París fue una fiesta, y Milán, el templo del diseño. El swinging London maravilló en los sesenta, proyectándose hasta la cultura ochentera del club. En un tiempo se decía que cuando en Nueva York eran las tres de la tarde, en Europa eran las nueve de diez años antes. El Berlín sin fronteras reinventó su antiguo esplendor canalla con un estallido de creatividad. Y, en el Tokio actual, la vanguardia ruge conectada con la cultura ancestral japonesa. Esta pulsión innovadora se extiende a enclaves como Hong Kong y Singapur, el cual se erige a su vez en referente verde, junto a Oslo, Curitiba y Vancouver. El nuevo mantra es ser sostenible. Más pronto que tarde. O no seremos. Roma es eterna, aunque para seguir siéndolo, deberá preservar el medio ambiente. Como todos. No hay otra.
¿Qué hace una ciudad cuando deja de ser el centro del universo? Cualquiera puede perder sus días de gloria y cada cual busca renacer a su manera
En ese camino, para no quedarnos sin planeta, tendencias y modas se elevan y seducen. Se transforman y decaen. Ahora bien, ¿qué hace una ciudad cuando deja de ser el centro del universo? Cualquiera puede perder sus días de gloria y cada cual busca renacer a su manera. Aunque sólo alguna lo hace ahondando en su singularidad.
Niza desprende la atmósfera de aquellos sitios que han vivido episodios memorables. La capital de la Costa Azul evoca una felicidad contagiosa. Un deseo de pasárselo bien. Aquí, el invierno es el nuevo verano. Y no por el cambio climático. Siempre lo fue. Trescientos días soleados al año iluminan este rincón de la Rivera francesa, al abrigo del hemiciclo de los Alpes marítimos. Un auténtico derroche de color y de vitalidad. El flujo constante de visitantes propició la construcción de cuatrocientos hoteles entre 1836 y 1939. Ahí es nada. Entre ellos, el Negresco, mucho más que un hotel, pues colecciona obras de arte y ha alojado una larga lista de huéspedes ilustres —de Nietzsche a Los Beatles, pasando por Grace Kelly y Richard Burton, Dalí y Picasso, entre otros—. Dicen por ahí, que Bill Gates quiso comprar el Negresco y le respondieron que no era lo bastante rico. Que los millonarios llenaban las bañeras de sus suites con champán rosado durante la Belle Époque. O que la Caballé durmió en él 400 noches, cuando era la diva de la Ópera de Niza, mientras la divina Callas hacía lo propio en Montecarlo, a una decena de kilómetros.
Además de hoteles y restaurantes con estrellas, en Niza hay opciones para la mayoría de los mortales. Todo el mundo encuentra su lugar. Quizás, en los últimos tiempos, su glamur de la vieja escuela ha perdido una pizca de brillo. Pero los victorianos que la ensalzaron a mediados del siglo XIX no iban errados. Llegaban en otoño y se quedaban hasta finales de primavera. El invierno al sol sedujo a la mismísima la Reina Victoria, para quien erigieron el Regina Excelsior, un lujoso hotel, con correo postal directo a las habitaciones a través de tubos neumáticos. ¡Así, cualquiera! En sus últimos días, ya enferma, la monarca británica solía decir que si estuviera en Niza, se curaría. Añoraba el invierno feliz.
En Niza el invierno es el nuevo verano. Y no por el cambio climático. Siempre lo fue
Los súbditos de su majestad no le iban a la zaga. Un millar de familias inglesas edificaron segundas residencias alrededor de la iglesia anglicana, que modificarían el perfil de la ciudad. Por si fuera poco, Niza se incorporó a los destinos del Gran Tour por Italia y Grecia, pensado para que los jóvenes adinerados asumieran la edad adulta con todo tipo de enseñanzas. En realidad, los ingleses habían llegado antes, con el comercio marítimo, y no es raro que dieran nombre a la ronda que bordea la bahía de los Ángeles. El paseo de los Ingleses es una de esas avenidas donde gusta andar bajo las palmeras despeinadas, charlar o ver la vida pasar desde una de sus genuinas sillas azules. Hoteles, casinos y villas de estilos ecléctico, neoclásico y art déco jalonan la fachada marítima. Hasta principios del XIX no existía un acceso fácil a la orilla. La costa era abrupta. Al mar, se iba a trabajar. Pero las damas inglesas anhelaban andar cerca del agua sin riesgo de torcerse el tobillo. Aprovechando un invierno de mala cosecha, los ingleses reunieron fondos para ayudar a los locales a cambio de que crearan un camino al borde del mar.
Sin embargo, el primero en popularizar este destino no fue inglés, sino escocés. Una epidemia de cólera en Florencia obligó al médico Tobias Smollett a detenerse aquí. Tan prendado quedó, que fue contándolo con entrega total. Luego aparecerían las élites rusas y centroeuropeas. Hasta el carnaval se adaptó a los gustos de la nobleza europea y hoy continúa siendo uno de los más famosos del planeta. A mediados del siglo XX, aterrizarían los estadounidenses. Todo este trajín humano ha ido dejando huella en la capital de la Costa Azul. Aunque no todos sus habitantes han llegado en una burbuja de confort. «Vinieron muchos armenios huyendo del genocidio, albañiles del norte de Italia y, ahora, un buen número de nicenses van cada día a Mónaco por trabajo», cuenta Clara Díaz Campuzano, que dejó atrás el conflicto armado en Colombia para incorporarse al sinfín de gentes que han traído en la maleta una mirada abierta de relacionarse. «A Niza, se la conocía como el jardín del edén, está pensada para dar placer —añade Clara—. Lugareños y visitantes disfrutan de su joie de vivre al aire libre y de su belleza».
