrimiento de las Américas», una idea colonial que todavía hoy 2024 aparece reflejada con esas mismas palabras en muchos de los principales medios de comunicación españoles

Una fiesta que, según la ley, «tiene como finalidad recordar solemnemente momentos de la historia colectiva que forman parte del patrimonio histórico, cultural y social común, asumido como tal por la gran mayoría de los ciudadanos». Una fiesta que se celebraba mucho antes de ser ley, desde 1892 cuando le llamaron «Día de la hispanidad», y cuyo motivo fue festejar los primeros 400 años del «descubrimiento de las Américas» —1492—. Una idea colonial que todavía hoy 2024 aparece reflejada con esas mismas palabras en muchos de los principales medios de comunicación españoles —El Mundo, Onda Cero, Marca, 20 minutos, El Confidencial, As, El Periódico de España, El Español, entre otros—, pues, como dijera el historiador mexicano Miguel León-Portilla, de ese modo asumen que «los indígenas del continente que habían permanecido desconocidos para los europeos, sólo entran en escena cuando ocurre que son descubiertos, son conquistados, son cristianizados y son colonizados».

Ese «descubrimiento», al que también en algún momento del siglo XIX le llamaron «Día de la Raza» de manera conmemorativa, provocó la muerte de 56 millones de personas lo que representa el 90 por ciento de la población de la América de la época, según cálculos del University College of London. Este genocidio es el segundo suceso más mortífero de la historia de la humanidad, solo superado por los 80 millones de muertos en la segunda guerra mundial.

Ese «descubrimiento» provocó la muerte de 56 millones de personas lo que representa el 90 por ciento de la población de la América de la época

Por tanto, los que podríamos sentir animadversión somos los americanos, los negros y no los blancos españoles —me refiero a los que sienten resquemor con nuestra presencia— quienes, para colmo, en vez de sentir vergüenza y arrepentimiento por semejante crimen, celebran la fecha con un desfile militar en el que un hombre se lanza en paracaídas desde las alturas de Madrid enarbolando la bandera de España, en el que se disparan balas salvas al cielo, en el que marchan las fuerzas armadas con su caballería y escuadrones militares, después que aviones atraviesan las nubes dejando su rastro en rojo y amarillo, los colores de la bandera española.

***

En 1916, el año que el Museo Darder comenzó a exponer a un hombre negro dentro de su colección, nació mi bisabuela Lázara en La Habana. En la misma ciudad, 72 años más tarde nací yo. Ella un 17 de diciembre, día que se celebra la devoción por San Lázaro en Cuba, de ahí su nombre. Yo un 16 de diciembre. Por eso en las vísperas de San Lázaro de 1988, mi bisabuela Lázara rezaba para que mi madre diera a luz el día siguiente y, de esa manera, llamarme Lázaro. Pero mi madre se puso de parto cuando faltaban tres horas para acabar el día. Me llamaron Abraham, el primer nombre de mi padre y del personaje que aparece en el Evangelio de San Lucas, a quien le entregan el cuerpo de un mendigo llamado Lázaro. 

Mis padres se divorciaron cuando llegó la mitad de la década de los 90. Por lo que me fui a vivir a una casa donde había tres generaciones de mujeres: mi madre, mi abuela y mi bisabuela. Parte de los recuerdos de mi infancia son los recuerdos de mi bisabuela Lázara. Sus reminiscencias, sus añoranzas, sus dolores, que, balanceándose en un sillón de madera, me contó.

Esas historias no eran vivencias suyas, eran especies de patakíes. En la religión yoruba, el patakí es una parábola cuya trama deja una enseñanza o una filosofía de vida. Su padre, mi tatarabuelo Bartolo, de niño había escuchado esas historias de la boca de su madre. Y, de ese mismo modo, se las relató a mi bisabuela Lázara.

Parte de los recuerdos de mi infancia son los recuerdos de mi bisabuela Lázara. Sus reminiscencias, sus añoranzas, sus dolores balanceándose en un sillón de madera

Mi bisabuela Lázara no conoció a su abuela. Ni siquiera vio una foto. Tampoco supo su nombre. Lo único que llegó a saber, por mi tatarabuelo Bartolo, fue que nació en Nigeria y vivió allí hasta que unos españoles le robaron su vida. La raptaron, la encarcelaron, la esclavizaron, la subieron a un barco que atravesó el océano Atlántico, la vendieron a otra familia española asentada en el siglo XIX en Cienfuegos que era propietaria de plantaciones de azúcar donde la obligaron a realizar labores domésticas. Le otorgaron un nombre. Un nombre blanco. Así pensaron que enterrarían al africano, al nigeriano, al nativo.

Mi tatarabuelo Bartolo, que tuvo la dicha de nacer en un cuartucho de criados por el «status» de su madre y no en un barracón —lugar donde pasaban la noche, amontonados en condiciones infrahumanas, la mayoría de los esclavos de la plantación—, le contó a mi bisabuela que su madre solo compartió su verdadero nombre con él. Era una declaración de principios ante sus captores: blanco, no podrás llevarte todo de mí. Lo explica Fernando Ortiz, historiador y antropólogo cubano: «el nombre formaba parte del mundo místico y material, y de la existencia».            

En la religión yoruba, el patakí es una parábola cuya trama deja una enseñanza o una filosofía de vida.

