Altar —en pleno desierto de Sonora— es uno de los últimos pueblos antes de llegar a Estados Unidos. Desde aquí los «polleros» ayudan a los migrantes a cruzar la frontera a cambio de grandes cantidades de dinero. Óscar Martínez cuenta el conflicto de intereses que se genera entre los narcos y los juntadores, provocando, en muchas ocasiones, que ni las van, ni los migrantes ni los polleros lleguen a su destino.


 

El primer encuentro con Eliazar fue una tarde fría de invierno en el pueblo de Altar, la última población mexicana del desierto de Sonora antes de llegar al estado de Arizona.

Mientras caminaba por una polvorienta calle de ese pueblo, un sitio partido en dos por la carretera, con una alfombra de polvo de unos cinco centímetros de espesor y casas de ladrillo a medio terminar, escuché el siseo de aquel hombre de 45 años.

 

—Shhh, shhh —me llamó—. Venga, siéntese, descanse un rato, tómese un trago. A ver, ¿a qué parte de Estados Unidos va? ¿Ya tiene quién lo pase?

—No —contesté. Eliazar me confundía con uno de los cientos de inmigrantes centroamericanos que llegan a Altar cada día para tratar de cruzar la frontera.

—Mire, no busque más, yo lo voy a pasar por poco dinero, 8 mil pesos (unos 750 dólares), ya no busque más, aquí se puede quedar a dormir en mi casa y mañana lo mando a la frontera— dijo sentado en aquel traspatio polvoriento, lleno de pedazos de plástico que alguna vez fueron el juguete de un niño y que entonces parecían vestigios desenterrados.

 

Eliazar se ve más viejo de lo que en realidad es. Su rostro reseco está cubierto por un polvo que parece haberse instalado para siempre en la cara de los que viven en Altar. Su pelo cano corona los casi 1,90 metros que mide, y sus manos parecen de corteza de árbol muerto: resecas, venosas, largas, viejas.

Nació en Sinaloa, como la mayoría de los que han venido desde el sur a ocuparse del tráfico ilegal de personas y sustancias. Hace diez años que dejó el rancho donde nació y vivió, y se vino siguiendo a su mujer hasta Altar. Es juntador, cachador, juntapollos, y esa tarde estaba haciendo su trabajo: detener a los migrantes que se cruzan frente a él para ofrecerles los servicios de un coyote para el pase fronterizo.

Los migrantes son fáciles de reconocer. Todos van con miedo, con su mochila abrazada como un bebé, con sus ojos bien abiertos; deambulan sin rumbo por las calles de este pueblo. Eliazar debe convencerlos de que se vayan con el pollero que él recomienda, que le confíen su vida durante las casi siete noches de caminata por el desierto, hasta llegar a Tucson o Phoenix.

 

—¿Y qué pasa cuando su pollero me lleve a Estados Unidos? —le pregunté.

—Ah, entonces lo encierra en una casa de seguridad, y de ahí no lo dejan salir hasta que sus familiares lleguen a pagar el dinero por usted — advirtió.

—¿Y si mis familiares nunca pagan?

—Yo le recomiendo que no mienta, que de veras paguen por usted, si no le puede ir bastante mal.

 

Nos tomamos la tercera cerveza mientras él insistía:

 

—Como le digo, échele con mi pollero, es seguro, yo soy de fiar.

 

Su pollero le paga 200 dólares por persona reclutada.

Abrimos la cuarta cerveza y decidí confesarle lo que me habían advertido que era mejor mantener callado.

 

—Soy periodista.

 

Eliazar levantó su gorra, se rascó la frente, terminó su cerveza de un trago, y preguntó: «¿Quiere la otra?». Hablamos durante varias horas y al final acabó por convertirse en la llave que me abrió las puertas del pueblo.

 

***

 

Al día siguiente volví a casa del juntador. Eliazar comía arroz blando en un plato sucio. A su lado, dentro de la casucha que rebosaba de trastos viejos, estaba un joven guatemalteco de no más de 20 años, aterido del miedo. Comía arroz también, pero por el temblor de su mano el arroz caía al suelo en el viaje de la cuchara a la boca.

