‘Gente en sitios’ es la nueva serie de la periodista Mar Padilla en la que nos ofrecerá otros puntos de vista sobre Barcelona y alrededores. En estos textos Mar repensará el viaje desde su propia ciudad, aportando pinceladas de vida y dando valor al trabajo de personas anónimas.
Ahí está. En el punto exacto en el que Barcelona descubre que, después de todo, es una urbe porteña de tibio corazón con vistas al Mediterráneo, mirando al mar, se erige, serio, cartas de navegación en mano, Colón.
El que con su apellido dio nombre al colonialismo preside la estatua más famosa de la ciudad, inaugurada en 1888, cuando la exposición universal, con fastos por toda la ciudad.
Allá vemos al ‘conquistador’ de tierras y gentes que se tropezó por delante buscando las Indias. Desde la altura de sus 56 metros, con un dedo acusador, exagerado en tamaño por su intención, presuntamente apuntando a las Américas, cuando en realidad señala las Baleares.
A los pies del navegante más famoso del mundo hay un coqueto mirador al que se llega desde un diminuto ascensor que sube y baja la columna de hierro de estilo corintio que sostiene la estatua.
Desde la altura de sus 56 metros, con un dedo acusador, exagerado en tamaño por su intención, presuntamente apuntando a las Américas, cuando en realidad señala las Baleares
En el libro 1491, el historiador Charles C. Mann revela la vida en América antes de la llegada del Colón. En esa era precolombina no vivían pequeños pueblos nómadas dispersos, cazadores y recolectores, sino sociedades complejas, dinámicas y sofisticadas. Mann calcula que vivían unos 50 millones de personas, que se hablaban centenares de idiomas, y que Tenochtitlán era una urbe más grande que ninguna en Europa entonces. Una ciudad con agua corriente, calles limpias, jardines botánicos, y donde se llevaban a cabo experimentos de proto ingeniería genética para elaborar tipos específicos de maíz.
A los mandos del elevador insertado en la columna de la estatua de Colón está C., una especie de capitán melancólico, que, arriba y abajo, cada día toma nota —a veces mental, a veces en foto— del Mediterráneo y sus espejos. Hoy el mar está del color gris oscuro, metálico, casi amenazante en su tristeza.
Desde arriba, en el mirador circular, una mañana más C. vuelve a otear las torres que explican la historia de la ciudad: la catedral, la iglesia de Santa María del Mar, la Sagrada Familia, las chimeneas gigantes del Paralelo y las de Sant Adrià del Besós, el Banco Atlántico, el batiburrillo de Diagonal Mar, la torre Agbar y el hotel Vela.
En esa era precolombina no vivían pequeños pueblos nómadas dispersos, cazadores y recolectores, sino sociedades complejas, dinámicas y sofisticadas
La lluvia ha traído un viento fuerte, racheado, y arriba se siente un baile casi marino, un movimiento casi imperceptible como de velas desplegadas, de viajes viejos, de esos en los que la vuelta a casa es solo una remota posibilidad.
Hay otras formas de regresos imposibles. Por ejemplo, C., el ascensorista de Colón, vivió una niñez radiante en Formentera. Se crió con sus padres en una casa hippie sin agua corriente ni luz, con una nevera que iba con gas, moviéndose por los campos de la isla con una Mobilette.
«Recuerdo el camino a mi casa, lleno de piedras, de agujeros. Era ferèstec», explica, usando un adjetivo catalán —ese ferèstec— que detalla algo salvaje, indómito. Un mundo, el de su infancia, que ya no existe, claro. Y que desde hace años, consciente o inconscientemente, busca alrededor del mundo. Por eso ha estado en un montón de sitios. Vivió en una caravana trabajando en campos agrícolas en el estado de Mississippi, se ha pateado Macao y Hon Kong. Estuvo un tiempo en Irlanda, donde conoció una decena de islas, incluidas las Skellig, veneradas por los amantes de la saga de La Guerra de las Galaxias, porque es donde se rodó el ‘exilio’ de Luke SkyWalker. También conoce —y le gusta mucho— Cerdeña. Y Sicilia y las pequeñas islas en su frente norte: las Eólicas del mar Tirreno, que acogen a los volcanes Stromboli y Vulcano.
Hay otras formas de regresos imposibles. Por ejemplo, C., el ascensorista de Colón, vivió una niñez radiante en Formentera
C. rememora sus viajes, mientras sube y baja el ascensor —un proceso de menos de cinco segundos, cuando el primer ascensor, el de 1888, era hidráulico y tardaba cuatro minutos en recorrer los 7 metros— , atendiendo pacientemente a turistas de toda clase y condición. Recuerda que él mismo subió por primera vez a la estatua con apenas seis años, y que le dio miedo.
«Busco una isla para mí», reconoce. A sus tierras de Formentera no quiere volver. Se le rompe el corazón solo de pensar cómo era y en qué estado se encuentra ahora: asfaltada, llena de gente. Un negocio demasiado grande y abrumador para su sitio tan pequeño.
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Diseñada por Gaietà Buigas y modelada por Rafael Atché, la estatua más conocida de la ciudad se hizo realidad gracias a donaciones y aportaciones públicas y privadas de la ciudad, funciones benéficas. El estado también colaboró cediendo varios cañones del castillo de Montjuïc, el equivalente a 30 toneladas de bronce. de las 300.000 pesetas iniciales se acabaría rondando el millón, a pesar de una miríada de donaciones tanto públicas como privadas, entre las que destacan las 500 pesetas del consulado de EE UU.
El estado también colaboró cediendo varios cañones del castillo de Montjuïc, el equivalente a 30 toneladas de bronces
Si se presta atención, se percibe que de entre las grandes ramas que adornan la columna hay unas cuantas hojas. Son de marihuana. Unas hojas de marihuana envuelven la parte central de la columna sobre la que se sostiene el navegante. La planta de cáñamo era uno de los productos que Colón llevaba en el viaje, pero no para fumárselo, si no para hacer cuerdas, aceite para las lámparas, y en las bodegas había semillas para garantizar su cultivo en la tierra que llegasen. Por ello es más que probable que fuera el introductor de la marihuana en América.
Imagen de cabecera, CC Guillaume Baviere