Mi tatarabuelo Bartolo, según mi bisabuela Lázara, era muy pequeño cuando dejó de ver a su padre para siempre. El hombre era un sirviente nigeriano, a quien también habían esclavizado y transportado de África al Caribe. Un día escapó de la plantación. Más nunca se tuvieron noticias suyas. Mi bisabuela Lázara decía que mi tatarabuelo Bartolo tenía la certeza de que su padre solo pudo tomar dos caminos: o se unió a los mambises que peleaban en la guerra contra España por la independencia de Cuba o murió en el mar intentando regresar a nado a su tierra.                      

El único recuerdo que le quedó a mi tatarabuelo Bartolo de sus dos padres juntos, fue haberlos visto una noche, ante un pequeño cartoncito con la efigie de San Lázaro, arrodillados, con la frente de sus cabezas apoyadas en el suelo, con sus manos entrelazadas delante de una vela de cera encendida, rezando por mantenerse vivos, fuertes y unidos para regresar algún día, los tres, la familia, madre, padre e hijo, a la libertad, a Nigeria. Le contó mi tatarabuelo a mi bisabuela que esos rezos de sus padres no mencionaban a San Lázaro, sino a Babalú Ayé.

«El nombre formaba parte del mundo místico y material, y de la existencia»

San Lázaro y Babulú Ayé son deidades, una del catolicismo, la otra del mundo yoruba, que se celebran el 17 de diciembre. Ambos personajes resucitan en sus historias. Lázaro era un mendigo y leproso. Babalú tenía el cuerpo minado de llagas que lamían un pequeño sequito de perros, vestía con harapos y caminaba con muletas. Todas estas coincidencias permitieron que los padres de mi tatarabuelo Bartolo siguieran venerando a su santo de manera clandestina —porque sus esclavizadores les prohibían practicar su religión— bajo la apariencia de la figura católica. Fue el recurso al que tuvieron que aferrarse para salvar su fe, los entre 12 y 20 millones de africanos que fueron esclavizados y transportados a América durante los más de tres siglos de esclavitud —del XVI a finales del XIX—, según la Organización de Naciones Unidas (ONU) que declara este hecho como «el mayor crimen de lesa humanidad cometido en lo que se conoce como la edad moderna».

Cruzar el océano Atlántico tardaba de 6 a 10 semanas. «Los encadenaban al banco por el pie con unos grilletes, a la intemperie. Comían, dormían y hacían sus necesidades en el mismo lugar. De ahí no se movían hasta llegar a puerto. Se les afeitaba la cabeza para identificarlos. Recibían latigazos del cómitre», se lee en una de las exposiciones permanentes del Museo Marítimo de Barcelona.    

La ONU asevera que en la travesía murió el 20 por ciento del «cargamento de seres humanos». «En esta tragedia humana, la enfermedad y la muerte eran desenlaces habituales», sentencia la organización. En el epicentro de este crimen se encontró el Caribe. Hacia sus islas, afirma la ONU, se envió el 40 por ciento de todas estas personas como mano de obra esclavizada. Fueron explotadas fundamentalmente en las plantaciones de azúcar —como es el caso de mi familia— que poseían los colonos ingleses, franceses, neerlandeses, españoles y daneses.

Un comercio inhumano que prohibió el Reino Unido en 1807, lo cual provocó que 10 años después —1817—, tras una labor diplomática y el montaje de un sistema de policía marítima que buscaba interceptar los barcos de los países que fueron prohibiendo la trata ilegal de personas, los ingleses firmaron un tratado de prohibición en conjunto con España. Ese teórico final del tráfico de esclavos de España se estableció en 1820. Porque no fue hasta 1867 que la «ley de represión y castigo del tráfico negrero», creada por la Sociedad Abolicionista Española, selló el bárbaro comercio de africanos, no así la esclavitud que permaneció como práctica legal en territorio español.

En el epicentro de este crimen se encontró el Caribe. Hacia sus islas, afirma la ONU, se envió el 40 por ciento de todas estas personas como mano de obra esclavizada

Durante ese casi medio siglo en el que la trata era ya ilegal, los españoles esclavistas prosiguieron con su actividad. En Cuba, cuenta el historiador Martín Rodrigo en su libro «Un hombre, mil negocios. La controvertida historia de Antonio López, marqués de Comillas», desembarcaron 600.000 esclavos africanos. El libro desglosa la manera en la que López, uno de los hombres más ricos de España en el siglo XIX, gestó su  fortuna a partir del tráfico de esclavos. 

El historiador José Antonio Piqueras, autor de ‘Negreros. Españoles en el tráfico y en los capitales esclavistas’, opina que «una parte muy importante de la sociedad capitalista actual nació en ese momento, con esos capitales. Es un pasado reciente que en España permite una movilidad social, la creación de élites económicas, políticas, sociales que siguen vigentes».

Piqueras menciona varias familias ricas cuyas fortunas están manchadas de sangre: Goytisolo, O´ Farrill, Suárez Agudín, Ruiz de la Prada. No son las únicas. En el libro ‘Negreros y esclavos. Barcelona y la esclavitud atlántica (XVI-XIX)’ se encuentran otros apellidos: Carbó, Vidal-Ribas, Mas, Samà, Xifré.