 

—Acabo de encontrar a este muchacho buscando a la gente del albergue, y le dije que se viniera —dijo Eliazar.

 

Frente a la casa de Eliazar hay solo dos casas más. El albergue que la iglesia ha habilitado para los migrantes, que por la poca propaganda que de él se hace suele tener sus 35 camas vacías; y una casa enorme, con antena parabólica y tres camionetas que pueden verse parqueadas en la cochera a través de los barrotes del portón.

—Ah, en esa casa vive un señor narco, pero es muy buena gente —explicó el juntador.

 

Eliazar intentaba convencer al muchacho guatemalteco de que se fuera con su pollero. Pero el joven no respondía. Seguía tirando el arroz sin quitar la vista del plato. No tenía plata, le habían robado todo al atravesar México colgado de los trenes que cruzan el país, una manera muy frecuente (y sumamente peligrosa) de viajar de los migrantes centroamericanos. Eliazar le ofrecía su celular para que llamara a sus familiares en Phoenix y les dijera que el pollero le cobraba 800 dólares:

 

—Si ellos saben de esto le dirán que es un buen precio, ya verá —le dijo, y luego se volteó conmigo.

—Dígale usted que mi pollero trabaja bien — me pidió.

 

Negué con la cabeza y salí a fumar a la calle de tierra.

Los juntadores saben que la mayoría de migrantes centroamericanos llegan a esta frontera en la peor de las condiciones. La Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales hizo un estudio entre mediados de 2005 y abril de 2007. Entrevistaron a 2 700 indocumentados cuando paraban en el albergue de la ciudad norteña de Saltillo. Esos migrantes, mexicanos y centroamericanos, denunciaron en la encuesta 4 062 violaciones. El 42% dijo haber sufrido robo de dinero, el resto habían sido golpeados, violados o insultados por miembros de cada una de las corporaciones policiacas mexicanas que se toparon en el camino.

Un carro negro se estacionó frente a la casa, y Eliazar salió a hablar con el hombre que lo manejaba.

 

—¿Qué hago? —me preguntó el joven. Le dije que en el albergue le darían orientación, comida y cama gratis. Salió rápidamente y pasó al lado de Eliazar agradeciendo la comida.

—¡Pinche chamaco! No se quiso venir conmigo. Es que usted que es salvadoreño debería de ayudarme a convencer a los centroamericanos —dijo al entrar.

 

Volví a negar con la cabeza. Salimos y caminamos hasta la pollería del pueblo. El sol se ocultaba.

Al llegar, Eliazar se puso un delantal.

 

—Yo trabajo de gratis aquí vendiendo pollos asados, porque como no le pago a los policías, no me dejan convencer a la gente en la plaza —explicó.

Para mirar cómo trabajaban los otros juntadores de la plaza, caminé hasta allá, donde los autobuses seguían llegando y escupiendo a decenas de hombres abrazados a una mochila, sucios, que se apuraban a perderse entre la gente.

Me senté en la plaza y pronto se me acercó alguien.

 

—¿Para dónde va? —me preguntó un hombre recio de unos 40 años.

—Para ningún lado —contesté.

—¿Eres de Guatemala, verdad? Mira, no te hagas, vente conmigo, yo te cobro 800 dólares por pasarte, en cinco horas nada más te paso a Tucson, y te doy comida y donde dormir hasta que nos vayamos.

—Gracias, pero no —contesté.

—¿Cómo que no? —respondió mientras cerraba y abría la navaja de resorte que sacó de su bolsillo—. Mira, cabrón, aquí te va a levantar la policía, porque no eres mexicano. Yo le pago a la policía para trabajar aquí. Si no te vienes conmigo te mando a los policías —empecé a alejarme mientras el hombre me llenaba de groserías.

 

Días más tarde, mientras me tomaba una cerveza con Eliazar en la cantina que está frente a la plaza, él señaló al hombre que me amenazó.

 

—A ese le dicen El Pájaro —explicó Eliazar—. Es de los juntadores que paga a la policía, y lo dejan trabajar ahí. Otro que está con él es El Metralleta, también paga y son bien cabrones los dos.

