En la víspera de la llegada del rey de España a la isla caribeña, la centenaria estatua del conquistador Juan Ponce de León fue derrumbada. Cayó, en el silencio de la madrugada, y el ruido del pesado cobre inglés chocando con la brea le quitó a la ciudad el peso histórico que por muchos siglos la hundía. No hubo testigos; ni los múcaros que pululan por la plaza en las tempranas horas de la madrugada ni los coquíes que cantan sin cesar en los árboles al lado del Contrafuertes intentaron prevenir el derrumbe. Nadie vio su desplome.
La mañana siguiente el pueblo se despertó sintiéndose liviano, con las noticias de la estatua hecha pedazos. Las fotos de la efigie del conquistador al fin vencido por los isleños, como una elegía para los isleños originales silenciados en su Edén, rondaban por todos los medios noticieros oficiales y populares. Y, como siempre que algo acontece en Puerto Rico, por más banal que parezca, todo el mundo tenía una opinión correcta sobre el asunto.
El asunto de...


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