«Una parte muy importante de la sociedad capitalista actual nació en ese momento, con esos capitales. Es un pasado reciente que en España permite una movilidad social, la creación de élites económicas, políticas, sociales que siguen vigentes»

Amnistía Internacional reconoce que esta barbarie, que supuso el enriquecimiento de España, fue «estimulado por la Corona».

Hace tan solo 154 años —1870—, según documentos del Archivo Histórico Nacional, España promulgó la «Ley de vientres libres». La disposición marcó el inicio del proceso de abolición de la esclavitud en las «Antillas españolas». La ley pretendió dejar en libertad a todas las personas nacidas «de madre esclava», «a los esclavos que hubieran servido bajo la bandera española o hubieran auxiliado a las tropas durante la insurrección de Cuba», «a los mayores de 60 años» y «a todos los esclavos que pertenecieran al Estado o estuvieran bajo su protección como emancipados». Pero la decisión no se concretó hasta 1873 en Puerto Rico y 1886 en Cuba, donde para ejecutarse hubo que legislar un decreto en 1880 firmado por el rey Alfonso XII que estableció el cese definitivo de la esclavitud en España, último país europeo en decidirlo.

Mi bisabuela Lázara me contó que la madre de mi tatarabuelo Bartolo murió unos días antes de que sus cautivadores españoles pusieran en libertad a todos sus esclavos. Estaba enferma. Dejó de respirar ante la mirada de su hijo que le ponía trapos mojados de agua en la frente para bajarle la fiebre de una enfermedad que desconocían.

Cuando mi tatarabuelo Bartolo fue declarado hombre libre, lo primero que hizo fue preguntar si existía algún lugar en Cuba donde veneraran a San Lázaro. La única iglesia está en La Habana, le respondieron. Viajó hasta el poblado Rincón, en Santiago de las Vegas. Prendió ante el altar una vela de cera que le ofreció un sacerdote en la puerta del Santuario. Puso sus rodillas en el suelo. Y le pidió al santo que sus ancestros descansaran en paz.

***

Vivo hoy en Barcelona, la ciudad a la que muchos esclavistas españoles —López, Carbó, Goytisolo, etc— decidieron regresar tras el fin de la trata de personas de África al Caribe. «Barcelona era ideal para reproducir los capitales adquiridos en Cuba», afirma el historiador Martin Rodrigo. Específicamente, el apartamento que rento, está ubicado en el barrio Eixample, un sitio que se construyó justo en ese momento y que significó una gran atracción para las fortunas que llegaban desde la isla.

Tomo un café en el barrio con Mabel Llevat, una cubana de 48 años que lleva 13 viviendo en Barcelona. Es investigadora de la memoria patrimonial colonial y pertenece al eje antirracista de Barcelona en Comú —plataforma ciudadana—.

«La esclavitud del siglo XIX tiene el peso de traer la revolución industrial a Barcelona y la ciudadanía tiene que entender que son beneficiados de ese estado de bienestar», dice Mabel, quien realizó una investigación sobre los españoles que se enriquecieron en Cuba en esa etapa a través de la explotación de los seres humanos y la naturaleza, a los que llama «masculinidades de frontera» y no «indianos» o «emprendedores» —como se les conoce en España—.

La colonia tenía un mayor desarrollo económico que la metrópolis. Tal es así que en la isla se construyó primero un ferrocarril, de La Habana a Güines en 1837. En la península ibérica no sucedió hasta 11 años después

Este período que estudió Mabel, en el que Cuba pertenecía a España, estuvo marcado por el hecho de que la colonia tenía un mayor desarrollo económico que la metrópolis. Tal es así que en la isla se construyó primero un ferrocarril, de La Habana a Güines en 1837. En la península ibérica no sucedió hasta 11 años después —1848—, de Barcelona a Mataró.

La investigación de Mabel se convirtió en 2018, un año en el que la presión social de varias organizaciones provocó que retiraran la estatua de Antonio López en Barcelona, en una ruta antirracista y anticolonialista. Una ruta que va en dirección contraria a la que suelen recorrer la mayoría de los turistas. Una ruta que intenta deconstruir un pasado que significa consternación y sufrimiento para los que lo padecieron y florecimiento y progreso para los que lo patrocinaron. Una ruta que nos muestra la Barcelona que todos deberían conocer.

La ruta

Es primera hora de domingo. Barcelona está soñolienta. Por las Ramblas, el corazón de una ciudad que recibió a 28 millones de turistas en 2023, se puede caminar plácidamente sin pedir permiso, sin tropezar con desconocidos, sin estar pendiente de los carteristas. Las latas de cerveza derramadas en el piso aún contienen bebida. El hedor a orine, que escapa de las columnas, está fresco. Pasan carritos limpiando las calles y las aceras con chorros de agua y escobillones. La noche recién ha acabado.

Una argentina, una pareja de chilenos, una catalana y yo somos los primeros en llegar. Esperamos a Mabel Llevat y a quienes se sumen a su ‘Ruta antirracista’. Suenan las campanas de una iglesia en el instante en el que nos pasa por el costado un escuadrón de turistas japoneses que son guiados por un hombre que lleva un silbato y una bandera. El hombre se detiene y les dice a las dos decenas de japoneses que tiene a su mando: «de aquí para adentro comienzan las calles pequeñas del centro histórico, la Barcelona más interesante». Los japoneses lo escuchan a través de auriculares.         

