Viaje por la Transfăgărășan, la tremenda carretera que ideó Ceaușescu para atravesar las montañas más altas de Rumanía sin que hiciera ninguna falta


—A veces los osos bajan a la carretera y se dan una vuelta alrededor del restaurante dice el camarero.

Pues no me extraña, porque aquí te traen la comida en unas bandejas que no caben por la puerta: de primero, polenta con queso fundido, nata agria, panceta y huevos fritos; de segundo, rollos de carne de cordero envuelta en hojas de col; de postre, bollos rellenos de queso fresco, nata y mermelada. Si te lo terminas, ya puedes buscarte una cueva y dormir todo el invierno.

—Los osos son un problema, sobre todo las osas con crías, porque atacan a los turistas y llevamos ya seis meses con el camino cerrado.

Un sendero sube por el bosque hasta el castillo de Poenari. En 1459, los esclavos del príncipe Vlad Țepeș, alias Vlad Drăculea, reconstruyeron esta fortaleza sobre el desfiladero del río Argeș, al sur de los Cárpatos, para impedir que una tropa enemiga llegara desde Transilvania y atacara las llanuras de Valaquia. Sí, Vlad Țepeș era príncipe de Valaquia, no de Transilvania, como ese conde de los colmillos sangrientos que se inventó un irlandés sensacionalista. Desde la carretera se ven, allá arriba, las ruinas rojizas ahora inaccesibles, y en las postales descubro que junto al castillo hincaron dos muñecos empalados —ya no se puede ni tener una afición, Vlad, sin que te la restrieguen para siempre—.

Desde las llanuras de Valaquia, la carretera remonta el río Argeș y se topa con la muralla boscosa de los Cárpatos. Aquí hay osos, aquí hay enemigos empalados, hasta aquí llegó Vlad Drăculea. El camarada Nicolae Ceaușescu quiso ir más allá.

Muertos con dismiulo

La Transfăgărășan es una obra paranoica, violenta y revirada, como la mente de su creador.

A Ceaușescu le pareció urgente construir una pista para que las tropas rumanas pudieran cruzar de Valaquia a Transilvania a través de los Cárpatos, porque no se fiaba ni un pelo de los soviéticos, que acababan de invadir Checoslovaquia para aplastar las reformas liberalizadoras. Temía que los rusos se le presentaran cualquier día en Bucarest, a través de esas llanuras del Danubio siempre abiertas a los vientos helados y las invasiones orientales. Así que en 1969 anunció la escapatoria: construirían una carretera de 90 kilómetros a través de las montañas Făgăraș, las más altas y abruptas de Rumanía, dinamitando millones de toneladas de roca en laderas expuestas a derrumbes, aludes y riadas. Y lo quería rapidito.

—Era un trabajo que los civiles hubieran hecho en veinte años, pero los militares lo terminamos en cinco —sacaba pecho el general Mazilu, comandante de las brigadas camineras. Por eso mandaron a la montaña a miles de reclutas, que picaron piedra incluso en invierno, entre tormentas y nevadas, con buenos sueldos y grandes riesgos.

La carretera se cuela por un valle cada vez más angosto, abrumado de hayas y abedules, de pronto le entra una locura trepadora y se sube por las paredes. Avanza, excavada en el desfiladero o sostenida por muros de refuerzo, volando sobre viaductos o perforando túneles, hasta la garganta del lago Vidraru. Allí cruza el dique del pantano y pasa a los pies de un gigantesco robot metálico, muy parecido a Mazinger Z, que alza los brazos y sostiene un rayo en cada mano. Es Prometeo, el titán que robó el fuego a los dioses para dárselo a los humanos, pero representado en una versión futurista, en una versión futurista retro, como de ciencia ficción de los 60, quizá una intuición apocalíptica de un Ceaușescu del siglo XXVIII lanzando rayos cósmicos.

Reventó un trueno.

Empezó a diluviar.

El coronel Grigore Monteanu y doce soldados abandonaron los trabajos y corrieron a refugiarse bajo un puente. «Llovía a mares», contó el coronel, años después, en la televisión rumana. «De pronto oímos un estruendo y nos vino encima una avalancha de rocas, agua y barro. Aquello parecía el fin del mundo. La riada rompió el puente y arrastró a varios soldados hasta el pantano de Vidraru. Algunos sabían nadar y se salvaron. Otros desaparecieron». No precisó cuántos. Nunca hubo datos fiables sobre los muertos durante las obras: cuarenta, decía el Gobierno; muchos más, aseguraban los soldados y los habitantes de la comarca, porque los accidentes se ocultaban y las víctimas se evacuaban con disimulo.

La carretera serpentea durante veintiocho kilómetros por la orilla del lago, pero sin verlo apenas, porque va sumergida entre abetos oscuros. De vez en cuando brotan en la cuneta pequeños oratorios de madera labrada y policromada; luego un monolito con los retratos en bronce de los militares que dirigieron las obras y con las escenas también en bronce de los obreros masticando las montañas con sus picos, palas y excavadoras. Bajan cuatro moteros en sus Harley Davidson con chupas negras, llamas rojas, flecos en los puños; cruza una ardilla; suben dos monjes ortodoxos aireando barbas borrascosas de regreso al monasterio de San Elías. Parece un paisaje propicio para la introspección, la épica y el asesinato.