 

***

 

Paulino Medina también es parte de uno de los gremios de estos pueblos: fue pollero durante cinco años. Pasaba migrantes por los cerros cercanos a Tijuana, y los dejaba en San Diego o Los Ángeles. Estuvo preso en Estados Unidos por tráfico de personas cuando lo pillaron en uno de aquellos cerros pelones con sus pollos. Su hermano también es pollero. Además, Paulino conoce vida y obra de la mayoría de los 8 mil habitantes del pueblo. Es taxista desde hace 20 años, cuando llegó a vivir a Altar.

Lo conocí poco después de que El Pájaro me llenara de insultos, cuando al salir de la plaza llegué hasta el punto de taxis. Me acerqué a un destartalado Hyundai del 87 que tenía al volante a un señor de unos 50 años, de pelo cano y bigote ralo, con unos lentes remendados con cinta adhesiva. Me llevó hasta el hotelito en el que me hospedaba. Hablamos un poco sobre las mafias en el pueblo y le pedí que nos tomáramos un café al día siguiente.

 

—Vamos ahorita, si quiere, y tomamos un café en mi casa —contestó.

 

Después de poner dos cafés aguados sobre la mesa, Paulino dice:

 

—Antes esto era un pueblo del desierto. No venían migrantes. Vivíamos de los transportes de carga que pasaban, de los camioneros o gente que viajaba por negocios y que se quedaban aquí a dormir, pero desde hace unos años se han instalado en el pueblo una gran cantidad de polleros mafiosos, narcos y corruptos. La mayoría vino buscando hacer negocios con los pollos.

 

El Altar de ahora empezó a construirse desde mediados de los noventa, cuando Tijuana y sus alrededores, el punto de cruce tradicional de los indocumentados, fue amurallado.

En octubre de 1994 el gobierno estadounidense puso en marcha la Operación Guardián entre San Diego y Tijuana, un plan que incluyó la construcción de una barda divisoria, duplicación de elementos de la patrulla fronteriza, reflectores y helicópteros. Los migrantes empeza- ron a intentar cruzar por otros puntos y la ruta por Altar se convirtió, sobre todo desde el 2003, en la más frecuentada.

Un estudio sobre la zona del Colegio de la Frontera Norte (Colef), uno de los centros de estudio sobre migración más importantes de México, muestra cómo la patrulla fronteriza en la zona colindante con El Sásabe arrestaba menos de 100 mil indocumentados en 1992. En 2005 esa cifra se había quintuplicado. En 1992, el pueblo tenía poco más de mil habitantes. En 2005 se censaron a más de ocho mil residentes, sin contar a la población flotante que llega todos los días.

—Esto antes era un pueblito normal, con sus viejas en la iglesia y su gente saludándose al cruzarse en la plaza —dijo Paulino, y luego se extendió hablando del crimen organizado.

—Es terrible el problema que tenemos con los narcos —reveló—. Están cobrando a las van (camionetas de pasajeros) que llevan a los migrantes a El Sásabe 100 pesos (10 dólares) por cada pollo, solo por dejarlos pasar.

Me despedí de Paulino cuando ya la noche estaba entrada. Y él se despidió también:

 

—Acuérdese, si usted ve a alguien aquí con cara de mafioso, es mafioso; si ve a un señor con su gran carro y cree que es narco, es narco; y si ve a alguien y cree que es buena persona, es mafioso.

 

***

 

El siguiente día era el último de ese viaje. En la mañana, pasé por la casa de Eliazar. Me recibió con la noticia que tenía paralizado al pueblo. La noche anterior los narcos de un rancho habían secuestrado a 300 migrantes incluidos los conductores de las camionetas. Habían enviado a sus burreros y no querían que les calentaran la zona.

