EN COLABORACIÓN CON RENFE/SNCF


Amado J.,

te escribo de camino a París. «¿Por qué una carta?», preguntarás. Te la debía. Tenía que responderte desde el mismo lugar desde el que me escribiste sabiendo ya que me querías pero sin querer decirlo. Vengo donde estuviste, pero no me acompañas. Tampoco vienen Scott Fitzgerald ni Kerouac. Crecí con ellos, también contigo, y a ratos mengüé porque el proceso de maduración nunca es constante, pero hoy voy en busca de Davis, Wharton o Pardo, porque un día fueron suplemento, pero en este viaje van a ser mi pan y mi agua. He vuelto a leerlas, a seguirlas y ahora quiero caminar junto a sus casas, recordarlas y probar, si hiciera falta, lo que bebieron.

Tranquilo, no voy a París a reflejarme, voy a morirme. A anular mis ojos tan hechos a lo evidente y probar otras miradas que las revivan, que las traigan de un silencio y un olvido que no merecen. Pero no hablaré de Marianne, ni de Juana de Arco. Ni del dúo de Simones que más me ha hecho pensar, Beauvoir y Weil. Las que deben guiarme en mi paseo son extranjeras porque eso es lo que es cualquiera que viaja y siente la «experiencia insular» de la que habló Susan Sontag.

Me pregunto para qué hicieron este trayecto: para trabajar, para salvar la vida, la cabeza y por amor, cómo no. Discrepo con ellas en ciertas cosas, ya lo imaginas, pero preparando el camino he encontrado alguna hermandad inesperada. «Si yo fuera rica, no tendría casa. Una maleta grande y a viajar siempre», escribió Carmen de Burgos «Columbine», primera corresponsal de guerra española, pero más publicitada por haber sido pareja de Ramón Gómez de la Serna que por su valentía. Por eso, amor, en estas cartas, tú serás sólo inicial y yo nombre y apellidos: no porque yo sea mejor, sólo porque es necesario.

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Viajo en tren, en un RENFE/SNCF de alta velocidad que une Barcelona con París en algo más de seis horas. Es la principal diferencia entre sus vidas y la mía: la rapidez y la prisa, pues ellas tomaron barcos o vagones en los que invirtieron días y a veces semanas para alcanzar la capital francesa. Todo lo demás, al margen del talento que las separa a unas de otras y a todas conmigo, es similar. La vida precaria por querer escribir es un ejemplo «Muchas traducciones, muchos prólogos, muchos arreglos… muchos… trabajo de hojarasca para ganar el sustento». Esa que te habla desde el pecho generoso es Carmen de Burgos a quien Alejandra Pizarnik replicaría: «No hablemos más del asunto: no es de pobres hablar de la pobreza», escribió hace 55 años en una carta dirigida a Ana Bernaechea. Fue en París, donde yo llego con un grupo de colegas donde sólo dos de siete tienen sueldo fijo y un contrato.

En el tren veo a una pareja joven que no se habla. No parecen enfadados, sólo callan. A la altura de Figueres, ella saca de su bolso un bote enorme y al abrirlo veo hilos de colores, agujas y un dedal con el que se protege el corazón hasta París. Borda un paisaje en tonos verdes y marrones, sólo alguna flor rojiza. Apenas levanta los ojos del bastidor y con el chico, alto, delgado y quizás guapo, sólo intercambia un beso minúsculo que despierta mis ansias de besarte a ti para compensar tanta economía. «Tú me desatas los ojos / y por favor / que me hables siempre», dice ahora con dulzura Pizarnik para que te lo diga y lo recuerdes.

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Una pistola roza mi curiosidad. El policía que pasa vigilando los vagones lleva el arma colocada a la altura de mis ojos. Yo quiero tocarla para ver si quita el miedo porque no he querido decírtelo al despedirme de ti esta mañana, pero por primera vez en mi vida temo salir de viaje. Los últimos atentados en París y Londres han hecho efecto y aunque se habla mucho de ellos, es difícil espantar el terror sólo nombrándolo.