La investigación de Mabel se convirtió en 2018 en una ruta antirracista y anticolonialista. Una ruta que nos muestra la Barcelona que todos deberían conocer

Mabel llega y ya somos casi 20 personas. Es pequeña de estatura, pero impresiona su fuerza al hablar. Su voz retumba entre la estrechez de las paredes que nos rodean cuando pregunta —a los que no somos de Barcelona— si entendemos el catalán. La mayoría responde que sí. Empieza.

La ruta arranca en el medio de las Ramblas, en el Palau Moja, un majestuoso edificio neoclásico construido en 1774 que fue comprado un siglo después por Antonio López, marqués de Comillas, al regresar de Cuba. Hoy es la sede de la Dirección General del Patrimonio Cultural de la Generalitat de Catalunya. Dice Mabel sobre López: «Prendía puros con dinero. Pudo transnacionalizar todos sus negocios y fundó uno de los primeros bancos de Barcelona y la primera multinacional española. Los soldados españoles, que se incorporaban a la guerra en Cuba, viajaban en sus barcos. Toda esa riqueza nació del tráfico esclavista». 

Caminamos las Ramblas en dirección al mar. La ciudad ha despertado. Se nota la corriente de turistas que se mueve hacia todas partes. Los quioscos de suvenires están abiertos. Los vendedores ambulantes en acción. Todos seguimos a Mabel como corderitos.

Llegamos al Hotel 1898, la que fue la sede de la Compañía General de Tabacos de Filipinas, la primera gran multinacional española —fundada en 1881 por Antonio López—. «Estos hombres eran nuevos ricos, querían darse a conocer, por eso se asientan en el medio de las Ramblas», dice Mabel delante del edificio que todavía mantiene en su fachada la imagen del cuerno de la abundancia y de Hermes, dios del comercio, detalles que desarrolló el arquitecto Josep Oriol Mestres, quien fuera también el creador del monumento de Antonio López en Barcelona.

La próxima parada es el Palau Güell, un inmueble modernista de 1890 diseñado por Antoni Gaudí a pedido de Eusebi Güell, hijo de Joan Güell, traficante de esclavos en Cuba, y esposo de la hija de Antonio López. El edificio pertenece desde 1945 a la Diputació de Barcelona tras la donación de la familia a la institución con «la condición que se le diera un uso cultural».

 

Mabel está parada en plena Ramblas en la terraza de un bar que vende unas copas inmensas de licores de colores fluorescentes. No hay clientes. Así que Mabel se coloca entre varias mesas vacías, para desde allí, mirando al Palau Güell a unos metros de distancia, explicar que: «Eusebi Güell fue el mecenas de Gaudí, estaba en contra de la abolición de la esclavitud». Un camarero la escucha y estruja su rostro. Nos deja saber su molestia moviendo la carta del menú que está en nuestro costado. Nos quiere marcar un límite de movilidad. Mabel se percata de la incomodidad del camarero con su relato y le imprime a su voz más fuerza: «están documentadas todas las haciendas azucareras y los cafetales que tenía esta familia en Cuba, pero siempre se les mira con otros ojos». Tengo la sensación de que a Mabel no solo la escuchamos el camarero y nosotros, sino muchos de los turistas que en este instante pasean por aquí. Le pregunto a Mabel sobre la condescendencia con los Güell: ¿por lo que significa La Sagrada Familia y el Park Güell para Barcelona? «Sí», responde.    

Pasamos por delante del Liceo de Barcelona. «Es un lugar importante», dice Mabel y explica que los esclavistas querían lograr una ascensión social, se dejaban ver, a modo de pasarela, en sus palcos para ganar prestigio.

Llegamos al Palau Marc, actualmente sede del Departamento de Cultura de la Generalitat de Catalunya, que fue primero la casa del traficante Tomàs Ribalta y luego Banco de España. Nos cuenta Mabel sobre Ribalta: «era un pescador analfabeto de la Barceloneta que mandó a colocar en la fachada de su casa la imagen del trapiche, su barco y su chimenea, un hombre que firmaba con su huella dactilar». 

Camino hacia el último punto de la ruta, veo la estatua de Cristóbal Colón en el paseo que lleva su nombre. «El iniciador de esta crueldad», pienso mientras observó a los ocho leones de hierro que custodian el monumento repleto de turistas que se hacen fotos.   

Llegamos a una plaza en la calle Via Laietana. Este lugar de 1940 a 2022 llevó el nombre de Antonio López. Aquí estaba el monumento que fue bajado de su pedestal en 2018. Ahora la plaza se llama Idrissa Diallo

«Este es el único monumento que han quitado de la ciudad, hay muchos más que no deberían estar en pie»

El día de reyes de 2012, el senegalés Idrissa Diallo murió en el Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de Barcelona, un sitio de detención —hay 9 en España— cautelar y preventiva para personas que potencialmente serán expulsadas del país. Llevaba dos semanas retenido por haber ingresado a suelo español saltando la valla de Melilla —frontera con Marruecos—. Su fallecimiento se produjo en un hospital en condiciones no esclarecidas. Fue enterrado en un nicho anónimo del cementerio de Montjuïc. Las autoridades declararon que no encontraron a familiares de Diallo en España.     

