REMEDIOS DE ESCALADA, BUENOS AIRES

Carlitos, por una vez, tuvo razón, pero era otro Carlitos: el verdadero, el que nos hizo reír queriendo, el que no jodió a nadie. Aquel Carlitos tuvo razón pero se le pasó: era cierto que la potencia de las máquinas hacía máquina al hombre. Carlitos no sabía que su ausencia le podía hacer daños peores. No pensó que sólo había una cosa más dura que el trabajo: la falta de trabajo.

–El comunismo son los soviets más la industrialización.

Dijo —o no dijo— también en esos días el padrecito Lenin. Aquello se llamaba, entonces, tiempos modernos. En la imaginería del siglo, el poder constructor de la máquina quedará ligado a las odas soviéticas o a las parodias chaplinescas: es difícil, ahora, ver este gran espacio sin pensar en ellas. Aquí, en los talleres ferroviarios de Remedios de Escalada, todo es gigantesco.

La máquina, en todo su esplendor: el tamaño de las cosas achica el de los hombres, la criatura se desvanece frente a su creación. Los dioses se dividen en dos categorías —los que crean algo inferior a ellos, los que crean algo que los supera— y todos están en la primera. Salvo los hombres, dioses de opereta: aquí, queda claro, la máquina es más fuerte. Pero esa fortaleza sigue siendo un reconocimiento: a los hombrecitos que la hicieron. Estos talleres son un gran teatro para poner en escena el triunfo del trabajo: de máquinas cambiando, reformulando el mundo. Son una catedral: luces que la atraviesan, humo, vacío, el fuego de las fraguas, nobleza del acero, ruedas dentadas, locomotoras, coches, los caños tremebundos. Sólo que el presente de mis verbos miente: hace tiempo que los talleres ya no existen. Fueron.

Son una catedral: luces que la atraviesan, humo, vacío, el fuego de las fraguas, nobleza del acero.

Hace muchos años, cuando yo era tan joven que ni siquiera sabía que lo era, me pasaba veranos en un pueblito de la pampa húmeda: casa de mis abuelos. Todas las tardes, a las seis y diez, llegaba el tren de Buenos Aires: yo me paraba sobre el paredón de la casa a verlo llegar, a mirar cómo, de pronto, el pueblo se agitaba, se renovaba, gozaba de la ilusión de hacerse otro siendo siempre el mismo. Aparecían los diarios, encomiendas, viajeros que llegaban o partían. El tren había inventado ese pueblo, La Colina, que era sólo un ejemplo: el tren armó la geografía de estas tierras.

El tren ocupó el desierto sarmientino mucho más que campañas militares, terratenientes, gauchos. El tren, decían entonces, transportaba el progreso. Hay mucho que discutir sobre esa idea del progreso pero es cierto que, a lo largo de aquellas vías, los pueblos como La Colina fueron armando una idea de la patria. El tren consolidó la tela de araña con cabeza de Goliat: una cierta Argentina llegaba con sus locomotoras y, durante casi un siglo, les sirvió. Después, un día, todo aquello dejó de serles útil.

El tren había inventado ese pueblo, La Colina, que era sólo un ejemplo: el tren armó la geografía de estas tierras

Corría 1991 y el otro Carlitos, el Falopa, acababa de pronunciar una frase famosa. Al principio del fin, aquella frase construyó futuros: ramal que para, ramal que cierra, dijo el Falopa, y nadie creyó que, por una vez, iba a cumplir con su palabra tanto; justo esa vez. Los ferroviarios pensaban que todavía podían defender el tren: un baluarte que, suponían, no precisaba su defensa.

–No, hermano, no lo van a hacer. Si te cargás el ferrocarril el país se va al carajo.

Decían entonces muchos, también en los talleres. El ferrocarril era el Estado, y el Estado no podía desaparecer. Ellos tampoco. Los ferroviarios —aquellos, los de los talleres— siempre habían trabajado allí y tenían la garantía de seguir para siempre: creían que era una crisis dura pero que ya vendrían tiempos mejores, que aquello se mantendría. Es difícil pensar que lo que siempre existió no va a existir. Es difícil imaginar la muerte, y esa dificultad permite tolerar la vida.

El ferrocarril representaba una idea del Estado. Para entrar en sus talleres eran necesarias muchas autorizaciones: el ferrocarril era un bien estratégico, que había que proteger de ojos enemigos. Era, también, la garantía de que todos los ciudadanos disponían de una forma eficaz y barata de moverse: era un tiempo en que la idea de «todos los ciudadanos» tenía, todavía, cierto curso legal. Ahora el Estado ha dejado, entre tantos otros abandonos, de transportar a sus sujetos. Gobernar es despoblar, decía el Facundo falso. Ya no hay manera —fuera del medio propio— de llegar hasta La Colina, y el pueblito también se fue cerrando.