«La tensión se nota en los ojos de la gente. Todos eran sospechosos», escribió Shay Youngblood en Black Girl in Paris donde narra su experiencia en la ciudad a la que llegó a mediados de los años 80 para seguirle el rastro a los artistas negros de Estados Unidos que vivieron en París. En sus páginas explica que las aseguradoras, tras varios ataques terroristas, se inventaron un producto: seguros contra secuestros para viajeros habituales. Fue entre 1985 y 1986, cuando París y ciudades como Lyon sufrieron ataques a cuenta del conflicto en Oriente Próximo. Hace más de 30 años y el miedo parece otro, pero el miedo siempre es el mismo y la seguridad sigue siendo un buen negocio.

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«Quiero ese tipo de vida [el de autores como Kundera o García Márquez] aunque sea una mujer y aún no piense en mí como una escritora. Yo sólo hago mapas», dice la joven creada por Youngblood para explicar su viaje. Pide perdón, como tantas antes y después, por atreverse a desear una existencia creativa y libre. Yo le agradezco a Emilia Pardo Bazán que fuera menos modesta. «El cronista tiene que aprovechar esa actualidad momentánea y efímera, y servirla a su público calentita, hirviendo, espolvoreada de sal, de azúcar y a veces hasta de pimienta ligera», dice dando lecciones sobre su oficio del mismo modo que lo hacen los hombres, sin pedir permiso.

La gallega fue a París a cubrir la Exposición Universal de 1889, cuyo símbolo sigue siendo esa Torre Eiffel enorme y orgullosa que por las noches, yo no lo sabía, brilla. Entre información e información, Pardo se dirige a los periodistas que están por venir, algo que no veían bien algunos críticos, que tachan de «pedantesco» su estilo y su atrevimiento. Más duras fueron las críticas cuando defendió a Emile Zola en La cuestión palpitante. La tacharon de frívola, de rebelde y de fomentar la pornografía. No existía Twitter, así que se libró de que la llamaran puta, pero su marido no soportó el envite y le rogó que dejara de escribir. Ella ni se lo planteó y decidió separarse.

Sobre la crónica también decía que debía tener un estilo ameno e impetuoso; ser accesible a todas las inteligencias; contener detalles jugosos y coloristas y que debía parecerse más al lenguaje hablado que al escrito. «Aunque peque de lírica», añadía. Me gustan sus consejos, más su coraje. Con ambos en la mano llego a París.

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Todo carácter precisa de un mal trago para aflorar. Sí, voy a hablarte de Anaïs Nin. Por ella voy de cabeza hasta la rue Vavin para ver si aún existe Le Viking, la cafetería en la que bailó una rumba que tuvo como premio el cuerpo de Henry Miller. He paseado por el Boulevard de Montparnasse intentando imaginar la inflamación de su carne al encontrarse con él, pero al llegar a las coordenadas del flechazo, no he encontrado parejas besándose, ni rastro del bar, sino un centro de bronceado.

A ella, tan libre y tan ansiosa, se la lee ahogada cuando narra aquel amor aún reciente. El arrojo le brotó mejor más tarde. En Estados Unidos, por ejemplo, donde nadie quiso publicarle sus ensayos feministas. «No acepté el veredicto de los editores y decidí imprimir mis propios libros». Pidió dinero prestado y usó cajas de naranjas para fabricar estantes. Compró tipos y restos de papel «que es lo mismo que comprar trozos de tela para hacerte un vestido» y se hizo un traje a medida. Esa determinación le aumentó en París, no tengo duda, pues no hay ciudad mejor que esta para perder virginidades de todo tipo: «Anoche lloré. Lloré porque el proceso por el cual me he hecho mujer ha sido doloroso. Lloré porque ya no puedo creer y me encanta creer».