«Este lugar de 1940 a 2022 llevó el nombre de Antonio López. Aquí estaba el monumento que fue bajado de su pedestal en 2018. Ahora la plaza se llama Idrissa Diallo». Imagen de Abraham Jiménez Enoa.

«Este es el único monumento que han quitado de la ciudad, hay muchos más que no deberían estar en pie», dice Mabel y señala —hacia el frente de la plaza— los primeros edificios que los comerciantes de esclavos compraron en Barcelona.

Termina la ruta con un llamado: «hay que revisitar la historia, no para crear culpas, sino por justicia reparativa».

***

«No hay reparación posible dentro de un sistema racista», me explica desde la pantalla de mi laptop Aída Bueno Sarduy, antropóloga cubana y profesora de la New York University, la Boston University y la Stanford University —entre otras—. Vive en Madrid desde 1991 y se ha especializado en la cultura de la diáspora africana en América Latina, la cultura negra y las relaciones interétnicas.

«Hay que revisitar la historia, no para crear culpas, sino por justicia reparativa»

La académica lleva un turbante —una pieza estilística que nació en la esclavitud y que las mujeres negras usan hoy como reivindicación de su identidad— del que brota la punta de unos dreadlocks.

«Yo entro en tu casa. Te robo todo lo que tienes. Saqueo todo. Y después te invito a partir de cero en la sociedad. Cada uno por su propio mérito, sin contar que yo tengo todo lo tuyo en mi casa». Así Aída Bueno describe el mundo postcolonial. 

La cuestión no termina en el expolio: «Paradójicamente, muchos de esos hombres analfabetos que salieron de España a América para intentar promoverse socialmente porque aquí no tenían nada, al llegar, por ser blancos, por ser europeos, se les abrieron las puertas. Ahora, aquí —España—, las personas que llegan con sus títulos universitarios, con posibilidades increíbles de aportar a este país, son menospreciadas y ninguneadas».

Me cuenta Aída Bueno a través de Zoom que un par de veces la han convidado a que sea miembro de partidos políticos en España. Se ha negado. ¿La razón? Me la explica mediante el relato de una reciente invitación que recibió de una diputada europea para integrar un espacio feminista.

«Leo que la única cuestión que hay para las mujeres negras, para las mujeres migrantes, es la revalorización del empleo doméstico. Les escribí una carta en la cual le dije que, obviamente, no puedo pertenecer a esa comunidad feminista. Porque si en el siglo XXI, el único proyecto que ellos tienen para las mujeres migrantes, es que sigan siendo empleadas domésticas, no puedo sumarme como pensadora negra. En mi agenda tiene una prioridad máxima que este país facilite la homologación de títulos a todas las mujeres migrantes que llegan aquí cualificadas y que acaban encerradas en una casa de por vida. Y lo segundo es que ningún proyecto, que vaya orientado al mejoramiento de las condiciones de las mujeres negras, sea dirigido por mujeres blancas».

«Porque si en el siglo XXI, el único proyecto que ellos tienen para las mujeres migrantes, es que sigan siendo empleadas domésticas, no puedo sumarme como pensadora negra»

Aída Bueno también es cineasta. Actualmente trabaja en su primer largometraje: la vida de Ana Borges do Sacramento, una esclava que en 1734 —en Brasil— realizó una acción judicial contra su ex dueño para mantener su condición de «libre» adquirida 16 años atrás. El cortometraje «Guillermina», estrenado en el festival de cine de Nueva Orleans, es su primer trabajo como realizadora. El filme transcurre entre los recuerdos de un niño blanco —español— que lo hacen viajar a su primera infancia cuando una mujer negra lo cuida.

Con «Guillermina», Aída intenta dinamitar una idea que no le parece «aceptable» y que «hay que enviar directamente a la basura»: «el racismo existe porque la gente no se conoce, porque la gente tiene miedo a la diferencia».

Dice Aída sobre la que es la esencia de su película: «Todos esos niños que se han criado amando a sus tatas negras, tienen en un momento dado que asumir su blancura y asumir esa blancura significa la discriminación racial».

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Las huellas del saqueo de América y la posterior instauración del sistema esclavista son imborrables. Desde entonces las víctimas cayeron en lo más hondo del ostracismo y los victimarios se hicieron más poderosos. Es imposible que el mundo regrese al lugar que estaba antes de la masacre. Porque la Historia terminó deshumanizando a unos y engrandeciendo a otros.

Es por ello que la madre de la compañera de aula de mi hijo dice que vive en un lugar donde no hay personas negras. Está en lo cierto y a la vez se equivoca. Se equivoca: porque en España, según los datos del Ministerio de Igualdad, viven entre 700.000 y 1.300.000 personas africanas y afrodescendientes —la sociedad civil africana asevera que son entre 1 y 2 millones—. Está en lo cierto: porque ella solo ve a esas personas negras en las noticias cuando los medios de comunicación —los pocos que cubren esta comunidad— los muestran llegando a las costas de su país en barcas de madera y no en sus vidas cotidianas, cuando se los topa en la calle empujando carritos de supermercado cargado con la chatarra que recogieron de la basura y que venden para poder sobrevivir, porque en el círculo en el que reside, en la guardería de su hija, en su trabajo, en el cine, en la televisión, en las galerías de arte, en el teatro, en el circo, en los museos, en los bares, en los restaurantes, en los festivales de música, en las discotecas, no encuentra a estas personas, lo que las convierte en invisibles. ¿Y por qué no las encuentra? Porque la mayoría de los afrodescendientes dedicamos nuestra vida a escalar la gigantesca montaña por la que nos han lanzado loma abajo, en cuya cima están los europeos blancos sentados sobre sus mesas servida con los privilegios que sus antepasados nos robaron.  

