En 1939, Europa hervía. La invasión de Polonia por parte de la Alemania hitleriana iniciaría el mayor conflicto bélico del siglo veinte. El viejo continente estaba a punto de teñirse de la irracionalidad y brutalidad del nacionalsocialismo. Pero cuando el hediondo olor a muerte ya se respiraba en todo el continente, dos treintañeras se montaron en un Ford Roadster Deluxe de 18 caballos y escaparon.
Una de ellas era Annemarie Schwarzenbach, escritora y arqueóloga suiza. De apariencia andrógina, adicta a la morfina, depresiva y bastante delgada. De ella decía Thomas Mann que parecía un «ángel», un «ángel caído». La otra era Ella Maillart: periodista, viajera, fotógrafa y etnógrafa, además de deportista olímpica.
Porque Ella Maillart fue ante todo un alma peregrina y multifacética. Sus inquietudes políticas la llevaron a Rusia a finales de los años treinta y su interés en la cultura oriental hizo que consagrara cinco años de su vida a meditar en la India. Prolífica escritora, del período ruso produjo Parmi la jeunesse russe («Entre la juventud rusa») y posteriormente publicó una variedad de libros sobre sus experiencias en Oriente. Esquiadora y velista consumada, se retiraría de la práctica recién a los ochenta años.
Ella Maillart fue ante todo un alma peregrina y multifacética
Motivadas por distintas búsquedas, ambas libraban batallas internas diferentes. Maillart estaba enfrascada en una búsqueda personal y sentía predilección por Oriente y sus gentes. La existencia atormentada de Annemarie ya era una búsqueda en sí misma; un mundo de dolor del que su compañera debía salvarle.
El tándem acuerda partir en coche desde Silvaplana, Suiza y llegar hasta Kabul, Afganistán, tras un viaje de seis meses, en el que Ella se dedicará a una investigación antropológica sobre la tribu afgana hacki. Ambas financiarán su aventura despachando a medios occidentales crónicas sobre los lugares que hubieren visitado.
El camino cruel (La línea del horizonte, 2015) es el potente relato que Ella Maillart hizo de la travesía con Schwarzenbach. Es una crónica de viajes que parece absorber todo cuanto puede de la experiencia de la travesía. A la descripción de los lugares visitados y las reflexiones que lo vivido imprimen en la cronista, se añade una profusa información —citando en algunos casos la bibliografía— geográfica, histórica, arquitectónica y etnográfica de las montañas, ríos, carreteras, puentes, mezquitas, iglesias y etnias con los que las viajeras se relacionan a medida que siguen su ruta.
Maillart matiza todo ello con la descripción de los pequeños encuentros, conversaciones y anécdotas ocurridas en un viaje de la envergadura del que la crónica se ocupa, logrando así un relato vívido y transparente en el que flota la sensación de que la autora pretende no dejar ningún detalle afuera. Y eso es algo que sucede en las 321 páginas que componen el libro, desde el planeamiento inicial de la aventura hasta la llegada a tierras afganas.
La relación entre las dos compañeras de viaje es otro de los grandes asuntos del libro. A través de reflexiones internas y de diálogos entre las compañeras de ruta, se transluce la profunda admiración que Maillart profesa a Schwarzenbach (a quien llama «Cristina») y cómo los estados de ánimo de la última influyen —para bien o para mal— en el viaje. Y esto pareciera que trasciende lo estrictamente fraternal, como lo deja ver Maillart («hace un momento sentía unos celos indignos de usted [se refiere a Cristina], porque sé que es el mejor hombre entre las dos»). Pero siempre fluye a través del relato la compasión que Ella siente por su atormentada compañera, hasta el punto de entender que «algunas angustias pueden ser peor que el hambre y la miseria».
El camino cruel es un relato vívido y transparente en el que flota la sensación de que la autora pretende no dejar ningún detalle afuera
La crónica inicia con la planeación del viaje, que a su vez implicó una serie de viajes previos de coordinación para la autora: París, Múnich, Zúrich, Londres, entre otros. Y es en la capital británica, donde en una entrevista con Carl Gustav Jung, Maillart le responde que viaja porque «anda en busca de los que aún saben vivir en paz», refiriéndose así al destino final del viaje: el mundo oriental.
Sigue el recuento de las vivencias viajeras. En Domodosola, Italia, unas campesinas les dicen a las viajeras que en el país —bebedor de café por excelencia— esa bebida se ha agotado y se reemplaza por maíz tostado. A su paso por la entonces Yugoslavia, el dúo es saludado con el brazo en alto, a la usanza hitleriana. También en la misma Yugoslavia, Maillart relata extrañada cómo los gitanos le mendigan cigarros «pero con educación».
Al norte de Estambul, ya en Turquía, en la aldea costera de Therapia, Maillart se reencuentra con la armonía del Mediterráneo, «un mar del Medio cuya atmósfera y cultura están hechas a la medida del hombre». La autora siente una suerte de culpa porque consideraba que hacer el viaje —en ese momento crítico— era de alguna forma darle la espalda o negar a un mundo que era el suyo. Resulta revelador también seguir la descripción y el relato histórico que la autora hace de lugares como la Chifte-Minare, una madraza ubicada en Erzururm, Turquía, ordenada construir por el Sha de Persia, Katuivah. O cómo en Makú (o Bakú), Azerbaiyán, las viajeras notan cómo los caracteres latinos adoptados por el turco van cambiando por los trazos del alfabeto árabe.
Sin embargo, a medida que las viajeras avanzan en la ruta se va notando un desgaste emocional, lo que finalmente las lleva a separarse en Kabul, en un momento en que la tensión («¡Déjame sufrir!», le vocifera en una discusión Cristina/Annemarie) sobrepasa la buena intención de Maillart para ayudar a su compañera. Y ello se agrava al descubrir que Cristina no había podido superar su adicción a la morfina.
Maillart dice del Mediterráneo que es «un mar cuya atmósfera y cultura están hechas a la medida del hombre»
Afirma Patricia Almarcegui en el prólogo que El camino cruel es acaso un doble viaje. Uno de tipo geográfico y también uno psicológico. Para Ella se trata de un recorrido geográfico e histórico que ha documentado extensamente, motivado por ese deseo de encontrarse a sí misma. En cambio, para Annemarie/Cristina —siempre bajo la óptica de Ella— el viaje es más una introspección, una aventura interior, cuya finalidad es acaso la liberación, una redención. Es la mezcla de ambos componentes en su adecuada cantidad lo que da el matiz humano al relato.
Siendo así esto, la valía de la obra de Maillart consiste en que su testimonio cumple largamente la función periodística del cronista: ir, ver, contar, explicar. Y esa virtud se ve amplificada por la época en la que el libro se publicó —finales de los años cuarenta— un tiempo en que el libro y la prensa escrita eran uno de los pocos instrumentos con los que el lector podía emprender un «viaje» a territorios lejanos.
Por eso, que el texto siga siendo una referencia y se siga reeditando reinvidica el género de la crónica, ese que la escritora argentina Leila Guerriero clasifica irónicamente como «toda una inocencia: una experiencia jurásica. Un anacronismo». Algo que ni antes ni ahora El camino cruel fue ni es.