Sobre estas líneas, la Transfăgărășan adentrándose en las montañas por su vertiente sur, apenas superado el castillo de Poenari. En las páginas anteriores, las icónicas curvas de la carretera en su descenso hacia Transilvania por la vertiente norte.

A partir de los 1 300 metros de altitud, el bosque se extingue y deja al desnudo un valle de evidente origen glaciar. Es el valle de Capra. Las praderas alpinas amarillean en otoño, entre las últimas manchas de abetos, al pie de unas murallas de roca por las que caen cascadas furiosas, como si allá arriba acabara de romperse un depósito de leche. Un pastor baja con su rebaño de ovejas hacia el fondo del valle. Parece el paisaje con el que hacen los puzles. Y más cuando asoma la Cabana Capra, un hotel alpino de tejados rojos muy agudos.

En plena obra, Ceaușescu cambió de idea: ya que se estaban zampando la montaña con tanto esfuerzo, no iban a conformarse con una estrecha pista de gravilla para usos militares. La Transfăgărășan sería una carretera ancha y asfaltada para fomentar el turismo alpino, al estilo francés o suizo, con varios hoteles a lo largo del recorrido, un teleférico y pistas de esquí.

¿Para qué construyeron en realidad la Transfăgărășan? Nunca se le dio un uso militar y tampoco es que aporte mucho a las comunicaciones civiles. Primero, porque ya había carreteras que cruzaban los Cárpatos no lejos de aquí. Segundo, porque la altísima Transfăgărășan permanece cerrada por la nieve… ocho meses al año. En las grandes obras de la época comunista no importaba mucho que resultaran prácticas. Servían para castigar con trabajos forzados a los opositores —construyendo el canal entre el Danubio y el mar Negro murieron seis mil—, para tener activos a miles de soldados, para dar la imagen de un régimen poderoso o para hinchar un orgullo patrio que aún perdura en el caso de la Transfăgărășan.

Mil revueltas

La carretera más hermosa de Europa, insisten, y a partir de los 1 500 metros alcanza como mínimo las semifinales. Zigzaguea para ganar altura y recorre la pared de un circo glaciar, protegida por galerías antiavalancha, vigilada por una casa roja de salvamento, hasta que ejecuta un truco para cruzar estos paredones imposibles: un túnel perforado en la roca viva durante casi un kilómetro. Así sale por fin a la cara norte de la cordillera, a la minúscula cuenca del lago Bâlea, a 2 040 metros.

Allí están los puestos de comida para los turistas, la estación superior del teleférico y el chalet Paltinul, donde entró Ceaușescu, con abrigo grueso y gorra, levantando los brazos y saludando a los obreros que le aplaudían, cuando vino a inaugurar la carretera el 20 de septiembre de 1974. Un general pelotillero le contó que los soldados habían hecho docenas de pintadas espontáneas en las rocas de los alrededores, con esta frase: «Transfăgărășan, camino de Ceaușescu», y que sería un honor que la carretera llevase su nombre. Otros pelotilleros destacaron luego la proverbial humildad del conducator, genio de los Cárpatos, arquitecto visionario del futuro de la nación, titán clarividente, campeón de la paz entre los pueblos, estrella de la mañana y amigo de sus amigos, que se negó a tal honor y pagó una ronda de aguardiente en el chalet a los soldados, héroes del trabajo socialista, como se observa en los noticieros filmados de la época.

El hotel de montaña Bâlea en la ribera del lago del mismo nombre, a 2 040 metros de altitud, en el punto más alto de la Transfăgărășan.

Merece la pena pasar la noche a orillas del lago, porque en el hotel Bâlea Lac —forrado de maderas, cabezas de ciervo y pieles de jabalí— se empeñan en abrumarte con superlativos. Cenas las truchas más grandes de Europa Oriental, paseas en la noche más estrellada, subes temprano a las montañas más altas de Rumanía y descubres a tus pies, por fin, la estampa más famosa de la Transfăgărășan: el tramo de siete kilómetros en el que la carretera se retuerce, curva y contracurva, curva y contracurva, curva y contracurva, para descolgarse de los Cárpatos hacia la llanura transilvana, ya a la vista, en cuyo primer mesón podrás comerte la síntesis de este viaje, la temida ciorbă de burtă, la sopa de tripas de vaca, con pedazos de intestino tan enroscados como la Transfăgărășan y con ajo como para tumbar a siete dráculas. Todavía en Bâlea, en la curva más alta, los turistas arriman el coche y posan con la carretera a sus pies. Solo medio minuto, porque sube por la hondonada una niebla veloz que impide ver el borde del abismo. Vamos p’abajo, que empieza lo bueno.