Las fotografías que acompañan esta voz fueron realizadas durante el festival de tambores en Palenque de San Basilio, Colombia, en Octubre de 2014. San Basilio, el primer pueblo de esclavos libres de América, patrimonio de la Unesco, representa la memoria viva de la música, los rituales y las lenguas africanas en esta orilla del atlántico. 


1

Lo más probable es que a Francisco Martín no lo cazaran en la Costa de Guinea, ni tampoco se llamara Francisco Martín, como aseguró Diego de Torres, apoderado de Manuel Bautista Pérez en la causa contra él. Según probó (y así reposa en la declaración del 6 de agosto de 1614, vertida en la grafía imposible del escribano Andrés de Sosa) su cuerpo no atestiguaba las marcas candentes que los esclavistas portugueses acostumbraban quemar sobre la piel fresca de su mercancía en los puertos de Cabo Verde y Cacheo. Francisco Martín, «negro de guerra», habría combatido hombro con hombro junto a los soldados de su majestad, tanto contra indios levantiscos como contra piratas holandeses, bajo los soles sofocantes de las Antillas. Al menos eso insinúan los garabatos imposibles del escribano.

Es muy probable que el español Manuel Bautista, vecino de Cartagena de Indias, reclamara la propiedad del negro Francisco aprovechándose de circunstancias ocasionales, para venderlo con evidente ventaja a los notables de Santa Cruz de Mompox o a los mineros de Zaragoza en la provincia de Antioquia.

Con absoluta seguridad, Francisco Martín nació en las arenas selváticas arriba del río Gambia, otro su nombre, otra su lengua. La noche del alumbramiento sus mayores le arrancaron el ombligo custodiando el manoteo de unos tambores que él recordaba distantes, lejanos, como entre follajes y sombras. Las mujeres de la tribu frotaron polvos de araña para cerrar el agujero que continuaba chorreando sangre. Sembraron aquel despojo de ombligo, quizá también la placenta, allá en la espesura, junto al arbolito que crecería con él. Francisco Martín jamás volvió a abrazar su tronco, ni bebió de nuevo la corriente fangosa del Gambia. Hay razones para creer que mientras él fatigaba grilletes y memoriales en las audiencias de la Nueva Granada, ese árbol ya maduro sufría perdiendo las hojas. Hay razones para creer que mientras era azotado y privado de la comida que otorgaban a los demás esclavos en el domicilio de Manuel Bautista, en África su árbol se marchitó por completo. Hay razones para creer que Francisco Martín fue libre de verdad, por las señas atadas que traía su cabellera, de pelo quieto, la mañana del desembarco en la bahía. Crespos vistosos, nudos peculiares, llamaron la atención de mercaderes y estibadores, diferentes a la usanza de los negros en el puerto.

Como una araña que hace marrullas, Francisco Martín fue tejiendo un entramado de memoriales y declaraciones, de pruebas y testimonios y notificaciones, enredando en ella a su propietario. Si aquel era real o fingido a mí poco me interesa. Esta red de artimañas e impugnaciones conduce siempre al mismo nudo, que sí me interesa: Francisco era, tenía que ser, un hombre libre. Con ello impugnaba una época completa. Nunca lo presintió. O tal vez sí.

Cualquier cotero tuerto del muelle, puede que una zambita que trasteaba canastas de pescado en la cabeza, ensayando sonidos parecidos a los de su idioma, de soslayo expusieron lo que acontecía atrás de las montañas. Otros danzaban con la brisa, sepultando los muertos como es debido, sin obediencia a ningún amo. Francisco Martín sólo quería zafarse los eslabones para buscar ese lugar. Sólo quería trepar por la telaraña de memoriales, citaciones, declaraciones, latigazos, órdenes incomprensibles. Quizá descubriera de repente que jamás regresaría a la orilla de ese río donde tenía enterrado el ombligo.

Preguntado sobre su origen, el negro hizo saber con insistencia, tal y como consta en los mamarrachos retorcidos del escribano:

—Ananse. Nací libre. Y soy del linaje de Ananse.

2

El pelo es mapa y surco. La tradición oral de los afrocolombianos en el Palenque de San Basilio recuerda una hazaña conocida; las mujeres negras modelaban sobre los cabellos de las niñas indicaciones y señales para que sus maridos trazaran planes de fuga. Un rasgo, un moño, un rulo, un monte, un atajo, trenzados y amontonados ahí donde el amo jamás sospecharía que se ocultaban. Por eso dicen que los negros llevan la libertad en la cabeza. El pelo es guía y camino.

