Algunos argentinos o, mejor dicho, porteños —seres de alta autoestima que habitan la ciudad de Buenos Aires— tienen la sensata costumbre de viajar periódicamente a Montevideo con la consigna de desenchufarse. Les alcanza con cruzar el Río de la Plata, en un barco construido en Tasmania que navega a 55 nudos y tiene mil metros cuadrados de tiendas de artículos de lujo exentas de impuestos. Son, técnicamente, 135 minutos entre puerto y puerto.
Apenas llegan a la capital uruguaya, estos argentinos hacen lo mismo que puede hacer un madrileño —por ejemplo— si decide darse una escapada a Zaragoza: dejarse llevar por una buena siesta, callejear por un territorio definitivamente unplugged y prometerse que, cuando regrese a la metrópolis, rebajará la intensidad de sus recorridos emocionales. Es un buen plan, sobre todo si se está a una distancia de 122 minutos en tren rápido, con la simple meta de tomarse una selfie en la basílica del Pilar y no demorarse mucho tiempo más, ante el riesgo de que...
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