La mayoría de los afrodescendientes dedicamos nuestra vida a escalar la gigantesca montaña por la que nos han lanzado loma abajo, en cuya cima están los europeos blancos sentados sobre sus mesas servida con los privilegios que sus antepasados nos robaron        

Esa deshumanización —también— se instaló en el lenguaje: negro equivale a pernicioso. Un día negro es un día malo. El mercado informal, el mercado negro. El pago ilegal, pago en negro. Los escritores fantasmas, un negro. Si algo está por venir, por ejemplo, el futuro y no es bueno, el futuro pinta negro. Enfadarse, es ponerse negro. Si estás sucio, estás negro. A la liturgia que no es común, magia negra. Las burlas y comentarios crueles, humor negro. Una lista de gente o cosas malas, lista negra. Si trabajas mucho, trabajas como negro. Y así hasta el infinito. Lo que implica que muchas personas blancas siguen sosteniendo en su imaginario la idea de superioridad sobre el resto de los seres. Esa narrativa está bien viva. La Agencia de Derechos Fundamentales de la Unión Europea entrevistó a 562 personas negras que viven en España en 2023 y el resultado arrojó que el 37 por ciento padecieron episodios de discriminación racial. En un informe de 2022, la organización SOS Racismo registró 523 casos en territorio español.   

Mi experiencia en tan solo dos años en este país corrobora las cifras anteriores. Llevo tatuado el día que los dependientes de una tienda de electrodomésticos me escanearon con la mirada y luego, sin ni siquiera tomarlo en sus manos, decidieron no aceptar un billete porque decían que era raro. El día que un hombre me escucho hablar, en la terraza de un bar, y me dijo que «Barcelona es una puta porque acepta a los putos cubanos». El día que en el metro, con mi hijo en brazos, pedí un asiento y la señora, que me lo cedió, balbuceó: llegan aquí y solo saben joder. El día que un periodista me dijo «ya estamos así, acabo de pasar por una escuela y en el patio la mayoría de los niños eran de colores y los menos eran de raza pura». El día que entré a un mercado y escuché a mi espalda: síguelo que va con una bolsa. El día que en la calle una chica me preguntó: ¿te puedo tocar el pelo para ver cómo es? El día que caminaba por la acera y una pareja de jóvenes, que iba delante de mí, se detuvo en seco para dejarme pasar y luego escuché: «mejor déjalo que avance que no se sabe cuáles son peligrosos». El día que en las escaleras mecánicas del metro, un hombre que tenía por delante, se percató de mi presencia, me miró a los ojos y retiró su mochila de su espalda de forma brusca. El día que fui a pasar el control de seguridad para abordar un tren y, de toda la enorme fila, fue a mí a quien único le pidieron, además del billete electrónico, la identificación. El día que, leyendo la prensa con mis codos apoyados en la barra del café del barrio, un hombre me dijo «me permites» y se llevó a su mesa los periódicos que yo leía. El día que entré a una panadería con mi hijo y la dependiente exclamó un elogio: qué clarito te salió el niño. El día que vigilando a mi hijo, que daba vueltas encima del caballo de un carrusel, tres familias distintas en un lapso de 10 minutos intentaron pagarme sus tickets porque pensaban que yo era el que cobraba. El día que bajando las escaleras de casa con unos cartones, sin querer, toqué el timbre de un apartamento y cuando salí a la calle, desde un balcón, una señora me gritó: «aquí tenemos modales». El día que leí un cartel en la puerta del edificio donde vivo: «Cierra la puerta de tu apartamento de una manera civilizada y tranquila. No estás viviendo en las montañas, cuevas o favelas». El día que, a modo de chiste —de su parte—, un colega me alertó: «Solo te quieren por negro, no por tu escritura. No caigas en la tentación».

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Leo el título de una noticia en la página oficial del Ayuntamiento de Begur, municipio de Girona: «Sé el protagonista del cartel de la Feria de Indianos 2023». El texto sugiere la participación de «toda la población» en la decimotercera edición del «Concurso de Carteles de la Feria de indianos» e informa que el ganador se llevara 500 euros. La temática es «las familias indianas».

La festividad tiene 18 años de vida y goza de la publicidad de varias agencias de viajes que invitan a «revivir el espíritu de la antigua Habana y la época dorada de las colonias antillanas».