Los burreros son el ejército de carga del narco. Hombres que se ponen en la espalda 20 kilos de marihuana y son guiados en el desierto por un pollero y un hombre de confianza del narco. Caminan dos noches y llegan a la reserva de los indios tohono, territorio autónomo estadounidense. Ahí descargan la mercancía en camionetas de aquellos indios que trabajan para los productores de droga. Estos se encargan de distribuir la marihuana en todo el país. Solo entre octubre de 2006 y julio de este año, la Patrulla Fronteriza asignada al sector vecino a El Sásabe ha decomisado 766 mil 997 libras de marihuana intentando entrar a Estados Unidos. Las 1 200 libras de esa hierba están valoradas en un millón de dólares en el mercado gringo.

Eliazar no sabía mucho más. Para él, aquello no tenía mayor relevancia. Me apresuré a buscar a Paulino. Él lleva gente a El Sásabe y tal vez sabía algo más.

Lo encontré recostado en su taxi tomando un café.

 

—Sí —dijo—. Ayer secuestraron porque están calentando la zona. Algunos de los secuestrados han vuelto con el mensaje de los narcos. Si quiere, lo llevo a ver a uno de ellos.

 

«Calentar la zona» significa atraer la atención de la patrulla fronteriza por el cruce indiscriminado de migrantes. Los narcos temen que esa zona termine tan vigilada como Tijuana.
Con muro, reflectores, helicópteros.

Poco después, el taxi de Paulino se estacionó en un taller mecánico. Dos hombres tenían las manos enterradas en el motor grasiento de una camioneta. Uno de ellos, el del ojo morado, había regresado del cautiverio con el mensaje para sus colegas choferes de que hasta nueva señal no se podía viajar a El Sásabe.

 

—Quiubo —se dirigió Paulino al recién liberado—. ¿Cómo estás? Pensé que ya no te iba a volver a ver. Mira, él es periodista, pero es amigo, y le conté que tú estabas en el grupo que los narcos secuestraron, y quiere que le cuentes cómo fue y cómo están los pollos que se han quedado allá.

 

El hombre, de unos 25 años, se frotó la cara. Lanzó a Paulino una mirada incómoda y se dirigió solo a él:

 

—Hombre, Paulino, usted sabe cómo funcionan las cosas aquí. Si yo cuento algo y ellos se enteran, mañana me dan piso, no duro vivo ni este día. Y se enterarían. Aquí todo el mundo está comprado.

 

El otro hombre respaldó a su amigo haciéndonos una pregunta que, tras no encontrarle respuesta, hizo que nos marcháramos:

 

—¿Qué ganamos con esto? —dijo—. Si aquí nuestra vida no vale nada, a cada rato matan a conductores de las van, los entierran en los caminos y nadie se entera nunca.

 

Paulino refunfuñaba mientras nos dirigíamos a casa de Eliazar.

 

—¡Por eso estamos como estamos! El narco sigue matando gente y nadie quiere decir nada.

 

Eliazar seguía sin saber mayor cosa. Esa noche su pollero no había llevado migrantes, y por tanto lo ocurrido no importaba mucho a este juntador.

 

—Si quiere vaya a ver al albergue, tal vez ahí sepan algo —recomendó.

 

El quinto de los migrantes en entrar a refugiarse ahí era salvadoreño.

 

—Mi nombre prefiero que no lo sepás, porque lo que me ha pasado es muy penoso —pidió.

 

La tarde del día anterior había llegado a un trato con su pollero: 1 800 dólares por llevar a su hermana hasta Los Ángeles.

 

—Mis familiares allá solo tenían ese dinero reunido, y yo quise mandar a mi hermana para no dejarla sola en este pueblo de mafiosos. Yo iba a esperar una semana más para que reunieran el dinero para llevarme a mí —explicó.

 

Su hermana partió esa noche, y la camioneta en la que iba con su pollero fue una de las 15 secuestradas por hombres con pasamontañas.

 

—Yo ya hablé con los polleros que han regresado, y con algunos dueños de las van que han ido a ver si quedó algo en los carros que les quemaron. Me confirmaron que mi hermana estaba ahí —dijo el hombre con la mirada clavada en el suelo y la mandíbula temblando a punto del llanto—. Yo no puedo ir a poner denuncia, no puedo hacer nada, porque me matarían, si aquí todo es pura mafia. Yo solo quiero irme de vuelta a mi casa, pero no tengo para el pasaje —dijo el salvadoreño, decidido a dejar a su hermana y a ver qué se podía hacer desde El Salvador.