El pelo es relato y lienzo. Las señoras se atardecen en el rellano de las casas. Pasa en cualquier caserío de latas entre la selva lluviosa de Condoto o del Alto Baudó, sobre el polvero de Mahates, en una barriada populosa de Cartagena. Se juntan a peinar los «sucedidos», narraciones de cabello enrolladas en la cabeza de las muchachas. Esos peinados «muestran» lo que pasó en la semana, los sucesos del día, lo que acontece en el pueblo. El pelo es cuento y chisme.

El pelo es sello y distintivo. A la gente afro nunca le faltará el estilo, la elegancia original. La antropóloga Lina María Vargas explica que la moda de rapar diseños en el cuero cabelludo no es un capricho gringo que popularizaron Mike Tyson, o Rihanna, o Michael Jordan. La verdad es que aquellos cortes ya los afeitaban los barberos de Quibdó y Puerto Tejada cuando los afros no eran tan importantes para la televisión. La verdad es que se rasuraban líneas y figuras antes siquiera que un solo negro pisara las costas de América. Desde África el pelo es linaje y apellido.

El pelo es territorio. Es como el río que ondula cayendo lentamente, o como la canoa que corta al río, o como el racimo de guineos a bordo. En la canoa el boga. Y en el cabello del boga la canoa va peinando al río. La greña redonda, como chontaduro. O rizada en mazorca. Quebrada como esa serranía del fondo. El pelo puede ser ramaje de un chanul, la corteza del chachajo, las bocas del manglar. Es paisaje y residencia.

Las señoras se atardecen en el rellano de las casas, peinando los «sucedidos», narraciones de cabello enrolladas en la cabeza de las muchachas que muestran lo que pasó en la semana, los sucesos del día…

El pelo es historia. Jaime Arocha anota que la antigua tradición quizá se remonte al golfo de Benín. La trajo Ananse en las bodegas de los navíos negreros. Ananse, la araña mítica de los fante y los asantes o ashanti, que es Miss Nancy en las Antillas y Aunt Nancy en el Mississippi. La señora Anansí de Surinam y el Caribe. Ananse, diosa de los akán, que sabe embaucar y enredar, diestra en embustes y marrullerías. Ananse tiene el don de la ubicuidad. Fue esa araña la que mostró a los cimarrones la travesía que conducía a los palenques y quilombos, fortalezas de negros rebeldes que escaparon al dominio colonial; por eso los esclavistas la odiaron con inquina. Dicen las abuelas del Chocó que Ananse instruyó el arte de los peinados. Dicen que el hilo de esa araña mantiene reunido el corazón de África con los cabellos en América, como el ombligo mantiene pegado al crío con el vientre de la madre. El pelo es leyenda y pasado. Es ombligo y vientre.

El pelo es ritmo. Un patrimonio que no es pieza de museo se sacude aunque permanezca quieto. Tiene su cadencia, también tiene sus silencios. Cambia los ánimos de intensidad. El pelo es carcajada y es lágrima. Se pone apretado pero también se alisa. Se suelta o se arremolina. Delata el abatimiento y el entusiasmo. La extravagancia y la compostura. Mechones amarrados conjuran enfermedades, espantan dolencias. Mechones atraen amores esquivos. Es repique o golpe seco de tambor. El pelo es poesía.

3

«¡Qué grande es el alto Congo!» escribió el poeta cartagenero Jorge Artel: «Ésta pudo ser mi patria, y yo uno de estos remeros». En la voz de esos remeros, que no eran los del Níger, ni el Zambeze, el negro Candelario Obeso escuchó a los canoeros del Magdalena remando una angustia espesa, viscosa como la madrugada, un dolor que no podía cantarse con aquel castellano delicado del amo. Con arte se ablanda el hierro —pensaría Obeso— con arte se doma la serpiente mapaná. Entonces con arte soltó esa borrasca de tristeza contenida que es la «Canción del boga ausente»:

Qué oscura que está la noche,

la noche que oscura está.

Así de oscura es la ausencia…

¡Bogá! ¡Bogá!

Al recorrido del río Magdalena lo interrumpe el mismo océano que devora al Níger, al Congo y al Senegal. No sería descabellado afirmar que entre los remeros de aquí y de allá se interpone un mar de distancia. No obstante, casi iguales, los remeros de Artel y los de Obeso serían idénticos, si no los interrumpiera además el holocausto colonial de varios siglos que fue la esclavitud. El pasado compartido de sufrimientos conduce al inevitable desenlace de la cultura negra en América, con su seña de identidad más fuerte: cierta tristeza vital y alegre, cierta felicidad enérgica pero muy dolorosa, cuya esencia cabe en el lumbalú, un ritual de cantos y tambores que celebran los palenqueros cuando muere algún vecino en San Basilio. Donde vemos festejo, hay llanto debajo. Lo que parece rumba es un larguísimo lamento.