«Los escritores le hacen el amor a lo que sea», escribe un día ya lejano a aquel baile cuando ya sabe que ese amor es de verdad pero también es de otras. Nin tiene un jardín con su nombre en la ciudad. No está en el centro, ni en las rutas turística ni literarias. Es un pequeño parque con magnolias, caballitos de feria suspendidos en el aire y una estatua con una placa que dice: «Me haces perder la cabeza».

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En el 27 de la rue de Fleurus hay un rótulo. En él se lee que vivió Gertrude Stein, a la que he vuelto a leer y ha vuelto a matarme de frío. Su enumeración de gentes (Picasso Matisse, Cocteau o Bracq) yendo a su casa, comiendo y no diciendo casi nada hacen revivir un germen que me brotó jovencita y convirtió en infección Janet Malcom cuando publicó Dos vidas. En ese libro se recogen los tres relatos que publicó en el New Yorker retratando a Stein y su pareja, Alice B. Toklas, durante los años de la ocupación en Francia. Aquel perfil me confirmó que hay gigantes que no tienen nada que ofrecerme. Nada de lo que cuenta Stein me fascina, ni siquiera París, ciudad que convierte en accesorio y donde la imagino paseando a su perro, pasándolo bien o no mal, y siempre rodeada de gente importante, incluida ella.

«Nunca le sucede nada malo; supera todas las dificultades como por arte de magia», dice Malcom y a mí no me molesta la falta de apuro de quienes se saben a salvo. Me aleja que opte por no romper la superficie, que se quede en los trajes, que se encalle en el estar, no en el ser. ¿Por qué no quiere verles el alma? Algo parecido hace con París. Podría estar allí o en otro lado.

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Prefiero seguir la voz de Susan Sontag. «La fotografía se desarrolla en tándem con una de las actividades más modernas: el turismo». Sí, hago fotos. Es algo que tú, J., aún no te crees pues yo, que no cuelgo imágenes en casa porque me ponen triste, capto a otros por la calle desde hace un tiempo. Casi siempre son mujeres, también en París, donde retrato a la chica que cuida al hijo de otra y lo recoge en la puerta de un piso que jamás podrá pagar; a otra de cierta edad que ayuda a su madre anciana a bajar un escalón; a la que arrastra un carro en el metro; a la que carga con el país de sus padres en su pelo y en su piel pero anhela ser francesa; a una monja que cruza la calle con la cabeza agachada sin mirar si vienen coches; a una joven con túnica, velo y tres críos que pasa ante un colegio católico; a otra con el pelo rubio y flotante que habla por el móvil;  o a la joven que da de comer a su bebé mientras espera el metro.

De tanto mirarlas,  concluyo que esta debe ser la ciudad con más gente hermosa del planeta. Y ahora vas a enfadarte, porque vas a decirme que me quede en ese momento, que me quede un rato más en esa idea, pero no hay forma de que yo me demore en la belleza. Menos aún cuando he visto una sombra, un peso, algo que llevan los parisinos, y más las parisinas, colgando de los tobillos. Es una cadena, algo así como la esclavitud de ser solo guapo en una ciudad preciosa. Sí, es eso, hay una competición abierta entre quienes andan y el decorado.

«¡Oh, no me trates como a una diosa! Es preferible ser mujer», me gustaría que gritaran todas a coro recitando a «Columbine».

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Carmen de Burgos llegó a París entre las dos guerras mundiales y quiso averiguar qué hacían las de su sexo entre las bombas. No eran ganas de segregar, eran ansías de precisión. Por eso, en la capital buscó la colaboración de la Unión de Mujeres de Francia, con quienes conoció, entre otras cosas, la labor indispensable de las enfermeras de guerra. Sé por la hemeroteca que en el bulevar Malesherbes estaba la sede de una entidad que fue el origen, junto a otras, de la Cruz Roja francesa.