 

A veces, el miedo puede más que la sangre. Él aseguraba que debido a las averiguaciones que anduvo haciendo ese día, un carro con vidrios polarizados lo había perseguido durante tres horas.

Llamé a Paulino y llegó por mí en pocos minutos. En el camino marqué el número de teléfono de un señor al que llamaré A y a quien Eliazar me había recomendado hablar para saber más de lo que estaba pasando. El señor A dejó salir una apabullante ola de preguntas:

 

—¿Quién es usted? ¿Quién le dio mi teléfono? ¿Por qué quiere hablar conmigo de eso? ¿Quién le ha dicho que yo sé algo?

 

Más que tranquilizarse con mis respuestas, él quería saber quién era yo, y por eso aceptó recibirme en un cuarto de uno de los hoteles del pueblo a las nueve de la noche.

 

—Venga solo —pidió.

 

A las nueve en punto el señor A estaba en la habitación indicada temblando de pies a cabeza. Le entregué todos mis documentos para que los viera, le mostré un par de materiales que había publicado, le dije que un taxista del que no recordaba el nombre me recomendó hablar con él porque era un altareño de nacimiento. No dejó de temblar.

Dijo no muchas veces hasta que accedió a contestar algo más que un monosílabo:

 

—Todos sabemos que eso pasa, los secuestran, violan a las mujeres que van migrando y les dan unas grandes golpizas a los migrantes, a los polleros y a los conductores de las van, ¿pero qué vamos a hacer? Aquí solo tenemos ocho policías, y los narcos tienen hasta a 50 hombres bien armados y a muchas autoridades compradas.

 

Antes de irme, me hizo prometerle varias veces que no trabajaba para el narco.

 

—Por cierto, si ha andado preguntando por esto mejor váyase mañana, aquí todos se conocen y es fácil saber quién no es de aquí —se despidió.

 

***

 

El día siguiente me fui de Altar, y durante un mes y medio hablé cada semana por teléfono con Paulino y Eliazar, quienes solían explicarme que la zona seguía caliente, y los narcos alborotados. El señor A me pidió que mejor habláramos cuando yo regresara. Durante ese mes y medio, pasó precisamente lo que los narcotraficantes temían. El operativo Jump Star, el que George Bush aprobó en 2006, empezó a ponerse en marcha en el lado fronterizo estadounidense, justo frente a El Sásabe. Los 1 400 millones de dólares aprobados ese año se materializaron. Empezó la construcción de 420 kilómetros de muro (van 11 hasta el momento), empezaron a llegar los 600 agentes extras asignados a esa zona, y el Departamento de Seguridad Interna pagó a la compañía Boeing, fabricante de aviones y equipos para naves espaciales, para que instalara las primeras nueve torres del Proyecto 28. Torres coronadas por cámaras infrarrojas capaces de detectar movimiento a 17 kilómetros a la redonda, distinguir si es animal o humano y si va armado.

Cuando entrada la primavera regresé a Altar, me reuní con el párroco Prisciliano Peraza. Había sido la única persona que habló con los narcotraficantes para interceder por los secuestrados.

Me recibió en su despacho, en un ala de la iglesia, al lado del parque. La conversación inició con una anécdota del padre:

 

—Nada más la semana pasada, el narco detuvo a un periodista gringo camino a El Sásabe —relató—. Andaba cámara de video y de foto. De repente, me llaman los del narco, y me dicen que tienen a un periodista que dice que me conoce. Les dije que sí, que yo lo iría a traer a El Sásabe. Llegué, le habían quitado todo y lo habían madreado. Lo que quiero decirte es que el narco sí me respeta un poco, porque saben que puedo llamar a alguna autoridad nacional y hacer notable este caos del pueblo, y eso no le conviene a nadie.