Estatua dedicada a Benkos Biohó, quien, tras ser vendido como esclavo en 1596 en Cartagena de Indias, se fugó y lideró la rebelión que fundaría los primeros palenques en las Montañas de María, alrededor de Cartagena.
«Olvida el ensalmo y confía en tu perro», sentenció el poeta Helcías Martán Góngora a su paisano de las bocanas entre el Pacífico y la selva: «Contra la picadura del insecto, la amenaza del tigre y de la víbora, yo te conjuro, negro». Martán Góngora, convencido que su bisabuelo en el Congo «fue brujo, poeta o rey», cantaba los alabados como si fueran suyos, mientras los pescadores de Guapi y Timbiquí conversaban con versos y décimas en la punta de la lengua, como si fueran él. Río abajo, de blanco navega la romería del difunto. Era aún niño y por eso le dedican un gualí. El poeta escribe lo que piensa cualquiera en la procesión de chalupas: «Velo que bonito, lo vienen bajando. Con ramos de flores lo van coronando». De blanco. Porque negro acá no es color de luto, sino de vida.

4

«Si yo fuera tambó, sonara no más pa’ ti. Pa’ ti mi negra, pa’ ti.» Los versos son de «Bullerengue», el poema de Artel. Pero podrían pertenecer al anciano biáfara que guardaba los ganados en el convento de Santa Cruz de Mompox. Quiero imaginarlo tirando el son a modo de súplica encima del barro del Magdalena. Con la penumbra sin estrellas, su amiga la mulata Rosalía, quizá su amante, quizá su hijastra, cruzaba el brazo de Loba huyéndole al yugo.

Tras morir, Juana de Quiñones dejó en herencia al hospital del convento de Santa Cruz de Mompox a la mulata Rosalía, hija de la negra Bibiana que antes había pertenecido a Luis Jiménez de la Castellana. Sabemos, por las declaraciones que rindieron el año de 1703 Fray Diego de Bustamante y Fray Félix de Dueñas, que Rosalía se fugó con sus críos pequeños. Se supone que afrontó caños y pantanos desamparados hasta la villa de San Miguel de las Palmas de Tamalameque. Eso conjeturaban los frailes del convento, que reclamaron a un tal capitán Lorenzo Santiago la captura inmediata de la mulata.

No sé cómo vadeó Rosalía el inabarcable Magdalena. El manuscrito no aclara si nadó a la orilla contraria, la corriente tragándose a los críos, o si algún boga era cómplice de la huida. No sé si la prendieron y le cortaron las orejas con hierro de Toledo, en castigo por cimarrona. Sabemos, sin que lo diga el manuscrito, que las trenzas del cabello mostraron rutas por las ciénagas y los esteros. Sabemos también que era famosa en la comarca la noticia de un pueblo resguardado en colinas cerradas de monte, donde se hablaba y se habla todavía en una lengua parecida al kikongo de algunos bantús. Un pueblo sin blancos y, por lo mismo, sin amos.

Quisiera volverme gaita

y soná na más que pa’ ti,

pa’ ti solita, pa’ ti,

pa’ ti, mi negra, pa’ ti.

Rosalía recordaba los cuentos de los esclavos viejos. Narraban hazañas de Benkos Biohó, el cimarrón que prendió fuego a Cartagena. Hubo quien diera fe que era la encarnación del mismísimo Changó. Quizá uno de los críos oyó de su propia voz esos relatos, con los que abandonó Tamalameque. Atravesó la ciénaga de Zapatosa escapando Magdalena abajo. No sé los días, ni el número de las noches. Sin yuca que echarse a la boca, las piernas llagadas de tanto rastrojo seco y pedrero, trepado a los matorrales alcanzó a divisar filas de troncos elevados formando empalizadas tupidas. Allá se levantaba el palenque. El muchacho de Rosalía agarró el tercio. Abrió sendero por las malezas a manotazo limpio. «Si maraca fuera yo, sonara no más pa’ ti.» Adelante convulsionaba una percusión desbocada…

Pa’ ti maraca y tambó;

pa’ ti, mi negra, pa’ ti.