Busco en la web algunos diseños ganadores de los años anteriores. En 2012 eligieron un mapa de Cuba color pergamino con unos cubiertos encima de la isla: el cuchillo y el tenedor cruzados en forma de X y la cuchara en solitario. En 2013: una mujer negra de sonrisa constreñida que lleva un turbante rojo, una blusa roja y labios rojos sosteniendo un pastel de cumpleaños con un número 10 encima y dos velas encendidas. En 2016: dos señores blancos y dos señoras blancas, hechos a trazos puntiagudos, vestidos de época, una mujer negra con un trapo blanco en la cabeza que los acompaña, el mar en el fondo. En 2017: dos hombres blancos cargan una maleta y están rodeados por sacos de azúcar y café, plantas, una caja de puros, botellas y de una mujer negra vestida de sirviente que lleva una cesta en la cabeza. En 2019: un señor blanco de sombrero, saco y bastón camina de la mano de una señora blanca que lleva una sombrilla, otra señora blanca olfatea una flor, otra señora blanca riega unas plantas mientras otro señor blanco le sostiene una maceta, una mujer negra con un turbante blanco, una blusa blanca y un delantal blanco, sostiene en sus brazos un bebé blanco.

Viajo a Begur.

Feria de indianos           

Begur es un pueblo pequeño que no llega a los 4000 habitantes. Sus calles están limpias. Son estrechas, alargadas, algunas adoquinadas y se entrecruzan entre todas formando una especie de laberinto. En varias partes hay que subir y bajar escaleras. Tiene placitas. La mayoría de las casas tienen sus ventanas a ras de vista.

Hay miles de personas en el centro de Begur a las que parece que les ha caído desde el cielo varias toneladas de cal. Están todos vestidos de blanco. De arriba abajo. Están impolutos, pulcros, con sus guayaberas, con sus trajes de lino, con sus sayuelas largas, con sus blusas de encaje, con sus sombreros. Llevan, además, atuendos llamativos que resaltan sobre su ropa blanca, sobre sus pieles blancas. Collares, flores, pañuelos. De colores sugerentes. Que le cuelgan de los bolsillos, de los cuellos, de las cabezas. Muchos llevan la bandera cubana en las manos. Algunos la ondean.

Collares, flores, pañuelos. De colores sugerentes. Que le cuelgan de los bolsillos, de los cuellos, de las cabezas. Muchos llevan la bandera cubana en las manos. Algunos la ondean. Imagen de Abraham Jiménez Enoa.

Le pregunto a un grupo de siete personas que está detenido en una esquina: por qué visten así. Porque así viste la gente en Cuba, responde un hombre. Le pregunto: ¿usted ha estado en Cuba? No, pero eso es lo que se dice. Yo soy cubano y le digo que así no viste la gente en Cuba, le aclaro. Una mujer, que está al lado del hombre, lo toma de la mano e interviene como método de rescate: yo sí he estado en Cuba y si vi a cubanos vestidos así. Vuelvo a aclarar: seguramente los que vio vestidos de blanco eran Iyawó, sacerdotes que se acaban de iniciar en la religión yoruba y visten así durante su primer año religioso para depurarse. «Seguramente», repite la mujer antes de comenzar a caminar junto al grupo que se aleja de mí.

Me apoyo contra una pared y me quedo estático durante varios minutos. Veo pasar a mucha gente por delante. Me sigue llamando la atención que todos, absolutamente todos, van vestidos de blanco. Están contentos, alegres. Están disfrutando su día. Están de fiesta. Hay puestos de comida cubana por todas partes, música en altoparlantes, bebida, mercados de bisutería, de suvenires cubanos.

Me pierdo dentro de unos pasadizos empedrados. Creo que me he alejado del centro del pueblo. Durante un rato camino sin encontrarme a ningún blanco vestido de blanco.

A varios metros de mí, una mujer negra con un vestido morado pasa fugaz por una esquina. Me asomo y no veo a nadie. Camino una, dos, tres cuadras y tampoco la encuentro. Siguiendo su rastro, me topo con el Centre d’Interpretació dels Indians de Catalunya-Begur.

Me pierdo dentro de unos pasadizos empedrados. Creo que me he alejado del centro del pueblo. Durante un rato camino sin encontrarme a ningún blanco vestido de blanco

En la entrada hay un barco de cartón. Una familia posa ante un Smartphone simulando que navegan. Gritan al unísono antes que el flash les explote en los rostros: «¡Hacia las Américas!». De unos bafles sale la voz de una mujer: «es como que aparezca un planeta nuevo, todo el mundo quiere irse allí». Es Anna Castellvi, una señora que se identifica como coordinadora de la Red de Municipios Indianos. Está sentada en un patio dando una charla, micrófono en mano, sobre «el legado de los indianos que fueron a Cuba a hacer fortuna». Dice Castellvi que a estos hombres, a su regreso triunfal, les llamaron «americanos».

Al costado del patio está la puerta de acceso al Centro de interpretación. Entre el Ayuntamiento de Begur y la Diputació de Girona se gastaron 190.000 euros para crear este espacio que romantiza un horrible período histórico de sufrimiento para los verdaderos americanos.

Lo primero que se lee en las paredes del recinto es que «a lo largo del siglo XIX, más de 500 bagurenses atravesaron el Atlántico en busca de fortuna en el continente americano» y, sin pudor, confirman que «gracias a los que regresaron» cuentan con «un legado indiano con un alto valor histórico y arquitectónico» que convierte a Begur en «una capital indiana por excelencia».