 

El padre es el único testigo que cuenta lo que vio aquel martes 13 de febrero. Según el párroco, él se comunicó con los narcotraficantes, y por teléfono consiguió negociar rehenes: le darían a pequeños grupos, para que los fuera llevando a Altar poco a poco. No le dijeron más.

 

—Los tenían ahí sentados en un rancho cercano a El Sásabe, pero solo quisieron darme a 120, a los más golpeados, a los que tenían los tobillos quebrados o la cabeza abierta por los batazos que les pegan. Al resto de los 300 no sé que les pasó, no sé si los soltaron.

 

La mayoría de los liberados regresó a casa de su pollero. Volvieron a perderse en el pueblo, y con ellos su testimonio. Ese secuestro, el más grande del que los habitantes de Altar han escuchado, no fue denunciado ni apareció publicado en ningún medio de comunicación nacional. Ciento ochenta emigrantes quedaron en aquel rancho aquel día, 120 pudo salvar el cura. Nadie supo más de esas personas. Quizá, sin que nadie se enterara, hubo una masacre a pocos metros de territorio estadounidense, y aquel rancho es ahora un cementerio.

Todo se hizo difuso después. Al poco tiempo, siempre a las nueve y en el mismo cuarto, volví a ver al señor A. Como la vez anterior, temblaba, susurraba, volteaba a ver las ventanas. Sin embargo, esa vez habló bastante. Contó dos anécdotas ocurridas en 2007 en la alcaldía, que explican por qué asuntos como el secuestro quedan en el olvido. Omitió nombres.

Un funcionario dio una conferencia de prensa donde dijo, literalmente, que por Altar pasaba mucho migrante y mucha droga.

 

—A los cinco minutos —relató el señor A— un narco llamó a quien había dicho eso, y le puso la grabación de sus palabras. Algún periodista le había llevado esa grabación.

 

La otra reprimenda estuvo relacionada con el secuestro. Un funcionario de Altar llamó a la Procuraduría de Sonora, estado al que pertenece el pueblo, días después de lo ocurrido. Dijo que había 300 migrantes secuestrados. ¿Y qué pasó?

 

—Otra vez un narco llamó a ese funcionario y le dijo que le acababan de llamar de la Procuraduría para contarle de su llamada, y que era la última vez que lo iban a perdonar.

 

Esto demuestra la penetración de los narcotraficantes en la justicia estatal.

Paulino Medina me explicó por teléfono hace unos días que hacía poco los narcos habían vuelto a secuestrar. Esta vez a un grupo de unas 30 personas.

 

—El grupo era de 26 migrantes, dos conductores de van y los dos polleros. El narco ofreció a los polleros cargar cada migrante con 20 kilos de marihuana. Ellos deberían llevar la marihuana a la reserva de los tohono, acompañados por un empleado de confianza del señor. Esa era la condición para que los dejaran ir. Los polleros aceptaron, y no hemos vuelto a saber de ellos — dijo el taxista.

 

Según Prisciliano Peraza, en realidad todo el mundo sabe cómo está estructurado el crimen organizado en el pueblo.

 

—Aquí todos sabemos cómo se llama cada uno de los seis narcos que operan, pero nadie lo denuncia. Todos sabemos también que ni al narco ni al gobierno le conviene que esto se sepa, porque se desencadenaría una guerra si el gobierno, bajo la presión social que esto generaría, tuviera que actuar —dijo Peraza en aquella reunión en la parroquia.

 

En la conversación en el hotel, el señor A también me contó que los seis señores de la droga de la zona le pagan a Joaquín «el Chapo» Guzmán, jefe del cártel de Sinaloa, uno de los dos más poderosos de México. Le pagan para regentar un pedazo de frontera y para que los proteja de posibles intervenciones del gobierno federal.

 

***

 

Los habitantes de Altar están preocupados por lo que pueda pasar con el pueblo mismo. La mañana que llegué a Altar, Paulino pasó a recogerme y nos fuimos a su casa.

 

—Quiero contarle cómo van las cosas —dijo. Repitió la rutina: sacó dos cafés aguados y empezó a poner en palabras la podredumbre de aquel sitio.