Esa calle alberga una buena colección de placas recordando que allí vivió, escribió o murió gente ilustre. Marcel Proust y su familia, por ejemplo, en el número 9. El compositor Gabriel Fauré vivió en el 154 hasta 1911 y en 1909 debutó Coco Chanel como diseñadora en la casa que ocupa el 160. Mis referencias dicen que en el número 102 estuvo la organización que yo busco, pero en esa calle con nombre de ministro del siglo XVIII, no hay ninguna referencia a la entidad, que lo único que dejó fueron memorias y documentos para instruir a las enfermeras, muchas improvisadas, sobre cómo paliar el sufrimiento de la tuberculosis o cómo hacer un vendaje a los heridos de la guerra aero-química.

Ese es el tipo de cosas que hacían ellas en las guerras.

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«¿Dónde están las mujeres?» dice el título de la muestra que visito en el Studio Harcourt, donde desde los años 30 retratan a la gente, famosa o no, como si fueran estrellas de cine. El retratado no debe llevar abalorios ni ropas muy llamativas para evitar que den información sobre la época en que se han hecho las tomas. «Por eso son atemporales», dice el chico que nos guía. Nada más entrar veo a Leila Slimani, francesa nacida en Argelia y ganadora del Premio Goncourt. Está como todos: medio sonriendo, bella, irreal. Borrar pasado y contexto cuesta 2.000 euros, precio que pagan los clientes por verse como Catherine Deneuve o Brigitte Bardot, dos que aparecen en una muestra donde las únicas de piel oscura son Slimani y Josephine Baker. He ahí el contexto.

«Lo que deben hacer los negros es fingir que son de otro país», dice Angela Davis en su autobiografía. También ella vivió en París y recuerda que fue aquí donde muchos estadounidenses encontraron mejor acomodo en Europa tras las dos guerras mundiales. «Saint-Germain-des-Prés se movió al ritmo del bebop, y bajo los auspicios del trompetista y poeta existencialista Boris Vian, Miles Davis y Dizzy Gillespie fueron los protagonistas de los clubes subterráneos de la ciudad», dice en referencia a ese grupo de negros a quienes, como a los gitanos, mejor se trata: los artistas.

Davis vivió en la place de la Etoile, donde quizás algún día se refleje su trabajo por los derechos civiles, sus clases de filosofía y sus libros. Hoy, su único rastro en la capital del país de la igualdad y la fraternidad es una escuela maternal con su nombre en Aubervilliers. Allí, en 1970, murieron cinco hombres en una residencia para trabajadores inmigrantes por la mala combustión de una estufa. Eran negros. Su historia aún se recuerda, pues sirvió para que empezara a hablarse de las condiciones en las que viven muchos habitantes de las banlieus. Eso también es contexto.

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Te quiero por varias razones. Una es que no hará falta que te explique por qué a Victoria Kent, que llegó a París huyendo de Franco y de los nazis, un día le brotaron ganas de comer cerezas. Tú sabes que no es incompatible que un cuerpo rodeado de muerte y harto de injusticia anhele frutas rojas, un capricho. «La comprensión del hombre no avanzará con un ritmo más acelerado después de esta guerra; lo que ha avanzado es el avión», escribió con amargura en su diario.

«Nosotros no somos emigrantes ni desterrados: somos renunciadores por estar empeñados en una lucha de más alcance», dice sobre los republicanos españoles que no se conformaron y se fueron del país. Pero lo que yo quiero saber hoy es donde se enteró ella de que la Segunda Guerra Mundial había acabado. Y qué hizo. Qué le pasó por el cuerpo. Leo en Cuatro años de mi vida el nombre de tres calles: avenida Versalles, calle Mirabeau y Quai Louis Blériot. No forman un triángulo, ni un círculo, tampoco una línea recta. Ese camino no tiene sentido, no en una vida normal y libre. «Algo tiene hoy alas, mis pies, la bicicleta, mi corazón…», dice al saber que ha acabado la contienda y la imagino pedaleando hacia atrás y hacia adelante sin rumbo y con menos miedo.