Entre el Ayuntamiento de Begur y la Diputació de Girona se gastaron 190.000 euros para crear este espacio que romantiza un horrible período histórico de sufrimiento para los verdaderos americanos

Hay referencias a Antonio López. Hay, en una habitación oscura, un capitán de un navío que desde una pantalla habla de «nuevo mundo», de Cuba como «la perla del Caribe». El capitán nos invita a «acompañarlo en el viaje» y «conocer el interior de los barcos transatlánticos». Hay un artefacto digital interactivo que te permite viajar en el tiempo y lucir como «un indiano», con sombrero, guayabera, trajes y vestidos de la época. Después de seleccionar el atuendo de tu gusto, el artefacto permite retratarte y llevarte a casa, para siempre, el histórico recuerdo.

A unas callejuelas del Centro de interpretación, la fachada de una casa tiene un cartel escrito a mano: «Nada que celebrar». Sobre el cartón también hay dibujados unos grilletes. Aquí vive Itzel Sanclemente, una historiadora de moda de 26 años que es activista ecofeminista decolonial en Joves Ecosocialistes.

Caminando hacia un café, Itzel lamenta: «este festival podría ser un encuentro decolonial, podría ser reconocido por su transparencia, estar enfocado en una reparación o en la descolonización». Su pensamiento es que existe en España «una nostalgia hacia la colonia» y que aún no hay una conciencia para comprender que «el esclavismo y el extractivismo subdesarrollaron territorios y grupos raciales hasta el día de hoy».

Itzel Sanclemente. Imagen de Abraham Jiménez Enoa.

Itzel nació en México. Pero al año se mudó a Cuba. Allí estuvo hasta los cuatro años. Después vivió en Estados Unidos y China. Y a la altura de la secundaria se instaló en Cataluña, de donde son su madre y su padre, quien era corresponsal de prensa, el motivo de tantos movimientos. 

A Itzel, como al protagonista del cortometraje «Guillermina» de Aída Bueno Sarduy, la crío una mujer negra en Cuba. Tita le llamaba. Dice la activista: «Fue quien me enseñó a hablar, quien me enseñó a pensar. Yo hablaba cubano, me españolice a los 11 años. Mi castellano era el de Tita».

El café al que me ha llevado Itzel está repleto de personas vestidas de blanco. He vuelto al centro de Begur. «Esto es una de las cinco propiedades de una familia indiana» me cuenta. Su nombre es «Bar de Plaça» y la carta de menú tiene la imagen de un hombre negro, vestido con traje y sombrero, tocando un saxofón con los ojos cerrados.

En estas mismas mesas en las que estamos sentados, narra Itzel, se organizó la cabalgata de reyes de Begur el año anterior. «Vi a un padre convenciendo a su hija de pintarse la cara», rememora.

Afectada, al ver año tras año, como las calles de su pueblo las tiñe esta práctica racista, Itzel tomó la iniciativa de escribir una carta al Ayuntamiento para que detuvieran la discriminación. «Nadie me respondió, nadie me hizo caso», relata con pena. 

Me despido de Itzel y escucho el estruendoso sonido de un barco de vapor. Por los altoparlantes del pueblo se anuncia que en breves minutos se producirá «la llegada de los indianos».

Begur estalla. La gente comienza a aglomerarse en el centro del pueblo. El bullicio es insoportable. No se puede dar un paso. Es asfixiante el calor. El sol pega con inclemencia en la ropa blanca de la gente y rebota hacia todos los lugares el reflejo de una luz resplandeciente que incómoda la vista. Tengo la sensación de estar dentro de una de esas imágenes de los conciertos de Taylor Swift donde los fanáticos pierden la compostura.

Suenan tambores, flautas. La gente grita apuntando con la cámara de sus celulares a los «indianos que llegan» con sus vestidos de encajes, con sus trajes de saco y corbata, con sus abanicos enormes, con sus sombreros, con sus bastones, con sus pipas, con sus pañoletas. Es un desfile de decenas de personas disfrazadas que entran a la sede del Ayuntamiento para dirigirse a la masa enardecida desde el balcón gubernamental como si estuviesen en un acto de toma de posesión. Los escolta una banda de músicos. Y cuatro Capgrossos, dos parejas de muñecones de carnaval: un señor blanco y una señora blanca, un marinero blanco y una mujer negra vestida de sirvienta con un turbante rojo en la cabeza.

Capgrossos, dos parejas de muñecones de carnaval: un señor blanco y una señora blanca, un marinero blanco y una mujer negra vestida de sirvienta con un turbante rojo en la cabeza. Imagen de Abraham Jiménez Enoa.

Acaba el desfile y los que están disfrazados de época se quedan desperdigados por el pueblo con sus atuendos junto a la masa enardecida de personas vestidas de blanco quienes le piden hacerse selfies y fotografías. Fuman, toman mojitos, cervezas. Todos juntos.

En una esquina de la plaza central del pueblo hay una cartulina sobre un marco de madera que tiene dibujado el cuerpo de dos mujeres negras y dos niñas negras con ropa del siglo XIX. Sus rostros han sido recortados. Para meter la cabeza en ese espacio vacío e inmortalizar el momento, el rostro blanco dentro del cuerpo de un negro, hay una fila inmensa de personas. Todos son blancos. Cuando les llega su turno, sacan la lengua, ríen, dicen «cheese».

Podrían ser los cuerpos de mi familia.