Ciudad resort de invierno de la Riviera francesa, este es el título otorgado por la Unesco en 2021 al declararla Patrimonio de la Humanidad. Ni más ni menos que el lugar donde nació el turismo de invierno. «Lo excepcional es que toda la ciudad estaba condicionada como estación balnearia, con una enorme cantidad de edificios dedicados a la economía vacacional», detalla Julie Reynes, responsable de la misión Niza patrimonio mundial, durante el paseo por los tejados unidos de las casas de la calle Les Ponchettes. En este balcón al mar, punto de encuentro social en el siglo XIX, empezó todo. La vía desemboca en el Cours Saleya, un mercado con toldos a rayas blancas y azules o rojas, mediterráneo a rabiar. Las paradas ofrecen frutas y verduras, ramilletes y bolsitas de lavanda, rosas, claveles y, según el día, un rastrillo tan frecuentado como los restaurantes y bares cercanos. Todo el mundo está aquí, cual lagarto al sol. La alternativa es zamparse en la calle una socca, una tortita de harina de garbanzos y aceite de oliva. Póngame otra.
El paseo de los Ingleses concluye, o empieza, en la Colina del castillo, origen de la ciudad fenicia y griega. Desde la cima se contempla el puerto recogido de aire genovés y, a su izquierda, el homogéneo barrio histórico. A ras de tierra, el viejo Niza palpita bullicioso bajo la mirada de Santa Reparata, la patrona local, cuya catedral es una excelente obra barroca, al igual que el Palacio Lascaris, la sede del museo de artes decorativas e instrumentos musicales antiguos. La ropa tendida al sol salpica las callejuelas. Tabernas, heladerías y tiendas monísimas ocupan los bajos de fachadas ocres, rosadas, rojas y amarillas, los colores marcados por el Consiglio d’Ornato, una especie de consejo urbanístico de la época piemontesa. Porque Niza perteneció al Piamonte, la Saboya y Cerdeña hasta 1860. Entonces, pasó a ser francesa a cambio de la ayuda a los unionistas italianos contra los austríacos. No resultó fácil. Giuseppe Garibaldi, natural de Niza, fue uno de los contrarios al acuerdo que se mudaron a la naciente Italia. Su estatua en la plaza Garibaldi encarna el alma italiana del viejo Niza, donde los nombres de las calles están en francés y en nizardo, una variante del occitano, que resuena por las esquinas y se puede estudiar en el bachillerato. «Es de Niza quien habla y come nizardo», sentencia el chef Alain Audiffren mientras enseña a cocinar merda di can —literalmente, mierda de perro—, unos ñoquis con acelgas que están de rechupete. «La nuestra es una comida pobre, pero deliciosa y muy nutritiva», afirma este chef de recetas tradicionales.
La ropa tendida al sol salpica las callejuelas. Tabernas, heladerías y tiendas monísimas ocupan los bajos de fachadas ocres, rosadas, rojas y amarillas, los colores marcados por el Consiglio d’Ornato
Para bajar la comida, el recorrido por el Paillon, un eje verde con un espejo de agua para disfrutar chapoteando, conduce hasta la plaza Masséna y sus palacios de un rojo turinés. Desde 2007, siete estatuas esparcidas por la plaza coronan siete columnas de doce metros, obra del artista catalán Jaume Plensa. Cada estilita simboliza uno de los siete continentes. Al caer la noche, se iluminan, y parecen dialogar entre sí, con elegante serenidad.
Aunque para elegancia, nada mejor que la selecta colina de Cimiez, donde pervive el hotel erigido en honor de la Reina Victoria. Niza ha cautivado siempre a propios y a extraños. Por lo tanto, era lógico que atrajese a los grandes nombres de las vanguardias del siglo XX como Picasso, Chagall y Matisse. Este último compró un apartamento en el Regina Excelsior, transformándolo en casa-taller con vistas. Matisse murió en 1954 y pasó a formar parte del panteón de celebridades del cementerio de Cimiez. Muy cerca, una villa genovesa del XVII acoge el museo que lleva su nombre, y que abraza todas las etapas del impulsor del fauvismo, su contagio del cubismo y otros ismos, su pasión por el arte africano y, sobre todo, por la expresividad del color.
Matisse conocía y apreciaba a Chagall. Así que, resulta natural descender por el bulevar Cimiez y toparse con el Museo Nacional Marc Chagall, de quien Picasso dijo una vez: «Cuando muera Matisse, Chagall será el único pintor vivo que realmente entiende qué es el color». El genio de origen bielorruso decidió la disposición de las diecisiete obras que componen la base de esta pinacoteca inaugurada en 1973. Chagall tenía 86 años y había entregado su vida a pintar los colores de la guerra y el éxodo, empapándose de las vanguardias, pero sin perder su identidad judía. Un poco como Niza, que absorbe su intenso pasado en un presente feliz. Una ciudad dinámica, vibrante y cosmopolita, que no desdeña a la tradición. Quizás, porque Niza alcanza la categoría de mito que se renueva y nunca se acaba.
Imagen de cabecera, Ville de Nice