—Esto de la migración se va a acabar pronto en Altar, porque maltratan mucho al pollo y el narco está pesado. Cuando eso pase, todos se van a quedar chillando aquí en un pueblo fantasma —auguró.

 

Sacó de entre sus papeles una credencial.

 

—Mire, me han dado este cargo a prueba por tres meses, pero está duro.

 

El alcalde de Altar lo había nombrado comisionado de transporte municipal, y su principal objetivo era solucionar el problema de las camionetas quemadas y abandonadas al lado de la carretera, luego de que los narcotraficantes bajan a las personas, les pegan y luego incendian el vehículo.

 

—Y eso es un gran problema para todos —explicó Paulino— porque ellos no se recuperan ni en un año si les queman una van, los pollos se asustan y la municipalidad deja de recibir el impuesto de esa van.

 

El entonces secretario de transporte proponía establecer un acuerdo con los narcotraficantes para coordinar el tráfico de personas y drogas.

 

—Lo que quiero es establecer un vínculo con los señores (narcos), para que ellos avisen cuándo van a despachar burreros, y que ese día las van no lleven pollos.

 

Esa misma tarde pude comprobar cómo los esfuerzos del narco por controlar la zona estaban surtiendo efecto. Fui a la plaza a tratar de abordar una de las camionetas que van hacia El Sásabe.

 

—Yo lo llevo —dijo el conductor— pero le cobro los 100 pesos del pasaje y otros 500 para la mafia; si no, olvídese de que lo llevo, me queman el carro si no pago por usted

En el sitio de taxis no estaba Paulino. Sin embargo, Artemio, uno de los que le trabaja el taxi a Paulino, estaba negociando con tres hombres jóvenes de Sinaloa. Les ofrecí compartir el taxi y aceptaron. Nos apretamos en la carcacha y partimos.

Entramos a la calle de tierra que recibe a los viajeros con un cartel agujereado por unos 50 balazos, donde el narco ha escrito: «Esto también puede pasar». Es decir, que, a parte de ser deportados, asaltados, violadas las mujeres, morir picados por serpientes o de sed en el desierto, también les puede pasar que la mafia los acribille si así lo determina. Las señales en la calle seguían: al menos ocho camionetas quemadas yacían a la orilla.

Los jóvenes aseguraban que iban a recoger a ocho pollos a La Ladrillera. Poco antes de llegar a El Sásabe se encuentra esta fábrica artesanal de ladrillos, una zona de asaltantes y narcos, donde las van descargan a muchos para que aborden los pick up que los llevan hasta los puntos de cruce, sitios del desierto identificados por alguna señal particular: El Riíto, El Carro Quemado, El Poste Verde. En esas pick up coinciden, sin saber a ciencia cierta quién es quién, burreros, pollos, polleros y asaltantes del desierto.

Llegamos a La Ladrillera donde no había ni un alma a la vista. Los tres hombres, sin embargo, insistieron en quedarse allí. Artemio me dejó en El Sásabe. El pueblo estaba vacío. Una señora que vendía comida me dijo:

 

—Es que el narco anda alborotado, porque están trabajando, entonces menos gente está viniendo, y los que vienen no están parando, se desvían por La Ladrillera. Mejor váyase —sugirió. Y me fui.

 

Mientras caminaba, una van hizo parada al verme. El conductor, un hombre bigotón de unos 50 años, me ofreció regresarme a Altar por 50 pesos. A su lado, en la van, iba un pollero al que la migra acababa de quitarle a 30 migrantes y una altareña, vendedora de cocaína al menudeo. Ella y el joven hablaban de cómo cada vez era más difícil evadir los controles estadounidenses. El conductor no dijo casi nada hasta que le pregunté si era cierto lo del peaje de los 500 pesos por migrante:

 

—Sí, nos están arruinando. Ellos nos mandan a uno de los suyos a cobrar allá a Altar y te dan un código. Algunos choferes se van a la brava, y a esos son a los que les queman la van. Porque si en el camino te para la mafia y te pide tu código, se lo tienes que dar, y además ellos saben con tu código por cuántos pollos pagaste; si llevas más, te chingan.