Sigo mi camino, no ya el de ella, y pienso en qué sería de mí lejos de ti, aquí en París o donde fuera. En la paz o en la guerra. El valor de que entiendas a Victoria, su rabia y su deseo o los míos, no radica en que seas hombre y nosotras dos mujeres: está en que a ti, mi amor, no te gustan las cerezas.

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Las cartas mienten, por eso de vez en cuando, te mando besos aumentados por el aire, por el Sena, por esta forma de ser que tiene París tan de mentira. Es verdad que echo de menos tus labios, tanto como que esta luz y este gentío me hacen añorarte de otra forma y me hacen elegir palabras que en casa no te diría. El paseo por Las Tullerías cuando cae el sol me da una pista. Miro los bancos del parque, que no miran hacia fuera, sino hacia adentro y pienso que esa ciudad se hizo para amarse a oscuras y a escondidas.

Imagino a Edtih Wharton con Morton Fullerton enviándose varias notas en el mismo día para cambiar el enclave donde encontrarse. La leo en una carta donde dice: «Me hundo en la felicidad desmoralizadora que está atmósfera produce en mí». Tiene la ciudad metida en vena y no imagino mejor anfitriona a la que preguntarle qué hace una con la vida cuando el corazón y la entrepierna laten con furia. Pero no hay nadie en la puerta del Ritz siguiendo su fantasma, sí el de Lady Di, una princesa sin obra. Tampoco toma nadie la curva que lleva a la Plaza de la Concordia, donde está el Hotel Crillon y la suite donde Edith vivió. No lo hace nadie, turista, literato o alma en pena porque ni siquiera de su paso por aquí quedan vestigios. La que fue su habitación, como descubrió la periodista Elaine Sciolino, lleva el nombre de otro que la habitó después que ella: el músico Leonard Bernstein.

Esta tarde, quizás porque desprendo hormonas Wharton y tú andas lejos, un hombre me invita a pasear, cenar y emborracharnos. Nos conocimos hace un rato, pero tiene prisa. Quiere saber mucho de mí, quizás tocarlo. Rechazo sus invitaciones, pero le entiendo. No soy yo, es París lo que le excita. «He visto al romanticismo sobrevivir al realismo», me recuerda Anaïs Nin, que supo lo fácil que es aquí añorar lo que se sueña, más que lo que ya se tiene.

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Mi paseo acaba, también mi deuda: la de dedicarte unas cartas que no te escribí cuando éramos verdes y la de volver a París a través de los ojos de algunas de las periodistas y escritoras que me antecedieron. No tienen, como temía, un relato que las adhiera a esta ciudad maravillosa. Y no creas que es porque son extranjeras, también lo eran Julio Cortázar o James Joyce y tienen casa, calle, jardín o en su defecto, un rastro en forma de leyenda que se ve, se huele y se explota en bares, calles, cafés y antiguos prostíbulos.

No, no es que quiera rutas literarias para ellas, quiero justicia, palabra enorme que en ocasiones precisa de muy poco para materializarse. Empieza a hacerse, pero algunos libros que te he citado no están en las librerías. Otros ni siquiera en las bibliotecas. La mayoría se han editado hace muy poco y los hay que hace mucho que no se reeditan. Hay textos y artículos, también algún volumen, que no se publicaron nunca y sólo se conocen por trabajos académicos que los rescatan. Otros ni siquiera tienen traducción y algunos la tienen desde hace un año, quizás dos, y las cartas y algunos diarios siguen en muchos casos guardados en archivos llenos de polvo.

Vuelvo a casa cargada de nombres, calles, imágenes y lecturas que no tenía cuando me fui. Vuelvo ampliada por haber paseado de sus manos y haber escrito estas cartas que son tuyas pero también son públicas. Y aceptas la exposición y yo te doy las gracias porque tú mejor que nadie sabes que esta primera persona que empleo a veces sólo es singular en apariencia.