El ferrocarril era la garantía de que todos los ciudadanos disponían de una forma eficaz y barata de moverse: era un tiempo en que la idea de «todos los ciudadanos» tenía, todavía, cierto curso legal.

Los talleres de Remedios de Escalada ya no existen: funcionaban desde 1900, en un predio de 130 hectáreas, pero cerraron hace unos pocos años. Como todo el resto: hace 30 años los ferrocarriles argentinos cubrían 34.000 kilómetros y empleaban a 220.000 personas; ahora cubren 7.000 y emplean a 17.000. Los talleres se habían vuelto, en ese nuevo esquema, innecesarios: hubo, entonces, más de mil obreros que se quedaron sin empleo. Y no sólo sin él: el trabajo en los talleres era su lugar en el mundo.

–Sí, yo entré porque mi viejo trabajaba acá. Y mi abuelo también. A mí me trajo mi viejo cuando cumplí 16, entré como aprendiz y me empezaron a enseñar…

Esos saberes eran su capital: saber transformar un trozo de metal en bruto en pedazos de máquina, saber moldear con el fuego el acero. El mito del herrero es antiguo: los pueblos que ocuparon Europa hace 3000 años, los indoeuropeos de los que todos descendemos, lo incluían en su troika central, junto con el sacerdote y el guerrero. Algo de él quedaba en estos talleres: el orgullo del obrero industrial calificado, del artesano capaz de fabricar. Aquí, en los talleres ferroviarios, se podía hacer todo lo que un tren necesitaba para seguir andando: eran los últimos coletazos del sueño de la sustitución de importaciones que creó el peronismo, la autonomía posible. Todavía en 1987, en plena crisis económica producida por la incertidumbre sobre el pago de las deudas externas de los países pobres, un informe de Wall Street se preocupaba porque la Argentina era, decía, uno de los pocos países que podía suspender los pagos y vivir autárquico: uno de los pocos que no dependían de las importaciones para subsistir. Uno de los pocos que podía dar el temido portazo. Desde entonces pasaron muchos más que 13 años.

En sus manos, la máquina dejaba de ser mágica: pasaba a ser un producto del hombre, una demostración de su potencia.

Hace 30 años los ferrocarriles argentinos cubrían 34.000 kilómetros y empleaban a 220.000 personas; ahora cubren 7.000 y emplean a 17.000

Esos saberes eran su capital: saber transformar un trozo de metal en bruto en pedazos de máquina, saber moldear con el fuego el acero.

En los talleres había torneros, fundidores, electricistas, soldadores, caldereros llenos de aquel orgullo: podían, con sus saberes, con sus manos, con sus fraguas y fuegos, igualar la calidad de productos que venían del Centro, y reemplazarlos. Era gustoso verlos mirar sus obras, disfrutarlas: tocándolas, mostrándolas. En sus manos, la máquina dejaba de ser mágica: pasaba a ser un producto del hombre, una demostración de su potencia. Disfrutaban de su dominio sobre la materia: el tren los necesitaba, y el tren era algo importante.

–No sabés lo que era ver salir de acá a una de esas locomotoras, oírle el ruido del motor: te llenaba de orgullo.

Decía entonces Alberto, los dedos anchos muy manchados de grasa, el mameluco como módico estandarte. Aquellos ferroviarios movían el país, millones de personas, pero también podían pararlo: La Fraternidad, su sindicato, fue uno de los primeros —1887— y, ya en el fin de siglo, protagonizó una gran huelga en la que los obreros decidieron reducir su jornada de trabajo y bajarse los sueldos para que nadie se quedara sin empleo. Después el peronismo se apoyó tanto en ellos, y ellos en él, hasta que otro avatar del peronismo terminó deshaciéndolos.

–Y pensar que nosotros lo votamos a ese turco hijo de puta.

Es raro, ya no hay nada, pero todo sigue siendo tan grandioso como la idea que lo creó.

El resentimiento, la ira del engañado puede volverse, entre otras cosas, racista y resignada. La ventaja de la traición es que cierra caminos: te deja tan perplejo que te apaga. Ahora los talleres están vacíos, abandonados y siguen siendo la catedral, la puesta en escena de algo: de un pasado. Es raro, ya no hay nada, pero todo sigue siendo tan grandioso como la idea que lo creó: la estética de un tiempo que pensaba que la ética era su estética, que la belleza estaba en la producción, cierta igualdad, servicios para todos. Es notable la fealdad aparente, en términos actuales, de sus resultados —el monoblock, los delantales, la vajilla de plástico—: me sigue impresionando que no les importaran esas banalidades, que creyeran que sabían algo más, que no precisaran detenerse en tonterías tales como la gracia de una línea. Esa idea de la belleza era algo más que una moda y ahora, parece, se pasó de moda. Quedan otras y son, seguramente, más coquetas.