 

Es cierto, había menos viajeros, pero eso es relativo en estas tierras. En la hora y media que tardamos en volver a Altar, pasaron 34 camionetas y tres buses escolares llenos de pollos. En mi viaje anterior, en el mismo trayecto, conté 45 camionetas y tres autobuses. Vale recalcar que 34 camionetas y tres buses equivalen a 800 emigrantes. Eso, poniéndole un precio de 500 por cabeza, se convierte en 400 mil pesos (unos 35 mil dólares) para el narco. En solo una hora y media, y sin traficar nada.

 

***

 

Al día siguiente me reuní con Eliazar en la cantina Cherián, frente a la plaza. El juntador estaba refunfuñando.

 

—Esto anda lleno de pollos y nosotros no agarramos nada de nada —le decía a René, otro juntador—. Tenemos que hacer algo, empezar a pagarle a la policía o nos vamos a quedar en la ruina.

 

Afuera, El Metralleta y El Pájaro trabajaban a sus anchas en la plaza.

Eliazar y René se hartaron de esperar y me invitaron a acompañarlos a comprar una bolsa de cocaína, seis cervezas e irse al cerrito, un lugar en el desierto donde estacionarían el carro de Eliazar para pasar el rato.

 

—Llegamos al autoservicio —dijo René cuando paramos frente a una fila de carros, en una de las principales calles de Altar, flanqueados por viviendas a medio construir.

 

Hicimos fila atrás de esos carros. Llegó nuestro turno. Nos paramos al lado de la ventana del conductor del Toyota blanco que tenía colgando de la puerta dos botellas de plástico cortadas a la mitad. Las dos estaban rellenas de bolsitas de cocaína.

 

—A mí deme 100 de original de la sierra, es que la machaca (mezclada) me da congestión — dijo Eliazar.

—Ve, más fácil que comprar tortillas —dijo entre risas René.

 

Ya en el monte, en medio de los cactus de dos metros del desierto, hablamos de cualquier cosa. Sobre su trabajo, Eliazar solo hizo un comentario sincero:

 

—Es cierto que le echamos mentiras al pollo, porque si no, no se vienen con uno. Acuérdese de que tengo cinco plebes que alimentar —apoyó la bolsita de polvo contra el tablero del carro, le pegó con su celular, utilizó la punta de su llave como cuchara y aspiró.

—Eso es cierto —complementó René—. Además, acuérdese de que hay que llevarle pollos al patrón, porque él también gasta mucho. A él le toca pagarle a la mafia 100 dólares por pollo, porque los pasamos por una de las rancherías de marihuana.

 

Me llevaron de regreso a mi hotel y se fueron quejándose aún por cómo la situación del pueblo los estaba dejando sin materia prima con la que trabajar.

Al día siguiente me despedí de Paulino, que también se quejaba. La carretera a El Sásabe era una cuerda floja, y para no arriesgar su taxi prefería trabajar solo en Altar.

 

—Ve como esto se está acabando, y eso porque no hemos sabido controlar la cosa, hacer que el migrante no se asuste —se despidió.

***

 

A mediados de septiembre hice una llamada a Eliazar y Paulino. El taxista, indiferente, me contó que le habían retirado su cargo de secretario de transporte, porque nadie quiso hacerle caso a su plan de coordinar tiempos con los señores de la droga. Aseguró que muchos de los comerciantes y polleros de Altar se habían ido a Palomas, un pueblito al oeste de la frontera, colindante con el estado de Nuevo México en Estados Unidos. Ese es el estado que según la patrulla fronteriza tiene menos vigilancia.

 

—En cuestión de meses volveremos a ser lo que antes éramos, un pueblo fantasma del desierto, sin migrantes, sin trabajo —pronosticó. El juntador no contestó indiferente, sino alarmado. «No sé qué pasa, en toda esta semana solo he logrado convencer a un pollo.»

 

A diferencia de Paulino, él no piensa quedarse si la situación sigue así. Su hogar está donde haya migrantes deseosos de pasar al otro lado.

—Estoy pensando en irme para Palomas. Dicen que allá hay buen trabajo —dijo.